Este artículo se publicó hace 3 años.
Sant Cugat, la elitización de la ciudad residencial barcelonesa que empobrece a los vecinos autóctonos
Figura como la ciudad con los habitantes más ricos de entre las más pobladas de Catalunya. Conocida por sus casas con piscina y jardín, la llegada de nuevos vecinos acomodados está motivando que otros autóctonos con rentas más modestas deban marcharse. Ayuntamiento y entidades sociales tratan de contener su éxodo, si bien puede que ya sea tarde para impedir una sustitución masiva del vecindario.
Jordi Bes
Sant Cugat Del Vallès-
Sant Cugat del Vallès figura en el imaginario colectivo como una ciudad donde se vive bien. Está cerca de Barcelona, con la que disfruta de buenas conexiones por tren y carretera, y a la par es un oasis verde, con múltiples viviendas con piscina y jardín, y la sierra de Collserola al lado. No en vano Sant Cugat es la ciudad catalana y la tercera del Estado de más de 20.000 habitantes con una renta por cápita más elevada (20.582 euros), según datos de 2018 que acaba de difundir el Instituto Nacional de Estadística (INE). El bienestar se traduce en empleo: mayo ha cerrado con una tasa de paro del 6,70%, la menor de entre los municipios más poblados de la provincia. Aún así, la localidad no es ajena a las problemáticas que se padecen en ciudades vecinas y debate cómo poner freno a su incesante elitización.
El Ayuntamiento, entidades sociales y vecinos coinciden en que el fenómeno ha ido a más. Cada año unos 3.000 vecinos se van a vivir a otro municipio catalán y otros tantos llegan para residir en Sant Cugat, donde la renta por habitante sube año tras año –en 2017 era 1.000 euros inferior–, lo que induce a pensar que muchos de los que acuden son más bien acomodados. Además, el precio medio del alquiler no para de subir: alcanzó los 1.177,85 euros en 2020, y se situó por cuarto año consecutivo por encima de los 1.000 euros. Ahora bien, no todos pueden mantener un elevado tren de vida. Càritas atendió el año pasado a 1.051 familias, un 33,54% más que en 2019. Sumaron 2.189 personas, el 2,3% de los habitantes de Sant Cugat. Da una idea de cuál es la población vulnerable, aunque es incompleta, puesto que el Ayuntamiento no ha facilitado un balance de su atención social.
El efecto de la covid va para largo y este mes de mayo Càritas aún atendía a 935 personas de 380 familias, un 41,79% más que en febrero de 2020, el último mes antes de la pandemia. La técnica referente de Càritas en Sant Cugat, Montse Peñalver, admite que a veces le preguntan si es necesario que la entidad actúe en el municipio. "Tiene sentido, porque no todo el mundo goza de bienestar y es una ciudad cara", replica. Uno de los colectivos que no lo tiene fácil es el latinoamericano. Acude a Sant Cugat atraído por los empleos en el servicio doméstico, pero estos pueden ser sinónimo de trabajo mal pagado, sin contrato y que solo alcanza para vivir en una habitación de realquiler. Con la covid, Càritas también ha atendido a familias que, pese a tener empleo o negocio propio, se han quedado sin ingresos.
Esconder la vulnerabilidad
La fragilidad propia se esconde con frecuencia. "Las personas autóctonas a veces vienen muy al límite, porque sienten mucha vergüenza de pedir ayuda", relata Peñalver. Lo mismo perciben en el Sindicat de Llogateres, que nació en 2017, y que se ha sentido palanca de cambio frente a "un modelo de ciudad que estaba expulsando desde hacía 30 años", recalca Mariona Sòria, que es miembro del sindicato. Ante el elevado precio del alquiler, hay quien renuncia a proyectos vitales, como tener hijos, con tal de seguir en Sant Cugat, donde se encuentra "desde la casa más lujosa hasta quien vive en auténticos zulos", asevera
. Reivindica que el sindicato ha puesto las dificultades de acceso a la vivienda sobre la mesa, aunque también interviene cuando se entera de un desahucio, lo que no siempre es fácil. "Da vergüenza decirlo", asiente. Según Sòria, el hecho de aparecer a menudo como una ciudad con una renta muy elevada tiene un efecto perjudicial. "Muchos constructores hacen viviendas en Sant Cugat para ponerlas lo más caras posible", subraya, y la cesta de la compra diaria también es más cara, con lo que hay quien acaba comprando en otros municipios.
