Opinión
¿Gafas de colores contra la dislexia?
Por Yuri
...y contra el autismo, y contra la hiperactividad, y contra el mal comportamiento,
y contra las dificultades escolares, y contra las migrañas, y contra... ¿suena a charlatanería, quizás?
Como sé que con este post me juego una denuncia de esas de taparte la boca, ahí va el disclaimer o apercibimiento legal: este artículo elabora sobre las lentes oftálmicas, láminas y gafas de colores ofrecidas al público por determinadas marcas y profesionales con el supuesto propósito de solucionar una diversidad de problemas de lectura, aprendizaje y comportamiento infantil; y lo hace a partir de lo expuesto en la declaración clínica conjunta de la Academia Estadounidense de Pediatría, la Academia Estadounidense de Oftalmología, la Asociación Estadounidense de Oftalmología Pediátrica y Estrabismo y la Asociación Estadounidense de Ortoptistas Certificados cuyo resumen ("abstract"), una vez traducido al castellano, dice así:
–Learning Disabilities, Dyslexia, and Vision. En Pediatrics (Revista oficial de la American Academy of Pediatrics) 2009;124;837-844; Declaración clínica conjunta de la American Academy of Pediatrics, Council of Children with Disabilities; American Academy of Ophthalmology; American Association for Pediatric Ophthalmology and Strabismus; American Association of Certified Orthoptists. DOI: 10.1542/peds.2009-1445. Copyright © 2009 by the American Academy of Pediatrics. Texto completo en PDF.
Este artículo, por tanto, parte de esta información y se sustenta en ella de buena fe para informar al público sobre estos productos y expresar la opinión personal del autor al respecto, sin presunción de formación médica o análoga. Dicho queda.
¿De qué va esto?
Pues va de que hoy estoy cabreado. Francamente cabreado. Y además, te lo voy a contar. Verás. Tengo una amiga muy querida con una hija de ocho años (no, no es hija mía). Esta niña es una cría muy inteligente y salada, que a mí me cae muy bien, aunque debo matizar que a mí me van las experiencias fuertes; porque la chiquilla en cuestión tiene su carácter, es un terremoto que no para quieta y algunos adultos no acaban de saber cómo manejarse con ella. Adicionalmente, la niña presenta diversos problemas de aprendizaje y entre ellos algunos bastante inespecíficos vinculados con la lectura. Existe alguna posibilidad de que se trate de dislexia o algún trastorno relacionado, aunque también es fácil que se derive tan solo de sus problemas de concentración por ser –simplemente– un puro nervio. Se estaba considerando la posibilidad de llevarla a algún profesional para una evaluación más detallada.
Hasta aquí, lo normal con un crío movido que puede tener, o no, un problema de aprendizaje. Entonces, desde hace un par de semanas, mi amiga se ha visto en el centro de una auténtica campaña para que le compre unas ciertas gafas de colores. "¿Gafas de colores?", te preguntarás, como se preguntó ella. "¿Qué demonios tendrán que ver unas gafas de colores con un potencial trastorno neurocognitivo complejo como la dislexia o similar?" Pues sí, sí, gafas de colores: según sus proponentes, son poco menos que la panacea universal y la solución de todos los problemas para la niña y para la madre. Bueno, o casi todos. ¿Su precio? Unos seiscientos o setecientos euros de nada. Hay trabajadores que no ganan ese dinero en un mes.
A mi amiga –una persona también inteligente y hasta cierto punto escéptica, perteneciente a una familia para la que esas cifras representan un esfuerzo económico significativo– el asunto le huele a chamusquina. Consulta con su óptica habitual, con otra que le pilla cerca de casa, con un médico y con un par de amistades que trabajan en el sector. Todos le dicen que es lo mejor que se ha inventado desde la sopa de ajo. Aún desconfiando, le pide a su hermano –persona de mejor formación– que le haga el favor de mirar a ver de qué va eso. Su hermano pregunta en varias ópticas, consulta en Internet, incluso visita una organización local de profesionales de la visión. Todos insisten en que se trata de una maravillosa novedad que le arreglará a su hija la (no diagnosticada) dislexia y lo que sea menester. Avalada por Sanidad y por todos los médicos y no sé cuántas cosas más. Científicamente verificada. ¡Y hasta ha salido en la tele y en los periódicos!
