Opinión
20.000 especies de abejas después de la Ley Trans
Por Octavio Salazar Benítez
Como dice mi paisana, la sabia Remedios Zafra, necesitamos pensar despacio. Pensar y escuchar. Conversar. Nos iría mucho mejor, en lo personal y en lo político, si fuéramos capaces de abandonar el ring, abrir las ventanas y ser capaces de asumir, y por lo tanto aprehender, que los otros, las otras, y también por qué no les otres, son cuerpos vivos, con sus heridas y sus angustias, con sus preguntas y su memoria. De la misma manera que cada uno de nosotros es un ser que se va haciendo, viviéndose y pensándose, mirándose y reconociéndose. Siempre en ese complejo equilibrio que supone transitar entre lo real y lo imaginario, reconociendo que la imaginación forma parte de lo que somos. Sin ella, como sin utopía, es imposible el futuro. Como imposible sería sin ese hilo, que tanto se parece a la fe, habitar la subjetividad nómada y permanentemente creativa que nos hará al fin autónomas pero con vínculos.
Después de una larguísima temporada en que la controvertida "Ley trans" ha generado tanta tensión, y ha revelado que el odio no es patrimonio de quienes pensamos que están en nuestras antípodas ideológicas, después de tantos y tantos meses en que las redes han escupido dolor y las sacerdotisas han lanzado sus dogmas como rayos contra el que simplemente se atrevía a abrazar una duda, es un ejercicio de sanación ver una película como 20.000 especies de abejas. La primera película de Estibaliz Urresola Solaguren, que entronca con esa genealogía que nos lleva a Erice, a algún Saura, y desde ellos a las más recientes Carla Simón o Alauda Ruiz de Azúa, nos muestra la historia de un chico de 8 años que no se reconoce en la identidad que le ha marcado desde que nació con un pene entre las piernas. Sin necesidad de grandes subrayados, ni de discursos efectistas, la película nos permite entender y ponerle cuerpo a la dolorosa realidad que supone sentirte fuera del tablero, en lucha permanente contra el espejo y contra tus laberintos interiores, como me imagino que deben sentirse los refugiados cuando andan por el mundo sin derecho que les ampare. Los parias, los invisibles, los excluidos, los humillados. Como lo son esos cuerpos que por impugnar el sistema sexo/género, como cualquier otro que se desplaza de lo normativo, son disciplinados y controlados. Por las religiones, por la medicina, por el Estado, por el derecho. Por las miradas de quienes tienen miedo a perder las referencias. Quienes parecen encantados alzando muros y trazando fronteras.
Asistimos al verano en que Aitor va superando los barrotes que le hacen estar en continuo enfado con el mundo y consigo mismo. Ese verano en el que, en una comunidad de afectos básicamente femenina, y en la que los hombres están ausentes o felizmente olvidados, consigue mirarse en varios espejos que le muestran el camino, aunque de diferente manera. El de la abuela tradicional y de reglas estrictas, la religiosa y devota, la que ante las evidencias siempre prefirió mirar a otro lado. El de la madre, que vive un momento de crisis y que no sabe bien cómo convertir en experiencia amorosa la complejidad que descubre en su hijo. El de la amiga con la que intercambia un bañador y con la que es posible hablar sin censuras de los otros cuerpos. Y, sobre todo, el de la tía abuela que lo acompaña y que, en una especie de ritual que los conecta con la naturaleza, le hace descubrir la belleza de la multiplicidad, la importancia de lo singular pero también de los vínculos, la necesidad de cuidarse y cuidarnos y, al fin, la fe en quienes nos enseñan el no siempre fácil trayecto que representa ser fiel a una misma. Casi una religión alternativa en la que los santos y las santas son arrojados a los ríos y sustituidos por el vuelo fértil de las abejas que nos dan miel con sabor a muchas flores. Un mundo de mujeres, rural y cerrado, pequeño pero al mismo tiempo inmenso, en el que vemos cómo se tejen y se desteje ese mundo relacional, que como bien nos ha explicado Almudena Hernando, tan extraño todavía nos resulta a los hombres.
Con unas actrices que dan hondura y verdad al relato -esa madre de mirada prodigiosa que encarna Patricia López Arnáiz, o las rotundas y auténticas Ane Gabarain e Itziar Lazkano- , y sobre todo gracias a la prodigiosa interpretación de Sofía Otero, justamente reconocida en Berlín, la película nos permite poner en marcha eso que la historiadora Lynn Hunt llama "empatía imaginada". Es decir, la capacidad del cine para ponernos en la piel de otro -en este caso, en la de Aitor/Cocó/Lucía- y, en esa especie de ritual laico, entender sus furias y sus silencios, sus ansias y sus cárceles. Nada mejor que ver una película como 20.000 especies de abejas para ir aprendiendo, aunque nos cueste, que los esquemas no son tan fáciles como nos los pintaron, que estamos en un momento histórico en que al fin vemos como se tambalean los binarios, que dar el paso de reclamar un nombre propio y una identificación elegida es solo el primero para que estallen los paradigmas que todavía hoy se empeñan en decirnos que hay cuerpos equivocados. Un relato que, además, debería servirnos para entender de una vez por todas que es humillante convertir los debates en un pulso de esos que tanto me recuerdan a los duelos de caballeros. Que cuando hay cuerpos y vidas de por medio deberíamos, como mínimo, pensar despacio y escuchar. Que estamos ante una realidad no nueva, pero sí recientemente alumbrada, que es tan diversa y plural como los sabores que hallamos en la miel que requiere tanto trabajo compartido. Que no estamos sino planteando el reto de construir los sujetos fuera de los moldes, de los trazos gruesos de quien dicta la ley, de las opciones siempre limitadas de quien pretende convertir lo biológico en un corsé que intenta sujetar, sin éxito, la frondosidad de las emociones, del cuerpo y de la imaginación. Para Aitor, el protagonista de la película, es tremendamente importante poder ser llamado y reconocido como Lucía, la santa que le descubre su abuela. Escuchar, atender y cuidar esa realidad es responsabilidad de cualquiera que se diga demócrata y amoroso. En un mundo en el que al fin empieza a desestabilizarse, no sin vértigos, el suelo que durante siglos pensamos inamovible. Camino a, ojalá, un espacio y un tiempo en el que libres al fin, andróginos y sin casillas de salida ni de llegada, podamos llamarnos, reconocernos y habitarnos cada cual en su hermosa singularidad.
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