Opinión
Las trincheras del cuidado


Por Marta Nebot
Periodista
Cuidar cansa. Cansa mucho y, que así sea, genera culpa, dolor y rabia y, no recontaré mi historia, pero sé lo que me digo.
Juan José Millás recordaba esta semana que para desaparecer basta con mirar al vacío y quedarse quieto un poco. Confieso que lo hago a ratos aunque nunca consigo ir muy lejos.
Ahora mismo me encanta la idea de hacer butrones de palabras para huir de tener que decir algo, para escapar de las tribunas, para hacer un corte de mangas -más o menos simpático- a quienes esperan que los columnistas les digamos siempre algo valioso.
Supongo que el truco para que no nos odien por huir en estos párrafos está en que todos hemos querido fugarnos en algún momento y resulta fácil empatizar con esto. Millás, en su escondite de palabras, consigue hacer de su tedio algo común y hermoso. Ojalá yo consiga algo parecido, me digo en mitad del folio.
Por mi parte, además del escapismo, hay otra cosa que practico. Hace ya un tiempito descubrí, encontré y colgué sobre mi mesilla de noche un dibujo de Shepard Fairey, un ilustrador y artista callejero estadounidense, que dice Make art, not war y, con todo lo pretencioso que parece -y es-, lo intento cuando no me pueden las ganas de salir corriendo.
Este eslogan está inspirado en otro antibelicista de los años 60: Make love, not war. Preferí la versión posmoderna porque la frontera entre el amor y la guerra puede ser más difusa que la que hay entre el arte y la batalla en situaciones desesperantes y desesperadas.
Cuidar en el siglo XXI, CUIDAR con mayúsculas -de ancianos, niños o enfermos-, hacerlo en versión amateur, autodidacta, sin derechos laborales, sin horarios, a demanda, con buenas o malas caras o las que salgan - es un lugar en el que siempre es complicado ubicarse, y como feminista, raro -por lo menos-.
Porque, a pesar de todo lo aprendido y peleado en el feminismo y de que cuidar sea una elección muy elegida, a ratos sientes que el patriarcado te está doblegando, a veces se te ocurre que ellos no harían lo mismo y piensas en cuántas seguimos o seguiríamos cuidando, a pesar de eso, ¿por inercia? ¿Por tradición? ¿O porque de verdad es en lo que creemos? Por momentos, cuando la situación nos puede, cuando estamos más hartas que peleando, te haces dolorosamente consciente de la entrega y del dolor -uno más- que esa entrega te está provocando. Y te llamas mezquina y te preguntas cuál es la distancia justa entre el amor propio y el amor a secas y no encuentras el metro.
Otras veces te dices que cuidar nos hace mejores, que nuestra humanidad nos convierte en más sabias y realistas, que nos mantiene más conscientes de lo que es y no es la vida, de lo que cuesta traerla y mantenerla y de lo fácil que es destruirla, de la mentira colosal que es la individualidad, el vivir solo para trabajar, el pasar del largo plazo y de la compañía.
Y entonces, te dices que del cuidado vendrá la auténtica rebelión, la última revolución, la gran lección feminista, la marca de agua del anti “mujeres al poder para hacer lo mismo”. Porque las mujeres que lo alcanzan hoy no pueden cuidar porque cuidar es antisistema, porque el sistema nos va admitiendo, pero no por eso cambia.
Y, mágicamente, pensar todo esto se convierte en un bálsamo para tu herida, en un chorro de agua fresca en el centro de tu incendio, en un ascensor supersónico que te saca de la mina infinita y te pone a cielo azul abierto.
En ese momento, llega la epifanía: cuidar de otro también te cuida a ti por dentro y a través de ese cuidado te reconcilias con tus anteriores, reconoces la parte en la que no se estaban equivocando, te inoculas un antídoto para el rencor y el resentimiento contra ellas por no haber sido las referentes que añorábamos, por querer someternos a lo mismo, por ser nuestras queridas Bernardas Alba, por no saber hacerlo mejor aunque estaban haciendo lo trascendente de lo que ahora te estás enterando.
Y, con esta escapada necesaria, curativa -para mí- estoy huyendo también de otra columna. La que le debo a las mujeres gitanas con las que me reuní por el 8 de marzo, que dedicaron la efemérides a pelear por el colectivo entero con independencia del género. Su planteamiento merece una reflexión mayor que este párrafo, aunque tiene mucho que ver con lo ya escrito.
Os la debo. La escribo en cuanto deje de mirar a nuestros vacíos.
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