Pero a ella, pelín cabezona a fuer de racional, el tema le sigue sonando raro. Así que, casi in extremis y bajo una fuerte presión social, llama a un fulano que conoce y que le merece cierto crédito personal en estas materias relacionadas con la cosa científica: vuestro seguro servidor, el tío Yuri. El tío Yuri, que es la primera vez que oye hablar del asunto en su vida, parpadea con algún escepticismo y dice aquello de "dame un rato, que voy a echar un vistazo por ahí". El asunto, claro, apesta a charlatanería por los cuatro costados; pero, habiendo tantas garantías profesionales y presuntamente científicas, sin duda es materia a manejar con precaución y mente abierta. Eso sí, como se dice de viejo, no tan abierta que se te vaya a caer el cerebro. Que luego es una guarrada de recoger, y todo eso.
Cuentas de colores curalotodo.
En el primer vistazo, me encuentro con lo mismo que el hermano de mi amiga: toda clase de garantías, páginas enteras de testimonios favorables, estudios supuestamente científicos avalando el producto y hasta famosetes de medio pelo promocionándolo en las páginas web de los respectivos distribuidores. Todo ello, con un tufo a campaña de marketing de primera para vender un producto milagrero; lo cual, obviamente, no hace más que aumentar mis dudas. ¿Has visto alguna vez a famosetes promocionando un fármaco contra el cáncer, por poner un ejemplo? Y lo de los estudios científicos, así a pelo, qué quieres que te diga: a estas alturas, uno ya ha visto unos cuantos convenientemente cocinados por la industria correspondiente. Así pues, me dedico a husmear con mayor profundidad.
El primer progreso se produce cuando logro descubrir el nombre original del producto: se trata de los filtros o lentes Irlen. En España se comercializan, por ejemplo, otras lentes de colores análogas bajo la marca Chromagen. Resulta que el invento, como novedad, no es gran cosa: data de al menos 1980 y sus orígenes, de los inicios del siglo XX. Además, desde el principio, se promocionó a través de los medios de comunicación de masas más que mediante los canales científicos habituales: demostraciones de eficacia en televisión y toda la pesca. Mi particular medidor de charlatanería comienza a vibrar seriamente.
El segundo descubrimiento, ya más preocupante, es que la lógica detrás de la lentes coloreadas en cuestión obedece al diagnóstico de una supuesta enfermedad no aceptada por la comunidad científica: el llamado Síndrome de Sensibilidad Escotópica, descubierto por un profesor neozelandés y una psicóloga o algo parecido norteamericana. De nuevo, este presunto síndrome y su solución –los cristales coloreados de marras, ¡qué conveniente!– ha sido popularizado en los países de habla inglesa mediante best-sellers y cosas por el estilo... pero no encuentro nada ni parecido a una validación científica metodológicamente admisible.
Con estos datos en la mano y el detector de charlatanes cantando ya por bulerías, renuncio a seguir abriéndome paso entre el barullo para todos los públicos –¿cuántas páginas de testimonios favorables se pueden llegar a escribir?– y me voy directamente a las fuentes de literatura científica seria. Ya que la cosa parece provenir del mundo anglosajón entro en PubMed, el portal de artículos biomédicos científicos de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos, organismo público federal de los Institutos Nacionales de Salud. Una breve búsqueda comienza a producir resultados rápidamente. La primera, en la frente; un viejo artículo de 1991 ya nos advierte lo siguiente en su abstract:
–En Ophtalmic and Physiological Optics (Revista del Colegio de Ópticos del Reino Unido), julio 1991; 11(3):206-17: Lentes tintadas y terapias relacionadas en los problemas de aprendizaje - una revisión. Autores: Evans BJ, Drasdo N.; Departamento de Ciencias de la Visión, Universidad de Aston, Birmingham, Reino Unido.
