Opinión
Reventando las costuras del sistema
Periodista y escritora
-Actualizado a
A ver, que yo lo entienda. O sea, que miles de mujeres nos ponemos a relatar nuestras vidas y resulta que lo que importa no es lo que contamos sino "el método". Lo que importa no es el contenido sino la herramienta. ¡Venga ya! Es más, lo que les importa es cómo podría esto afectar a los hombres. Y punto.
El problema es que, mira tú qué casualidad, a la primera que hemos podido narrarnos hemos empezado por la violencia machista, y más concretamente por la violencia sexual, que está en el centro mismo de la construcción del patriarcado violento, es su eje y sus cimientos. Nada se comprende, ninguna opresión sin pasar por la violencia sexual y la doma que supone. De ahí su rechazo frontal. Y de ahí, también, nuestro relato. Porque si nos hubiéramos dedicado a compartir recetas de cocina, trucos de maquillaje o patrones de moda, nadie habría cuestionado "el método" ni la herramienta. Pero da la casualidad de que lo que narramos evidencia comportamientos violentos habituales por parte de la población masculina. Habituales.
Pero no lo hemos elegido para hacerles la vida imposible a los varones —qué frivolidad, qué fatuos son—, sino porque se trata de la experiencia principal en nuestras vidas, la más transformadora en el peor sentido de la palabra, la experiencia más crítica y brutal por la que pasamos. La violencia sexual es la práctica habitual que marca nuestras vidas, modifica nuestros comportamientos, nos educa y nos convierte, a la vez, en cauce de sometimiento, un sometimiento cuyo aprendizaje pasa de madres a hijas.
Esa y no otra es la razón por la que, en este primer relato común, en esta primera memoria colectiva de las mujeres —primera en toda la historia, con un archivo de millones de relatos, en nuestras propias palabras y en condiciones de autonomía—, hemos elegido, de forma casi espontánea, como una necesidad vital, exponer la violencia sexual. Relatarla. Hay que ser fatuo, ególatra, vanidoso y bobo, miserable incluso, para pensar que millones de mujeres nos ponemos a narrar nuestras vidas para fastidiar al José Luis de turno, a los Carlos, Plácidos, Armandos o Íñigos de turno. Son nadie. Son solo insectos en el ecosistema del horror, nuestro horror. Y, sin embargo, es a ellos a quienes colocan en el centro. No los testimonios de las mujeres, sino el “lugar” en el que quedan los hombres.
Me parece imprescindible preguntarnos por qué no están mirando lo que las mujeres cuentan, por qué no nos están escuchando. Por qué, en lugar de eso, se pierden en disquisiciones sobre la metodología y las consecuencias. Hemos acabado por componer un espejo en el que no quieren —quizás no pueden— mirarse. Una construcción que pone patas arriba, revienta todo un sistema construido sobre el silencio de las mujeres, que confiaba en que ese silencio sería eterno. Entre otras cosas, porque estaba impuesto de forma violenta, económica y sistémicamente.
Como párvulos gritan que denunciemos en las comisarías y los juzgados, sin ser conscientes de que, si lo hiciéramos, el sistema colapsaría. ¿Por qué? Pues sencillamente porque al relatar lo que vivimos, al elaborar una memoria colectiva, estamos reventando las costuras de un sistema judicial, económico, cultural y represivo —llámalo patriarcado— basado en la certeza de que continuaríamos en silencio eternamente. De ahí su miedo. De ahí sus ataques. De ahí lo desestabilizador de todo esto que está sucediendo. De ahí, en fin, que no quieran ni asomar la nariz a lo que estamos narrando.
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