Opinión
Conmemoración en la encrucijada
Por Txema Urkijo
Ocupó diversas responsabilidades en el área de Paz, Convivencia y Derechos Humanos y Víctimas del Gobierno Vasco entre los años 2002 y 2014
-Actualizado a
La coincidencia en el tiempo del estreno de la película Maixabel, de Icíar Bollaín y la conmemoración del décimo aniversario de la declaración de cese definitivo de su actividad por parte de ETA, ha vuelto a poner de rabiosa actualidad mediática el “problema vasco”, arrumbado a un recóndito rincón en la memoria de los españoles, una vez que se acabaron los muertos y las amenazas.
Y utilizo deliberadamente la expresión “problema vasco” porque comparto plenamente la reflexión de Imanol Zubero en la que afirma que “cuando ETA desapareció, hace diez años, desapareció EL PROBLEMA VASCO (así, con mayúsculas) porque, en realidad, ETA era nuestro problema mayúsculo (…) ETA desapareció y todos los problemas mayúsculos que supuestamente justificaban su existencia se convirtieron en lo que realmente eran y siguen siendo, en problemas políticos con minúsculas, susceptibles de ser abordados como cualquier problema político: reflexionando con inteligencia, diagnosticando con acierto, proponiendo alternativas, convenciendo, acumulando fuerza democrática…”
Así, estos días, todos los medios vuelven sus páginas, sus cámaras y sus micrófonos hacia Euskadi, en busca del balance de esta década, rescatando del ostracismo protagonistas que lo fueron de aquellos tiempos oscuros y dramáticos.
Creo, de entrada, que Maixabel, la película, nos deja el sabor melancólico de lo que pudo haber sido y no fue. Alguien calificó con acierto el programa de encuentros restaurativos entre presos disidentes de ETA críticos con la violencia, y víctimas de esa misma organización, como la “salida ética” al problema de la violencia. Es verdad que fomentar la disidencia ética, política y estratégica en el seno del colectivo de presos pudo haber sido un gran acierto de la Vía Nanclares y Rubalcaba, su mentor, pero la inminencia del final y la promesa de una salida colectiva transmitida desde la organización truncó las posibilidades de encontrar más valientes que dieran un paso al frente en la disidencia.
Las cosas se hicieron finalmente adaptando al caso vasco pautas y modelos clásicos de resolución de conflictos, con visiones esencialmente pragmáticas que priorizaron la consecución del final. Eso sí, sin precios políticos y sin contrapartidas de ningún tipo, se pongan como se pongan algunos. Tan solo se permitió el atrezzo del final, que diluyó para algunos la imagen de una humillante rendición militar.
El 20-O constituyó un símbolo, más que un día especialmente memorable. La consciencia del final de ETA había permeado ya de tal manera al conjunto de la sociedad que el efecto emocional de una noticia tan esperada estaba muy descontado.
Afortunadamente, ya nadie discute que fuera el final. Algo hemos avanzado en estos diez años. Valorar el relato del final de la violencia es interpretar también las causas del proceso, su trayectoria, su eventual justificación y, por supuesto, cómo vaya a explicarse a las generaciones venideras. Por eso, diez años después, volvemos a reproducir la disputa sobre la etiología de aquel final, al igual que lo hicimos cuando el mismo se produjo.
En mi apreciación, fue proceso matizado y complejo en sus causas, donde el resultado final es fruto del conjunto de todas ellas. ETA desistió en su apuesta por la estrategia político-militar. Eso sí, no lo hizo de manera libre y voluntaria, sino condicionada por unas circunstancias que acercaban cada vez más el fracaso del proyecto político que defendía. La misma gente que les apoyó y legitimó durante años, así lo entendió y se lo demandó, configurando el paraguas que necesitaban para anunciar su final y posibilitando el trabajo de atrezzo con el que se vistió el acontecimiento.
Nadie debe dudar de que la efectividad de la acción policial, la colaboración internacional y el marco jurídico diseñado para el juego político fueron claves esenciales para forzar la decisión de ETA. El contexto de desprestigio internacional de la violencia política o religiosa favoreció el proceso. Y, por supuesto, el progresivo y mayoritario rechazo de la propia sociedad vasca a una actividad ética y políticamente intolerable, fue minando el factor de apoyo social, tan importante para una organización que se autocalificaba como vanguardia del pueblo.
¿Qué ha hecho la sociedad vasca en estos últimos diez años? Básicamente acostumbrase con rapidez a vivir tranquila. No desdeñemos el grado de paz y libertad existente ahora en Euskadi, pues no tiene parangón en muchas décadas y eso se ve y se palpa en las calles. Pero tampoco minimicemos la persistencia de discursos que aún justifican la violencia del pasado y no tienen pudor en manifestarlo públicamente ensalzando con júbilo a quienes recobran la libertad sin muestra alguna de contrición.
Una buena parte de la sociedad vasca vivió con sentimiento de ajenidad el problema de la violencia y no ha cambiado de actitud a la hora de afrontar la vida sin la organización terrorista. Demasiada indiferencia y demasiada ignorancia sobre lo sucedido, junto al riesgo inequívoco de un exceso de autocomplacencia acerca del papel desempeñado por la propia ciudadanía vasca en la reacción contra la violencia. Algunos abrazan el modelo gaullista de distorsión de la historia: Vichy fueron cuatro gatos; los franceses estaban todos en la resistance. Y, mire, no, que algunos tenemos memoria.
Euskadi se sitúa hoy en una encrucijada. Repetir el camino del olvido, ya recorrido en la transición española respecto a lo que supuso la dictadura de Franco, o apostar decididamente por políticas de memoria, basadas en los Derechos Humanos, que contribuyan a construir una convivencia más justa. Una memoria con sentido pedagógico que afiance en la sociedad el principio irrenunciable de la deslegitimación de la violencia, que afirme el sinsentido de la misma y del sufrimiento injusto por ella generado. Nunca debió suceder.
Forma parte también de esa encrucijada la exigencia de reflexión autocrítica. Una exigencia a quienes protagonizaron la violencia, pero también a quienes la justificaron y jalearon, a quienes vulneraron derechos humanos en la lucha contra el terrorismo, a quienes permanecieron en silencio e indiferentes ante todo esto…
Con frecuencia, olvidamos que contra ETA no todo lo que se hizo estuvo bien. Que hubo víctimas de vulneraciones de Derechos Humanos cometidos por agentes de las Fuerzas y Cuerpos de la Seguridad del Estado que tienen los mismos derechos que las de ETA. Verdad, Justicia y Reparación. Que el reconocimiento de su condición de tales es aún manifiestamente insuficiente. Y todo esto también forma parte del final de ETA.
No me atrevo a vaticinar cómo será la salida de esta encrucijada. Todo apunta a un futuro de claros y sombras, como casi siempre. Un amigo mío me dijo hace poco que él se conforma con que se desinflame definitivamente el sentimiento épico de la violencia entre quienes la jalearon. A lo mejor incluso eso es demasiado pedir. Mejor me dejo llevar por las palabras que leí este mismo domingo de Ramón Barea: “La imagen de este momento es el ramo de flores rojas con una blanca en el centro que aparece en Maixabel. Representa el futuro que tenemos que construir entre todos”.
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