Opinión
Francia ante las elecciones legislativas: nuevos bloques y viejos problemas
Por Jorge Tamames
Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'
Francia ha zanjado sus elecciones presidenciales con otra victoria del centrista Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen, candidata de la derecha radical. La siguiente cita, el 12 y 19 de junio, son las elecciones legislativas. En el interludio entre ambos comicios se debate si el país es un canario en la mina para el resto de la Unión Europea, anticipando tendencias inquietantes: auge de la derecha radical, desaparición de los partidos tradicionales, desafecto social en alza, etcétera. O si, al contrario, las instituciones de la Quinta República –presidencial imperial, legislativo débil, centralismo exacerbado, sistema electoral de doble vuelta– hacen de Francia una rara avis de la política comparada, incapaz de ofrecer lecciones a sus vecinos.
Esta lectura se extiende al terreno de la economía política. París fue un acreedor durante la crisis del euro, y en ese sentido se alineó tácitamente con Berlín. Pero el modelo de crecimiento francés, a diferencia del alemán, depende más del consumo interno que de las exportaciones. Francia no se beneficia de las políticas de devaluación interna que sí pueden dar réditos a los países ‘frugales’. De nuevo, se podría pensar que la situación francesa encierra lecciones para cualquiera de sus vecinos; o que su estatus a caballo entre la Europa del norte y la del sur es único.
El resultado es una lectura ambivalente de los resultados, que oscila entre el alarmismo (si la derecha radical logra llegar a la segunda ronda en las presidenciales) y la complacencia (cuando fracasa tanto en esas elecciones como en las legislativas). Esto sucede de manera especialmente acusada con los análisis que reducen el proceso a un choque entre sociedades “abiertas” (Macron) y “cerradas” (Le Pen), obviando la existencia de opciones electorales alternativas. Entre ellas destaca quedarse en casa –la abstención lleva medio siglo creciendo de forma sostenida– o votar a la izquierda populista de Jean-Luc Mélenchon, que tanto en 2017 como en 2022 quedó a las puertas de la segunda vuelta electoral.
Descontando la abstención, estos tres polos de competición política en Francia se ajustan al modelo vaticinado por Bruno Amable y Stefano Palombarini. El punto de partida de estos economistas es que Francia hace frente a una “crisis estructural”: un impasse en el que ningún actor político es capaz de configurar “una alianza socio-política de grupos cuyas expectativas en la formulación de políticas públicas y el diseño de instituciones estén lo suficientemente satisfechas como para apoyar a un liderazgo político”, conformando lo que denominan un “bloque social dominante”. Una crisis estructural se puede prolongar durante años o incluso décadas. La de Francia se remonta a principios de los años 80, cuando la estanflación y el resquebrajamiento del orden de Bretton Woods pusieron contra las cuerdas el modelo dirigista de desarrollo francés.
La presidencia de François Mitterrand –que llegó al poder con la intención de nacionalizar gran parte de la economía francesa y terminó dirigiendo un programa de liberalización económica– reflejó las dificultades de ahondar en el componente más estatista del modelo. Por otra parte, la inestabilidad de los sucesivos gobiernos en Francia (si se impone en las legislativas, Macron será el primer presidente que gobierna diez años gozando de una mayoría en la historia de la Quinta República) refleja las dificultades que acarrea la estrategia de liberalización. Los intentos –por lo general renqueantes– de aplicarla desde el centro-derecha y el centro-izquierda tradicionales terminaron por dinamitar a ambos, dividiendo al electorado en tres nuevos bloques. Estos bloques políticos defienden agendas difíciles de reconciliar entre sí, pero ninguno de ellos es plenamente capaz de imponerse sobre los otros dos.
Macron y su partido, La República en Marcha (LREM), representan al bloque de centro. Este espacio coaliga a antiguos votantes del centro-izquierda socialista y el centro-derecha gaullista en torno a una agenda pro-europea, en la que priman las reformas económicas liberales. En 2017, Macron ganó fagocitando gran parte de la base electoral socialista. Un quinquenio escorándose a la derecha le ha permitido ganar también a antiguos gaullistas. Con todo, el núcleo duro de apoyo al presidente no ha logrado expandirse más allá de una cuarta parte del electorado, como muestran sus resultados tanto en las primeras rondas presidenciales como en los sondeos de cara a las legislativas. Las victorias de Macron frente a Le Pen dependen de un voto prestado para cerrar el paso a la derecha radical. Encabezar un frente republicano ha funcionado en ambos ciclos electorales, pero la distancia recortada por el RN (33 puntos por detrás de Macron en 2017, 17 en 2022) muestra que no es una estrategia viable indefinidamente.
