Opinión
Ética y evolución
Por Carlos París
-Actualizado a
Carlos París
Llega la triste noticia del fallecimiento del ilustre primatólogo Sabater Pi justamente en el mismo año en que se conmemora el bicentenario del nacimiento de Darwin. La importante obra del científico catalán se sitúa en la estela abierta por la revolución evolucionista, asentada con decisivo empuje a través de la teoría de la selección natural de Darwin y Wallace. Todo un movimiento intelectual que, tal como ocurre con las grandes transformaciones científicas, mas allá de su importancia decisiva en las aulas académicas, transcendiendo la comunidad científica, afectó profundamente a nuestra concepción de la realidad, en este caso a la comprensión de lo humano en su relación con la vida animal y la naturaleza, y no sólo conmociona viejas creencias, sino que plantea la necesidad de impulsar una nueva conciencia ética.
Darwin, aunque no se deben olvidar sus aportaciones a la conducta zoológica y humana, decisivamente había iluminado los orígenes del cuerpo humano. La concepción de las especies animales en aquella época se centraba en su anatomía y fisiología. Pero, a mediados del siglo XX, florecerá la investigación etológica, el estudio del comportamiento animal, en que destacó la figura de Konrad Lorenz. Y en este terreno se sitúa la importante contribución de Sabater Pi, con sus trabajos sobre el uso de los instrumentos en los chimpancés. El ser humano como Homo faber no representa ya una innovación que arranca de la nada, sino la culminación de un proceso iniciado en la vida animal.
A lo largo de la historia se ha tratado de definir al ser humano desde múltiples perspectivas, como Homo faber, según acabo de indicar, como animal que usa la palabra, en Aristótes, como Homo sapiens , como ser capaz de proyectar su vida, como viviente que trabaja y juega. Mas todas estas perspectivas quedan englobadas en la amplitud del concepto de cultura, tal como expongo en mi libro El animal cultural-Biología y cultura en la realidad humana. Y la cultura humana, como nuestra corporalidad, es una realidad que parte del proceso evolutivo, en el que nos aparece completando los recursos de la biología, de los determinismos genéticos y de las posibilidades de la anatomía. También las especies animales son capaces de aprendizaje individual y de transmisión de tales logros al grupo. O de aumentar sus posibilidades de acción mediante instrumentos que extienden la corporalidad y protagonizan conductas que modifican el medio, adaptándolo a sus necesidades. También llegan a desarrollar la comunicación mediante lenguajes que transcienden lo meramente innato. Si nuestra corporalidad es resultado de la evolución, también la misma realidad de la cultura, cuya poderosa expansión en la técnica, en el saber, en la libertad caracteriza a nuestra especie es el último y culminante peldaño de un largo itinerario.
¿Esta visión que nos emparenta con el mundo animal, que hunde nuestras raíces en el proceso de la evolución, representa una humillación de nuestro pretencioso orgullo? Tal cosa pensaba Freud respecto a la revolución copernicana que nos desplazaba del centro del universo y de la evolucionista que sitúa nuestros orígenes no un acto creador singular, sino en el seno de un universo en evolución. Y si recordamos el modo en que la modernidad se inició con el frenesí de un poder ilimitado sobre la naturaleza, pensada como enemiga dominable a través de la ciencia y la tecnología, hay que pensar no en una humillación, sino en la rectificación de un peligrosísimo error, de una fatal ilusión. Para Bacon había que “vencer” a la naturaleza. Obedeciéndola con las astucias del esclavo. Para Descartes era el hombre el “dueño y poseedor de la naturaleza”. Para Leonardo “Il dio della natura”. La naturaleza fue considerada como mero objeto de explotación. Una explotación que el capitalismo estableció sobre los seres humanos y sobre nuestro medio natural. Y cuyas consecuencias terribles hoy palpamos. Hemos desarrollado un enorme poderío tecnológico, mas este, irracionalmente dirigido por la voluntad de poder y lucro, se convierte en fuerza de destrucción de la humanidad y de la naturaleza. En amenaza de ecocidio bélico por el uso del arma nuclear, en amenaza de ecocidio industrial por una producción descontrolada,
Ya Marx vió al ser humano como “parte de la naturaleza” y a esta como “nuestro cuerpo inorgánico”. A la par que Engels repudiaba la imagen de la naturaleza como un territorio enemigo que hemos de conquistar...Y hoy día el movimiento ecológico, junto a pensadores como Jonas, impone una nueva conciencia ética, una relación simbiótica con el medio. En realidad necesitamos una radical transformación de nuestra civilización. En que la utopía tecnológica que vivimos se reoriente en una utopía social.
El ser humano ha sido desplazado de su reinado sobre la naturaleza. Pero para conseguir una función mucho más noble para convertirse en custodio de la naturaleza. Es lo que nos ensañaba ya el evolucionista Julian Huxley en su Evolución en acción. Heidegger hablaba retóricamente del ser humano como “pastor del ser”, más concretamente habría que propugnar la misión del ser humano como pastor de la naturaleza. Sabater Pi no recibió el reconocimiento de sus méritos por parte de las grandes instancias que gobiernan nuestra cultura. ¿No merecía el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias? Fue un hombre que se hizo a sí mismo en denonado esfuerzo. Pero el mejor homenaje que podemos rendir a su figura y su obra es luchar por el desarrollo de una civilización en que reine la armonía con la naturaleza y la solidaridad entre los humanos.
Carlos París es Presidente del Ateneo de Madrid. Filósofo y escritor.
Ilustración de Patrick Thomas
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