Este artículo se publicó hace 9 años.
El caso de los Pegasos
Un colectivo de artistas reivindica el conjunto escultórico de Agustín Querol, que pasó de coronar el Ministerio de Agricultura a sufrir la desidia institucional. Diseñado para encarnar la grandeza de la nación, hoy es una metáfora de la decadencia del sistema político
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La historia de Madrid, que es la historia de España, padece humedades. En 1898 brotó una grieta en el flamante Palacio de Fomento, que con los años se fue abriendo hasta la Plaza de Legazpi, y por ella se filtró la paradoja. Cuando la guerra de Cuba, el arquitecto Agustín Querol recibió el encargo de poner la guinda en el edificio construido un año antes por Ricardo Velázquez Bosco. El proyecto consistía en trasladar hasta la cima de la actual sede del Ministerio de Agricultura la idea de progreso, justo cuando las colonias se desvanecían y el imperio se resquebrajaba. Ya saben, el desastre del 98.
El conjunto escultórico de Querol, autor del mausoleo de Cánovas del Castillo, su amigo y mecenas, estaba compuesto por La Gloria (una diosa Victoria acompañada de las alegorías del Arte y la Ciencia) y dos Pegasos cabalgados por Mercurio y Atenea. La idealización de la modernidad española se cinceló en Carrara, de donde zarparon 119 toneladas de mármol rumbo al puerto de Alicante. Una odisea: las piezas eran tan voluminosas que fue necesario cortar los extremos de las alas de los Pegasos para que el tren que los llevaba a Madrid pudiese atravesar los túneles que anochecían el recorrido.
Mientras que a los españolitos que venían al mundo, víctimas de la crisis financiera, no los guardaba dios, las imponentes esculturas levitaban en 1905 hasta la azotea de la fachada principal del Ministerio, en aquel tiempo todavía de Fomento. Como no existía grúa alguna capaz de izarlas, se construyó una rampa de madera desde la estación del Mediodía (hoy, de Atocha) hasta el pedestal. Juan Carlos Arbex, en su libro El Palacio de Fomento, la considera una operación de titanes. “Como si de la construcción de las pirámides se tratase, se empujaron lentamente y hacia arriba mediante cabestrantes y rodillos”.
No acaba precisamente aquí la historia, con minúsculas, porque las figuras que en la actualidad otean la Plaza del Emperador Carlos V no son las que eran. En 1972 se desprendió un trozo de un ala, que cayó a las puertas del edificio, cuya cimentación y techo corrían peligro debido a su peso. Las inclemencias de la guerra civil y los rigores de la meteorología habían hecho mella en un conjunto escultórico enfermo. "El mármol empleado se deshacía en las manos como terrones de azúcar", declaraba al diario ABC José Luis Moreno Cervera, arquitecto conservador del Ministerio. El informe de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando era concluyente: La Gloria y los Pegasos estaban aquejados del mal de la piedra.
Juan de Ávalos, el escultor del Valle de los Caídos, hizo réplicas en bronce mucho más ligeras, que reemplazaron a los originales en 1976. A la vez que el régimen mudaba de piel, la obra de Querol comenzaba su particular transición, trufada de sufrimientos y colmada de sobresaltos. Para facilitar el descenso, fueron despiezadas en 500 partes y, sin numerar, trasladadas a la escuela de cantería de la Casa de Campo, donde permanecieron abandonadas durante trece años. Una pata por aquí, una cabeza por allá, aquello parecía el Guernica.
El caos burocrático y la falta de medios dejaron las esculturas a merced de la deriva institucional. Ya se sabe que, en Madrid, bajo los adoquines no está la playa sino el parking. Por ello, La Gloria terminó sola en la calle Príncipe de Vergara, no fuese a ser que los robustos Pegasos amenazasen las plazas de garaje. Una ubicación temporal, hasta que en 1998, finalmente, quedó varada en la Glorieta de Cádiz. No lejos de allí, en la calle Áncora, el transeúnte puede observar hoy los belfos de un Pegaso enjaulado que trata de burlar la valla del nuevo taller de cantería municipal. La estampa es desconcertante: ¿de dónde habrá salido este caballo alado de ocho metros de altura?