Le Pen y el Frente Nacional (rebautizado como Agrupación Nacional, RN) encabezan el bloque nacionalista. Su intento de coaligar a los “perdedores de la globalización” parece coherente cuando confronta con Macron. Pero como señalan Amable y Palombarini, existen diferencias difíciles de reconciliar entre las políticas económicas que satisfacen a los miembros de su coalición que provienen de los antiguos bloques de izquierda y derecha. Un ejemplo claro es la política de salarios. Los trabajadores manuales y precarios favorecen subidas del sueldo mínimo, pero no así los pequeños empresarios. Otro tanto sucede con el proteccionismo, que estos últimos ven con mejores ojos que los primeros. Estas limitaciones intentan camuflarse con un discurso económico ambiguo, que oscila entre la ortodoxia y los guiños obreristas, pero obstaculizan una victoria de RN.
Mélenchon y su Francia Insumisa (FI) encabezan el bloque de izquierda. El feudo de Mélenchon son jóvenes precarios, votantes urbanos y minorías étnicas y religiosas. Sirva como ejemplo Seine-Sant-Denis, en el histórico cinturón rojo de París, donde obtuvo un 49% del voto en la primera vuelta. Se trata de un département económicamente deprimido y uno de los que cuenta con mayor número de población inmigrante en Francia. Mélenchon también fue el candidato que obtuvo el mayor respaldo de franceses musulmanes en la primera ronda de las presidenciales. No obstante, se enfrenta a importantes obstáculos a la hora de ensamblar un gran bloque de izquierdas. El principal, desde la época de Mitterrand, es el proceso de integración europeo. Socialistas y ecologistas recelan del euroescepticismo de Mélenchon y sus llamadas a confrontar con Bruselas. Los populistas de izquierda, por su parte, ven la UE como sinónimo de políticas de austeridad. De cara a las elecciones legislativas, ha sido posible articular una alianza que aunaría al conjunto de la izquierda, la Nueva Unión Popular Ecologista y Social (NUPES).
Mélenchon ha explicado que acude a los comicios para obtener una victoria y convertirse en el primer ministro de Macron. Eso inauguraría a un periodo de cohabitación, con un jefe de Estado y de gobierno de colores políticos distintos. Su hipótesis parece poco viable, atendiendo a las encuestas. Puede coaligar a la izquierda como segunda fuerza política y mejorar los resultados de 2017, pero seguirán existiendo socialistas y ecologistas reacios a sumarse este frente común. La capacidad actual de tracción de Mélenchon se debe principalmente a los malos resultados cosechados por sus rivales progresistas en las presidenciales.
Lo revelador de la iniciativa no son tanto sus perspectivas de victoria, sino el clima político que la facilita. Aunque Mélenchon no ha abandonado su afición por emitir exabruptos sobre asuntos internacionales, en 2022 ha priorizado cuestiones económicas internas: criticar las subidas en la edad de jubilación, promover las del salario mínimo y tomar medidas para mitigar el cambio climático. Así, aparcar el euroescepticismo es una condición necesaria para obtener el apoyo de otras fuerzas progresistas, pero no suficiente para compatibilizar su agenda con la de Macron. La cuestión es que el actual presidente también ha cambiado. Llegó al poder prometiendo adelgazar al Estado y promover reformas business-friendly, pero se ha visto obligado a adoptar medidas económicas cada vez más intervencionistas para abordar primero el movimiento de los chalecos amarillos, después el impacto de la pandemia, y actualmente la guerra en Ucrania.
Queda por ver si este retorno del Estado es un fenómeno pasajero o si representa un nuevo paradigma en Francia y la UE. Parece claro que la respuesta europea ante la crisis del covid-19 –con un componente de activismo estatal más prolongado que en 2008, así como una mayor coordinación y solidaridad entre Estados miembros– ha permitido a las fuerzas de centro a aparcar su apuesta por las políticas de austeridad. También ha contribuido a desinflar los elementos más euroescépticos del discurso de la izquierda. Tanto un movimiento como otro hacen que la cohabitación –aunque muy improbable– no sea directamente inconcebible, como lo era en 2017.
Queda por ver si el siguiente quinquenio agrava las tendencias que siguen lastrando a Francia –y también al conjunto de la UE–. O si Macron rectifica, y un segundo mandato más social contribuye a reconducirlas. En cualquier caso, Francia ya ejemplifica cómo un cambio de paradigma en la gobernanza económica europea contribuye a reconfigurar la política nacional.
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