Ups. Bueno, es un artículo antiguo, ¿eh? ¡Casi veinte años! Vamos, vamos, si hay tanta gente profesional recomendándolo, no puede ser tan malo. A ver, sigamos buscando...
–En Optometry - Revista de la Asociación Estadounidense de Optometristas (octubre 2001;72(10):627-33).
–Archivos de Oftalmología, volumen 111, febrero de 1993, pp. 213-218; ¿Las lentes tintadas mejoran la capacidad lectora de los niños disléxicos?, por Sheryl J. Menacker (médica); Michael E. Breton (doctor en medicina); Mary L. Breton; Jerilynn Radcliffe, (doctora en medicina); Glen A. Gole, (médico). División de Oftalmología, Hospital Infantil de Philadelphia (Pennsylvania).
A estas alturas, claro, mi medidor de charlatanería y productos milagreros ya berrea cual contador Geiger en Chernóbyl. Y mi cabreo va en aumento al mismo ritmo. Comienzo a pensar seriamente que alguien le quiere tangar a mi amiga una pasta que sólo se puede permitir con un gran esfuerzo, en nombre de la salud y la educación de su hija, mediante un vil cuento chino con todos los parabienes médicos, ópticos y mediáticos de su entorno habitual más los testimonios habituales en todas las páginas web, revistas y demás. No es de esperar que una madre de familia que no habla inglés y trabaja de sol a sol para sacar adelante a su chiquilla tire horas en el PubMed buscando información científica de alto nivel: tiene que fiarse de lo que le dicen las autoridades de su alrededor. Y resulta que las susodichas autoridades, al parecer, no tienen ni puñetera idea de lo que están hablando; si es que no le están ocultando información para impedirle saber que estas gafas de colores constituyen, como poco, un método terapéutico controvertido y con muy dudosos avales científicos. Eso sí, para hacerle las pruebas colorimétricas a la niña e informarle sobre la pasta que le van a costar las lentes y sus opciones de pago están rápidos y diligentes como el rayo.
Para rayo, el que me está saliendo a mí encima de la cocorota junto a una nubecita negra. Porque, entonces, observo que varios de estos artículos que he obtenido en el PubMed hacen referencia a una cierta declaración clínica conjunta de las principales entidades científicas de los Estados Unidos competentes en la materia con respecto a estas gafas de colores. Mediante una rápida búsqueda, me encuentro el texto citado al principio de este artículo, con fecha de 2009. Resulta que la Academia Estadounidense de Pediatría, la Academia Estadounidense de Oftalmología, la Asociación Estadounidense de Oftalmología Pediátrica y Estrabismo y la Asociación Estadounidense de Ortoptistas Certificados... ¡llevan advirtiendo desde al menos 1993 que la efectividad terapéutica de las gafas de colores es, en el mejor de los casos, una conjetura sin validar científicamente! Recordemos:
–Learning Disabilities, Dyslexia, and Vision. En Pediatrics (Revista oficial de la American Academy of Pediatrics) 2009;124;837-844; Declaración clínica conjunta de la American Academy of Pediatrics, Council of Children with Disabilities; American Academy of Ophthalmology; American Association for Pediatric Ophthalmology and Strabismus; American Association of Certified Orthoptists. DOI: 10.1542/peds.2009-1445. Copyright © 2009 by the American Academy of Pediatrics. Texto completo en PDF.
Uno puede entender, con algún esfuerzo, que hasta al mejor profesional se le pasen por alto unos oscuros artículos publicados en la literatura extranjera. Lo que no tiene ningún sentido es que ignoren declaraciones conjuntas de las principales entidades científicas en su especialidad, repetidas y publicadas insistentemente a lo largo de casi dos décadas, garantizando a un público indefenso la eficacia de un supuesto tratamiento no avalado y no recomendado por estas instituciones. Es como si un electricista doméstico ignorara el Reglamento Electrotécnico de Baja Tensión o un ingeniero atómico desconociese la normativa internacional sobre seguridad nuclear, recomendando a sus clientes en su lugar prácticas sugeridas por una empresa con intereses en el sector (bueno... ejem...).
