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Cinco razones por las que acabar con el anonimato en las redes no soluciona el problema del odio y los bulos

Nadie es absolutamente anónimo en internet. Quizá falta voluntad para castigar a quienes insultan o desinforman.

Varias personas usan el teléfono móvil en Barcelona, en una imagen de archivo.
Varias personas usan el teléfono móvil en Barcelona, en una imagen de archivo. David Zorrakino / EUROPA PRESS

Vuelve con fuerza el debate sobre qué hacer contra los bulos y los mensajes de odio en las redes sociales, esta vez a raíz del trágico asesinato del pequeño Mateo en Mocejón (Toledo). No es algo nuevo, pero sí parece que este tipo de comportamientos indeseables, que son un fenómeno de desestabilización social a nivel mundial, acaparan cada vez más atención.

Tanto es así que hasta el punto de que el fiscal Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, ha propuesto que se modifique el Código Penal para evitar que las redes sociales sean una plataforma para promover mensajes de odio, con medidas como la identificación obligatoria para usarlas. ¿Es necesaria tal medida?

La línea entre lo que es aceptable publicar en una red social y lo que no lo es lleva años condicionando importantes regulaciones europeas como el Reglamento General de Protección de Datos y, más recientemente, la Ley de Servicio Digitales (DSA) y la Ley de Redes Digitales (DNA). Precisamente la DSA pone el foco directamente en la protección de los ciudadanos contra actividades ilegales y nocivas en línea y la difusión de desinformación.

Es muy tentador para los poderes públicos tratar de poner coto a problemas complejos mediante anuncios —más o menos serios— sobre modificaciones legales tales como las que parece plantear ahora el citado fiscal, quien a su vez reconoce la necesidad de tratar cada caso concreto con "todas las medidas necesarias" ya previstas en las leyes.

1. El anonimato absoluto no existe

Cualquier persona que use redes sociales o servicios de mensajería deja una huella digital. Es posible recopilar los contenidos abiertos en redes como X o Instagram (y otros datos disponibles públicamente) con herramientas OSINT, es decir, con inteligencia de fuentes abierta. También hay datos de los usuarios registrados en cada una de las plataformas, una información que incluye la dirección IP desde la que se realiza la conexión a internet, la geolocalización, el tiempo de uso o cuándo se ha utilizado, entre otros.

Los poderes públicos cuentan con la identificación real de prácticamente todas y cada una de las personas que circulan por el territorio nacional (DNI, NIE, pasaportes…), y las fuerzas de seguridad utilizan desde hace años herramientas avanzadas capaces de seguir un determinado rastro digital hasta dar con una persona (o varias) si es necesario, siempre habilitadas mediante mandato judicial previo —excepto en casos de urgencia— y en el contexto de una investigación.

Como se ha podido comprobar en los últimos casos, el castigo a determinados comportamientos graves en internet depende mucho de la voluntad de los poderes públicos. En algunos se ha actuado con excesiva celeridad y en otros muchos, no. De hecho, sólo en X y en Telegram hay una serie de expertos que, por su cuenta, son capaces de exponer los orígenes de mensajes claramente ilegales y conexiones entre los usuarios que las difunden. Además, ciertas personas que incitan o engañan no tienen problema alguno en autoidentificarse, tales son los casos de pseudomedios de extrema derecha, políticos abiertamente racistas y reconocidos agitadores que se consideran 'periodistas'.

2. Ya hay una extensa normativa

Pese a que quienes piensan que hay un 'vacío legal', lo cierto es que en España hay una rica y abundante normativa contra la desinformación y los mensajes de odio. El derecho al honor, la intimidad y la imagen propia está consagrado en el artículo 18 de la Constitución y, como el derecho a la libertad de expresión y a la veracidad de la información (artículo 20), también es un derecho fundamental.

Los llamados delitos de odio cuentan con una amplia protección, recogida en el artículo 510 del Código Penal, que impone un castigo "de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses a quienes, públicamente, fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por motivos racistas, antisemitas, u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, razones de género, enfermedad o discapacidad". Este artículo incide también en la producción y difusión de estos mensajes, la justificación del odio, y las injurias y amenazas contra grupos vulnerables.

El Código Penal también establece circunstancias agravantes generales en su artículo 22.4, donde se considera como tal el motivo racista, antisemita u otro tipo de discriminación en la comisión de cualquier delito. Y la Ley de Enjuiciamiento Criminal ya recoge toda una serie de garantías para los procedimientos de investigación tecnológica. Naturalmente, hay una extensa jurisprudencia al respecto. Destacan la Sentencia del Tribunal Supremo 72/2018, que condenó a un individuo por incitar al odio contra inmigrantes en redes sociales, y la Sentencia del Tribunal Constitucional 235/2007, en la que se reafirmó que la libertad de expresión no ampara discursos que promuevan la discriminación o la violencia.

También en el Código Penal se recogen los delitos contra el honor —injurias y calumnias— (artículos 205 y 208), de modo que quedan limitadas las formas de expresión que pueden dañar la reputación de una persona.

Las llamadas leyes mordaza, esto es, la Ley Orgánica 4/2015, de Protección de la Seguridad Ciudadana, prevé sanciones para quienes participen en actos que inciten a la violencia o al desorden público. Y la Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor —hay en marcha ya una modificación que la endurece— protege a los menores de contenidos que puedan perjudicar su desarrollo, sobre la cual el Tribunal Constitucional estableció límites en la difusión de contenidos inadecuados (STC153/2016) al establecer que prevalece el interés superior del menor sobre la libertad de expresión.