Por aquí han pasado todas las piezas de Querol. Restaurados con mármol de Carrara y con resinas sintéticas, los Pegasos partieron en 1997 hacia la Plaza de Legazpi, cuya remodelación fue inaugurada por Álvarez del Manzano, el alcalde de La Violetera. No tardarían en relinchar: ocho años después, Ruiz Gallardón, su sucesor en el Ayuntamiento, emprende el soterramiento de la M-30 y las esculturas, andamiadas, observan atónitas cómo se llevan las fuentes de la rotonda. Luego, un équido pierde un ala y es cubierto con lonas. Otro desaparece. ¿Quién se ha llevado el Pegaso? La respuesta permanece estabulada en la calle Áncora.
Aquí entra en acción el colectivo artístico El Banquete. “Nos sedujo un elemento de la urbe que destacaba por su anomalía: un monumento tapado. Parecía una obra de Christo”, recuerda Alejandro Cinque. Junto a Raquel G. Ibañez, Antonio Torres y Marta van Tartwijk, conforman un grupo de investigación y creación que lleva a cabo proyectos relacionados con la experiencia cotidiana como valor artístico. Su metodología de trabajo consiste en la relectura política del entorno diario. Para ellos, una escultura vendada y otra condenada al ostracismo ayudan a construir el relato contemporáneo de esta ciudad. Una ciudad en crisis.
Las paradojas, como las humedades, siempre vuelven. A veinte minutos a pie del Ministerio de Agricultura, en dirección sur, una funda de loneta hecha a medida envuelve un monumento rebautizado como la Momia por los vecinos del barrio. Las autoridades municipales están ocultando la alegoría del progreso mientras las tuneladoras se desbocan. Al contrario que en el desastre del 98, cuando todo se iba a pique y los gobernantes querían ofrecer la imagen de una nación vanguardista, ahora España aparentemente va bien pero tapa el progreso.
“Las obras se convirtieron en algo estructural, aunque nunca estuvieron al servicio de la ciudadanía”, afirma Van Tartwijk. “Recuerdo una época en la que la banda sonora municipal eran los martillos mecánicos”, añade Ibáñez, quien rescata la célebre despedida del actor Danny DeVito a Álvarez del Manzano: “¡Qué hermoso es Madrid! Cuando encuentren el tesoro, avísenme”.
Los miembros del colectivo emprendieron su propia búsqueda. “Nuestra acción también consistía en desvelar la historia de los Pegasos”, explica Cinque. Hablaron con expertos en arte, asociaciones vecinales, trabajadores del taller de restauración, concejales de la oposición y hasta con los taxistas de la Plaza de Legazpi. “Fue un trabajo detectivesco, una investigación a través de fábulas”, rememora Ibáñez. “Era como buscar fantasmas en medio de un cementerio”. O de un desguace.
Porque habría más amputaciones. A finales de 2014, cuando los artistas de El Banquete estaban a punto de culminar su proyecto, el único Pegaso que queda en la rotonda apareció sin vendas, mostrando, después de una década embalsamado, las heridas que le había infligido el paso del tiempo. Ellos creen que se trató de una medida electoralista en las vísperas de los comicios municipales. “La estrategia del Partido Popular era maquillar el barrio”, critica Cinque, quien asegura que el caballo también ha perdido su cola. “Pero no fue una restauración sino una limpieza”, matiza Ibáñez mientras muestra el libro que recoge su proyecto de investigación, Obra pública 1898-2015, que fue exhibido en el Centro de Investigación Técnicamente Imprevisible (CITI).