Aún hay más: el mecanismo de acción y la naturaleza específica del producto son esencialmente desconocidos. En ningún lugar se explica de qué manera estas lentes o filtros hacen lo que se supone que hacen (no de manera verificable científicamente, vaya), ni tampoco por qué tienen que ser esas específicamente y no cualquier otro cacho de cristal coloreado (en algún sitio hablan de la supresión de las frecuencias lumínicas perniciosas, pero de nuevo la utilidad de esto está sin validar). En suma: todo lo que rodea a estos cristales de colores parece estar sistemáticamente orientado a la venta de un producto determinado –las gafas, filtros y láminas en cuestión– en vez de al progreso de la ciencia, la medicina, la oftalmología, la óptica o el bienestar público en general. Algo muy característico de la charlatanería.
La respuesta de los (verdaderos) científicos.
Empiezo a preguntar por ahí, a amigos y conocidos de varias ciudades. Resulta que el caso de mi amiga no es excepcional ni mucho menos. Las gafas de colores se están vendiendo en un número de comercios y consultas oftalmológicas y ópticas como método terapéutico útil contra la dislexia, la hiperactividad y diversos trastornos del aprendizaje y el comportamiento. Algunos se asombran ante mi pregunta: ¿acaso no lo he visto en la tele, en la prensa? (Bien, la verdad es que no...)
Resulta obvio que ha llegado la hora de saltar del mundo virtual (aunque sea referenciado y perfectamente científico) al mundo real. El asunto parece lo bastante grave como para consultar directamente a los máximos representantes de ópticos y oftalmólogos en España, así que el martes antepasado (28 de septiembre) envié una serie de correos electrónicos al Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España, al Colegio Nacional de Ópticos-Optometristas de España y al Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid, así como al Colegio de Ópticos Optometristas de la Comunitat Valenciana y el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Valencia (ciudad donde resido actualmente). En ellos, les informaba del resultado de esta pequeña investigación y les prevenía que este post iba a ser muy crítico contra algunos de sus colegiados, invitándoles a realizar cualquier aclaración que considerasen oportuna. Si quieres ver uno de los mensajes enviados, amplía la imagen de la derecha; todos fueron muy parecidos a ese.
La reacción de la mayor parte de estas instituciones fue muy amable y cooperadora. De manera particular, el Colegio de Ópticos-Optometristas de la Comunitat Valenciana me sugiere que me ponga en contacto con dos personas: la doctora Rosa María Borrás, profesora titular de óptica y optometría en la Universitat Politècnica de Catalunya; y el doctor Joaquín Vidal López, óptico-optometrista y psicólogo, profesor en la Universitat Oberta de Catalunya, autor de la tesis doctoral "Estudio de los factores que intervienen en los efectos de las lentes coloreadas sobre la velocidad lectora: análisis de tres modelos teóricos explicativos" (2007).
Me pongo a leer la tesis del Dr. Vidal y llamo por teléfono a la Dra. Borrás. Rosa Borrás resulta ser una profesora de lo más afable y accesible; una de esas personas que saben tanto sobre su especialidad que cada una de sus frases constituye un verdadero compendio de conocimientos a diseccionar y analizar con calma. Al final de la conversación, me da pena colgar el teléfono: podría haber seguido aprendiendo de sus palabras mucho más. En el tema que nos ocupa, confirma mis sospechas: la eficacia de las gafas de colores para el tratamiento de trastornos neurocognitivos complejos como la dislexia permanece sin demostrar y es inexistente con toda probabilidad. Lo que ocurre, me dice, es que pueden aumentar el confort visual para algunas personas –disléxicas o no– a las que la proximidad de líneas de color negro sobre un fondo blanco resultan molestas o confusas. Como resultado, también existe la posibilidad de reducir algunos dolores de cabeza y migrañas relacionados con estas molestias; todo lo cual puede provocar efectos en los estudios por resonancia magnética funcional e inducir un efecto placebo al usuario. Pero, en sus propias palabras, "un vidrio óptico no puede hacer otra cosa que esto. Otro tipo de virtud no tiene. Ni va leer mejor, ni nada. Los problemas de comprensión y lectura van a quedarse igual."