Sant Cugat no siempre ha sido así, atestigua Sergi. De pequeño, en los años setenta, su padre le decía a menudo que eran 20.000 habitantes –en 2020, rozó los 93.000–. Aún existía la cooperativa vinícola y las calles estaban adoquinadas. Luego empezó a llegar gente adinerada de Barcelona. "Allí vendieron caro, aquí compraron barato y, con el dinero que les sobró, se compraron un Porsche Cayenne", afirma a modo ilustrativo. Los túneles de Vallvidrera fueron un aliciente añadido para quien se mudó a Sant Cugat. Sergi está satisfecho de como se ha hecho el desarrollo urbanístico, con edificios bajos y espacios verdes, pero la vivienda ya no es accesible para su familia. "La gentrificación nos ha tocado y debemos irnos", asevera.
Son una familia de cuatro que residían en un piso de 75 metros cuadrados de Mira-sol y que necesitaban más espacio. En Sant Cugat, uno de compra un poco mayor no baja de 500.000 euros, así que se han quedado una casa en Rubí por 350.000 euros, que es el precio por el que han vendido su antiguo piso.
"Comprar en Sant Cugat es imposible, a no ser que seas millonario", reflexiona, y constata cómo la gentrificación es imparable. "Familia y conocidos me dicen que, por culpa de gente como nosotros, Rubí se encarece", admite, pero añade: "Y por culpa de gente adinerada de Barcelona yo he tenido que irme".
Más voces que rompen clichés
Sergi ve difícil que se dé marcha atrás –"Sant Cugat será rica o muy rica", sostiene–, y su caso no es aislado. Humberto terminó en la ciudad por casualidad, después de marcharse de Venezuela, donde "la situación es asfixiante", lamenta. Es informático, aquí empezó viviendo en una habitación y tuvo que acudir a Càritas hasta que ha encontrado un empleo estable. Para él, "Sant Cugat tiene un aire increíble y todo el mundo está riendo y tranquilo", pero se ha trasladado a Sabadell, donde ha formado una familia. Allí paga 750 euros por un piso de cuatro habitaciones, mientras que en Sant Cugat no encontraba por menos de 1.000 o 1.200. "Tuve que irme porque no puedo costear la vivienda", reconoce.
Aún así, con frecuencia se da por sentado que no se pasa mal en Sant Cugat. "¿Cómo se puede prejuzgar sin saber la historia que hay detrás?", se pregunta Conxita, una barcelonesa que se fue a vivir a este municipio al casarse. Su ahora exmarido ha dejado de pagar el alquiler y, pese a gozar de renta antigua, se ha visto abocada al desahucio. Se veía en la calle con casi 70 años, pero la intervención del Sindicat de Llogateres permitió ganar tiempo y ahora vive en un piso de servicios sociales. Lo que no se ha evitado es que la familia propietaria del edificio haga lo de costumbre: piso que se vacía, lo reforma y lo pone de nuevo de alquiler, pero multiplicando su precio.
De Valldoreix destacan sus grandes casas con piscina, pero la mayoría de jóvenes deben marcharse – "no tienen poder adquisitivo para quedarse aquí"– y hay quien vive "en casas pequeñas, de alquiler y con precariedad", cuenta el presidente de la Associació de Propietaris i Veïns de Valldoreix, Antoni Zamora. Aún así, es una zona con poca relación vecinal y también hay pudor a solicitar apoyo. Puede que se recurra al párroco o a Càritas, apunta Zamora. "En la asociación, nadie nos ha pedido ayuda para la vivienda o la comida", asevera, aunque también hacen su "función social": cursos y conferencias –costura, patchwork, lectura dramatizada, cocina o yoga– y Pulseras Candela para los niños y niñas con cáncer.
Desde 2019, Sant Cugat tiene un gobierno de ERC, PSC y CUP, que ha puesto fin a 32 años de hegemonía convergente. La alcaldesa, la republicana Mireia Ingla, admite su preocupación. "Somos conscientes de que, por mucho que se diga que es la ciudad más rica, hay personas que lo están pasando mal", afirma. La gentrificación también la afecta. "Tengo claro que mis hijos no podrán vivir en Sant Cugat", reconoce, y propone trazar una suerte de frente antielitización para consensuar decisiones que frenen la expulsión vecinal. "Si no hacemos nada, de aquí a un tiempo la sustitución habrá sido absoluta", advierte. En su opinión, el remedio pasa por incrementar la vivienda pública de alquiler, que representa menos del 2% de los hogares de la ciudad. La empresa municipal Promusa ha construido desde 1989 un total de 1.763 pisos (1.265 de venta y 498 de alquiler) y ahora se levanta una promoción de 60 de alquiler y otros 72 están en tramitación. Aún así, Ingla admite que poner fin al déficit "no es fácil ni está claro que sea posible".
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.