Opinión
Bocadillos de tebeo

Por Carla Berrocal
Ilustradora y dibujante de cómics
-Actualizado a
Llevo las viñetas en la sangre, los bocadillos en los brazos, las páginas cerca del ombligo. A Corto Maltés en el pecho, a Lady Óscar en el hombro, a Queen Emeraldas en la mano izquierda. Ninguna parte de mí tiene sentido sin mis cómics. Soy una Frankestein de mis lecturas. Mi hobbie favorito es bucear durante horas en todocoleccion, en librerías de viejo, me pierde el olor de una página amarillenta llena de tramas. No recuerdo momento alguno mejor que aquél, que iba unido a la lectura de un cómic, el que fuera, en esas tardes de vuelta del colegio con un tiempo que movía las agujas del reloj de forma muy diferente al que viven los adultos. En ese espacio-tiempo me sumergía en las aventuras de distintos superhéroes, de galos sublevados, detectives ineptos, niñas resabiadas, guerreros rubios venidos del espacio o gángsters de poca monta. Todos cabían a las cinco, alimentando mi cabecita al olor del café de media tarde que se tomaba mi madre. Mientras, fuera de aquella fantasía, la pequeña Carla intentaba comprender quién era y por qué le gustaba tanto Jean Grey. Cuarenta y un años después, sigo buscándome, pero al menos tengo la certeza de que el cómic es un medio de infinitas posibilidades, al que no le hace falta la legitimación de los grandes museos, porque ya tiene el favor popular, lo lleva, de hecho, también, en su sangre.
En una página de cómic caben muchas historias. Siempre se lo digo a mis alumnas, se puede alargar un instante minúsculo y que ocupe quinientas páginas, o se puede contar la historia de la humanidad en tres viñetas, todo depende de nuestra intención, de lo que busquemos como autoras. Alan Moore, un tipo que me produce extrañas contradicciones pero al que admiro muchísimo, dice, como buen anarquista que es, que el cómic nació cuestionando el poder. Como ejemplo, cita en Chester Brown en las barricadas una de las primeras caricaturas políticas: un trabajador de la emperatriz egipcia Hatshepsut, harto de doblar el lomo, se garabatea a sí mismo dando por culo a la emperatriz. Proyecta su venganza simbólica a través de una imagen que grita a los cuatro vientos toda su indignación.
En mis clases también digo, aunque pueda darle un ictus a los académicos más conservadores, que incluso las pinturas rupestres podrían llamarse tebeos, porque en ellos se proyecta la caza, el deseo último de la tribu. Es decir, en el cómic habita la magia del relato. Vale, sí, el cómic es cómic cuando surgen los medios de comunicación de masas, pero la narración gráfica ha existido siempre. Mucho antes, incluso, que la escritura.
Hoy, 17 de marzo, los amantes del noveno arte celebramos la publicación de la primera revista TBO en 1917. Su nombre evoca a merienda y bocadillo, a tardes de pereza y chiste, aunque la gente acabó adoptándolo como sinónimo de historieta. Ahí trabajaron muchos de los más grandes autores de cómic de este país: Peyo, Escobar, Vázquez, Ibáñez o Bernet… por citar solo a unos pocos. Pero casi siempre se nos olvida mencionar a sus autoras: Isabel Bas Amat, Rosa Segura, Teresa María Pons, María Urda y María Ángeles Sabatés. Siempre se escuda todo en base a lo escaso de su aportación artística al medio. Pero ¿cómo se mide tal aportación?, ¿en base a logros?, ¿calidad?, ¿tiempo?, ¿una mezcla de todo? ¿Y en dónde deja eso a las mujeres en la historia? Quizás, para ello, habría que cambiar un poco la vara de medir y cuestionar el canon, ese canon que siempre nos excluye a nosotras.
Tal como han escrito Elisa McCausland y Diego Salgado en Viñetaria, las mujeres siempre estuvieron ahí, aportando al arte de la historieta. Me atrevería a decir que no sólo con su trabajo, también con sus pequeños gestos, con sus batallas cotidianas, aquellas que les hicieron romper los moldes en los que se encontraban. Escapar de aquello que dictaba lo que debían hacer, cómo debía ser, su forma de comportarse… condenándolas a no salir de las cuatro paredes de su casa. Porque, si ya era difícil que un hombre se dedicara al arte, imaginaos lo que suponía para una mujer… Salvo muy contadas excepciones, dedicarse a dibujar era considerado de mal gusto, bohemio e indecente. A pesar de todo, muchas de ellas se resistieron a su destino. Motivadas por la pulsión incontrolable del dibujo, consiguieron dedicarse a las viñetas con el apoyo de sus maridos. A las otras, a las que su marido decidió por ellas, después del enlace acabaron abandonando la profesión, condenando con ello sus aportaciones a la puerta trasera de nuestra historia, a que sus dibujos durmieran en cajones, a que sus nombres acumularan polvo. Así que... lo mismo toca replantearse el canon, o romperlo, no sé. Incluirlas a ellas sería un acto de justicia y reparación necesario para que el mundo del cómic empiece a ser un espacio igualitario.
Mucho ha cambiado desde aquel 17 de Marzo de 1917, sobre todo porque somos muchas las mujeres las que nos hemos empeñado en perfilar viñetas, marcar rostros, entintar, colorear y contar nuestras propias historietas. Ya no nos callan, por mucho que algunos quieran, porque hemos comprendido que, para avanzar, debemos relatarnos, pelear nuestros derechos, recuperar a nuestras grandes señoras. Las autoras de cómic hemos pasado de ese silencio obligado al reencuentro y la sororidad; no en vano, en 2013 comienza su andadura la primera organización de autoras de la industria: el Colectivo de Autoras de Cómic, desde el que llevamos doce años trabajando por la visibilización, recuperación de las historietas hechas por mujeres y la gestación de un espacio propio donde hacer comunidad. Encontrarnos ha sido mágico, pero también un acto político que busca una igualdad real, sistémica y estructural de la industria.
Y me temo que aún hay mucho por hacer, por reivindicar. Hace poco veía los estupendos documentales que hicieron en RTVE durante los dosmiles sobre Humoristas gráficos y dibujantes de historietas y daba mucha pena comprobar que muchos de los grandes nombres del cómic pop de nuestro país tenían pensiones miserables, vidas precarias y falta de reconocimiento institucional y social. De nada sirve tener un día del cómic si muchas y muchos de nuestros profesionales no pueden vivir en unas condiciones económicas justas, darse de baja por enfermedad, cubrir una baja maternal o retirarse con dignidad. El tablero sigue en manos de los editores, y las instituciones, además de poner un día de celebración, deben comprometerse más con sus principales protagonistas: los y las creadoras.
En estos tiempos de Inteligencia Artificial, de gymbros y señores tecnofeudales que parecen villanos sacados de Spiderman, leer tebeos se ha convertido en un acto político. Leer es rebelarse a la perdición del slide, es poner en marcha la cabeza. Leer la poesía de Montse Clavé y Mari Chordá, la desidia y crítica mordaz de Chantal Montpellier, el feminismo iniciático de Emma de Trini Tinturé, la reivindicación de nuestras mayores de Ana Penyas en Estamos todas bien, cuestionar la realidad con Planeta de Ana Oncina, o los misterios cotidianos que habitan las páginas de Laura Pérez, es entender que la revolución está más cerca de lo analógico, de pasar una página, de leer a una autora, cerrar un tebeo y pensar: yo también estoy ahí.
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