Sin embargo, el Ayuntamiento no daba explicaciones. No extraña en una concejal de distrito, Carmen Rodríguez Flores, que fue nominada al premio al diputado desconocido o ausente que otorga la Asociación de Periodistas Parlamentarios. La conservadora, que había reconocido no saber dónde estaba el Pegaso desaparecido, prometía en el que sería su último mandato reformar la plaza y darle una salida al antiguo Mercado de Frutas y Verduras de Legazpi, que los vecinos reclamaban para sí. “En realidad, el PP ignoraba las problemáticas locales mientras construía Madrid Río”, denuncia Ibáñez. A lo grande. A lo loco.
Los artistas de El Banquete son muy dados a los paralelismos, a uno y otro lado del charco. Otros cuatro caballos alados de Querol coronaron durante nueve años el Palacio de Bellas Artes de México DF, pero también terminaron mordiendo el polvo de la plaza. “No deja de ser curioso que tanto este descenso como el de los Pegasos del Palacio de Fomento de Madrid coincidiesen con momentos históricos de ocasos de dos dictaduras: la de don Porfirio Díaz en México y la de Francisco Franco en España”, escriben en Obra Pública. Pero hay un símil que comenzó mucho antes y llega hasta el presente: la degradación de unas esculturas en paralelo a la decadencia política de una ciudad, de un Estado.
El proyecto de Querol nace maldito. Encarnaba el progreso de la nación asociado a la fuerza del trabajo, pero la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico anuncia prematuramente el futuro del conjunto escultórico: de la grandeza al ocaso. “Su vida, desde entonces hasta ahora, ha estado sembrada por la degradación y la pérdida de magnificiencia, representando de este modo el declive de un sistema del que poco más se puede esperar”, subrayan los autores de la investigación. El doble filo de los símbolos: “Palabras totémicas como el progreso se vuelven perversas y terminan siendo fantasmas inalcanzables”, advierte Ibáñez.
Obra Pública comienza a gestarse después de dos hitos recientes de la historia local: el desarrollismo urbanístico rampante, salpimentado de construcciones faraónicas y privatizaciones de servicios; y el 15-M, que recuperó el espacio público, convirtiendo el plató, espacio artificial o escenario para eventos publicitarios (véase la Puerta del Sol y otras céntricas plazas) en un lugar de convivencia, de uso común y real. “Con el movimiento de los indignados nos reapropiamos de las calles”, recuerda Van Tartwijk. “Defendimos que el espacio público es de todos y debe ser gestionado por la colectividad”. Así, el Espacio Vecinal Arganzuela (EVA) ha presentado un proyecto para que el Ayuntamiento le ceda parte del Mercado de Legazpi, donde las asociaciones del distrito puedan desempeñar sus actividades.
“Los Pegasos son un caso anecdótico que nos ha servido para hablar de algo más abstracto muy difícil de acotar”, aclara Cinque. “No luchamos para que las esculturas vuelvan a lucir juntas como en sus orígenes sino para visibilizar una problemática: ¿quiénes y cómo cuidan nuestra ciudad?”. Y, de paso, para “desarticular discursos hegemónicos enquistados, fósiles”, concluye Ibáñez, quien inicia la reproducción de un vídeo de Carlos M. Iñesta que documentó la acción con la que pusieron fin a su proyecto el pasado febrero.
En la pantalla, un autobús da vueltas y vueltas alrededor del Pegaso de Legazpi, mientras una voz lo explica todo. “El tour que estamos a punto de iniciar es un viaje que se mueve en las grietas del tiempo y el espacio. En comparación con el tiempo de las rocas o el mármol, el pasado es fugaz”, escuchan los pasajeros, que dejan atrás la plaza con una certeza descorazonadora. “Los Pegasos de piedra nunca volarán porque pesan demasiado”.
- Obra pública será proyectado este jueves en la Cineteca de Madrid, en el Matadero.
- El proyecto forma parte de la exposición Por el buen camino, en la galería Slowtrack.
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