3. La libertad de expresión tiene límites claros

El interés que se genera en torno a determinados sucesos, especialmente los más escabrosos o sensibles para la opinión pública, puede provocar una sensación de desamparo legal —que ya hemos visto que no es tal— y que tiene dos caras. Una de ellas es la falsa percepción de que no hay apenas límites a la libertad de expresión, de modo que se permiten insultos, linchamientos o falsedades. La otra cara tiene que ver con una parte de usuarios que sienten cercenada esa libertad de expresión; los ejemplos más claros son las personas u organizaciones que difunden mensajes de odio o desinformación quienes, cuando se les aplica algún castigo por cruzar los límites, denuncian su "cancelación". Así, el victimario se autodefine como víctima de lo que considera "censura".

El victimario se autodefine como víctima de lo que considera "censura"

No obstante, este último perfil de usuario no tiene ninguna razón; la libertad de expresión es un derecho fundamental recogido en el artículo 20 de la Constitución, y en él se insiste en los límites que han de respetarse: los preceptos de las leyes que lo desarrollan, el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y en la protección de la juventud y la infancia. Asimismo, la censura previa no está permitida en ningún caso sin autorización judicial.

Existen también claros límites penales, como los mencionados delitos de injurias y calumnias (artículos 205-216 CP), los mencionados delitos de odio (artículo 510 CP) y la apología del terrorismo (artículo 578 CP). Otro de los límites, establecido por la Ley Orgánica 1/1982, establece la protección civil del derecho al honor, la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen. También administrativos (Ley Orgánica 4/2015, de Protección de la Seguridad Ciudadana). Además, hay una rica jurisprudencia sobre la libertad de expresión que aborda conflictos con áreas como la seguridad nacional, la propaganda electoral, los derechos de los trabajadores, etc.

Por tanto, hay un amplio abanico normativo y doctrinal sobre lo que se puede y lo que no se puede hacer en internet. Quizá el problema esté en los medios de los que se disponen para aplicar las normas, así como en la voluntad política y judicial para ello.

4. Las redes han privatizado el ágora público

Desde hace años, las plataformas de comunicación social han ido acaparando el poder como altavoces de la opinión pública. Son unas pocas compañías gigantescas que han ido engordando con millones de usuarios durante las dos últimas décadas sin apenas responsabilidad legal.

La 'privatización' de la libertad de expresión es un arma de doble filo: por un lado, impera el criterio de gigantes empresariales como Meta (Facebook, Instagram), Google (YouTube), Amazon (a través de sus búsquedas de productos o en Twitch), TikiTok o X (antes Twitter), que son los deciden, con sus algoritmos que nos son auditables, qué información mostrar a según quién use sus servicios. 

Además, estas compañías se amparan en sus términos y condiciones, que aceptamos alegremente y que pueden ser, en un momento dado, un arma perfecta para silenciar o bloquear ciertas voces incómodas. Es decir, las plataformas de publicación de contenidos no sólo se lavan las manos (por ejemplo, negándose a colaborar con la Justicia) cuando hay problemas, sino que son ellas las que establecen el relato que más les conviene para su beneficio.

Así, en X de Elon Musk se busca permanentemente el conflicto (muy escorado hacia la extrema derecha) como gancho para retener a los usuarios, y logra además una sobreexposición sostenida en los propios medios de comunicación tradicionales, a menudo ávidos de polémicas.

Las cosas podrían cambiar al menos en la UE. Las plataformas ya no pueden ampararse en su condición de meros transmisores de información y deben responder por los contenidos de sus usuarios: eso es precisamente lo que establecen especialmente la Ley de Servicios Digitales (DSA) europea, que prevé multas cuantiosas para los infractores de hasta el 6% de su facturación anual. Está por ver aún si estas medidas para implicar a las grandes plataformas en la lucha contra los bulos y el odio en internet surten efecto, pero desde luego no será por falta de garantías legales.

5. Para bien o para mal, no todo es punible

Uno de los asuntos más espinosos sobre los mensajes de odio y los de desinformación es identificar el límite por el que un mensaje puede ser objeto de sanción o no. A pesar de los marcos legales y los límites expuestos en los puntos anteriores, la aplicación de las mismas deja claro el generoso margen de interpretación de las normas según el caso.

En España se han dado casos extremos tanto de la aplicación severa de las leyes al respecto —como la persecución judicial por mensajes en X en la llamada 'Operación Araña'— como de la prevalencia de la libertad de expresión de usuarios que insultan o amenazan a alguien o a algún colectivo. Se da la circunstancia de que en España se protege la libertad de expresión hasta de los colectivos nazis.

Lo que sí parece que queda más o menos claro es que no todo comportamiento en redes sociales se considera objeto de castigo. Si bien la ofensa a los sentimientos religiosos (artículo 525 del Código Penal) o la humillación a las víctimas del terrorismo (artículo 578 del Código Penal) cuentan con cierta protección 'extra' en nuestras leyes y tribunales, tanto la doctrina como la jurisprudencia (y el sentido común) dejan muy claro que, con carácter general, no existe el derecho a no sentirse ofendido.

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