Mientras tanto, desde el Colegio Nacional de Ópticos-Optometristas de España (donde, por cierto, dentro de tanta amabilidad como me he encontrado mientras investigaba este post fueron especialmente agradables) me hacen llegar copia de un artículo publicado en su revista oficial, la Gaceta Óptica, firmado por el mismo Dr. Vidal y donde puede leerse lo siguiente:
"Por lo tanto, los filtros coloreados utilizados en el presente trabajo no parecían ser un método eficaz para tratar los problemas de lectura porque propiciaban la aparición del efecto placebo y, al no estar demostrada su eficacia como tratamiento, se debería desaconsejar a los pacientes porque se desperdicia tiempo y recursos económicos que podrían ser empleados en intervenciones que hayan demostrado su eficacia."
O sea, que no era un problema de que la gente tenga dificultades con el inglés y las publicaciones extranjeras. La misma conclusión a la que llegaron las instituciones norteamericanas detalladas más arriba estaba disponible en la Gaceta Óptica desde marzo de 2008 como mínimo.
He consultado con más personas expertas en óptica y oftalmología pediátricas durante la elaboración de este post. Ninguna de todas ellas defendió que las gafas de colores pudieran ser de alguna utilidad en el tratamiento de los problemas de lectura, aprendizaje o comportamiento infantil con base neurológica, psiquiátrica, psicológica o neurocognitiva. Antes bien al contrario, me encontré con algunas opiniones fuertes sobre las mismas, que se me permite citar sin desvelar quién lo dijo. Preguntada una de estas fuentes deseosas de mantener el anonimato sobre la supuesta especificidad de estos cristales que justificara su elevado precio, respondió: "Ellos [los fabricantes] dicen que es porque retienen unas frecuencias muy específicas, pero esto ni está demostrado ni sirve para nada [en los trastornos del aprendizaje]. Además, el efecto sobre la retina variaría incontrolablemente según las condiciones de iluminación. Ni siquiera llevan antirreflejos, polarización ni nada parecido. No hay ninguna diferencia con un cristal óptico normal." Otra concluyó, simplemente: "qué retengan frecuencias ni qué niño muerto... cobrarle a la gente cientos de euros por unos vidrios tintados no se justifica de ninguna manera."
Reconozco públicamente que me esperaba algún tipo de defensa corporativista, intentos de marear la perdiz o introducir confusión o al menos disculpar o justificar el asunto. No ocurrió nada de todo esto. Nadie me hizo la menor sugerencia sobre lo que debía escribir o dejar de escribir. Antes bien al contrario: todo el mundo fue claro, directo y cooperador. A lo más que llegó una persona fue a pedirme "cariño" con aquellos compañeros que pudieran estar en un error de buena fe; petición que me parece de lo más justa. Por haber pensado lo que pensé, pido disculpas de manera igualmente pública: lección aprendida.
¿Cómo es esto posible?
El problema no es tanto si las gafitas de marras sirven para algo por encima del efecto placebo, o no, o todo lo contrario. En principio, si están bien hechas, resultan inocuas para la vista: a nadie se le van a estropear los ojos por llevar unas gafas de colores de mediana calidad. El problema es que, confiados en este método, muchas familias pueden dejar de tratar problemas neurocognitivos o conductuales verdaderos en sus hijos: una consecuencia perversa típica de las pseudociencias. Y que valen una pasta porque se les suponen unas propiedades terapéuticas especiales garantizadas por profesionales, autoridades y medios de comunicación cuya eficacia permanece sin demostrar. Seiscientos o setecientos euros por unas lentes coloreadas de eficacia probablemente nula como tratamiento médico constituyen una cifra abultada y abusiva; las garantías de funcionamiento sin validación científica independiente lo convierten en una simple estafa aunque fuesen la panacea que prometen ser, puesto que esta garantía es engañosa, inexistente y orientada a inducir error en el comprador para sacarle los cuartos.
Cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno.
En realidad, no es que todos estos profesionales, medios y autoridades varias que han apoyado o propuesto el uso de las gafas de colores como método terapéutico sean unos estafadores. La mayoría –estoy convencido– actúan de buena fe, por lo que cabría hablar más de desidia y dejación de responsabilidades (la responsabilidad de estar correctamente informado y actualizado para informar y tratar adecuadamente al paciente, ciudadano o cliente). Lo que ha pasado, simplemente, es que alguien se ha asegurado de que los estudios favorables fueran traducidos, publicados y difundidos entre los profesionales y el público; mientras que los discrepantes, al no tener a nadie especialmente interesado en fomentarlos detrás, han permanecido en la oscuridad pese a ser claramente mayoritarios, metodológicamente correctos y adecuadamente validados.
Este es un problema común cuando hay una industria y unos intereses empresariales detrás de una proposición pretendidamente científica. Por ejemplo: durante décadas, numerosas empresas tabaqueras pagaron, difundieron y publicitaron hasta el más irrelevante estudio que pareciera decir que fumar no era tan malo para la salud. También durante décadas, varias compañías de hidrocarburos hicieron lo propio con el plomo en la gasolina, y al menos hasta hace poco algunas lo hacían para negar el calentamiento global, apelando siempre a la ignorancia científica de un público desinformado y crédulo al que además hacen creer justo, sabio, mejor informado que sus congéneres y hasta heroico por resistirse a la conspiración estatal-cientista. A veces llegaron a utilizar a las mismas personas sin vergüenza alguna, como Frederick Seitz, negacionista profesional de la relación tabaco-cáncer, de la CFC-capa de ozono y finalmente del cambio climático antropogénico, siempre por cuenta de grandes corporaciones. Un libro imprescindible en ese sentido es Merchants of Doubt (Bloomsbury, 2010; ISBN 978-1-59691-610-4). Habiendo pasta detrás, siempre hay alguien dispuesto a publicar cualquier cosa.
En la medicina, y sobre todo en los servicios médicos populares, esto también ocurre. Y no poco. Es relativamente complicado colocarle a un ministerio de Sanidad un medicamento sin suficientes avales científicos, pero no lo es tanto desarrollar una campaña de marketing para que el público lo demande y en su caso lo pague. Lo hemos visto ocurrir con la homeopatía –me entra una intensa vergüenza ajena cuando veo una farmacia con homeopatía, y desde luego no entro a comprar en ella si puedo impedirlo, como evito pisar cualquiera que no suministre condones o anticonceptivos–; pero también ha sucedido con toda una serie de diagnósticos y tratamientos mucho menos que científicos y poco más que placebos. Entre ellos, los que ya tratamos en psiquiatría delirante. No hace falta carro, mulo ni sombrero de pico para ser un charlatán; los de ahora gastan traje, grandes tarjetones y apoyo mediático tanto generalista como especializado.
El caso que nos ocupa es relativamente inocuo; de hecho, es tan, tan inocuo que –siguiendo a las instituciones científicas anteriormente mencionadas– no hace nada, ni bueno ni malo. Pero no está bien. Empuja a personas de recursos económicos limitados a gastar un dinero que no tienen en un producto cuya eficacia por encima del efecto placebo es desconocida; y, de hecho, no parece muy significativa. Por confianza en el producto milagrero, potencia el retraso o la renuncia al tratamiento efectivo real. Lo hace abusando de la confianza y de la autoridad de los profesionales clínicos y los medios de comunicación. Y además, aprovechándose del clásico chantaje emocional a los papás: ¿Y si funciona? ¿Y si privo a mi hijo o hija de algo que necesita? ¿Qué dirán? ¿Seré un mal padre o una mala madre si no le compro esto? Las soluciones simples a problemas complejos resultan siempre muy populares (aunque raramente eficaces y a menudo contraproducentes), lo que refuerza el engaño y el anhelo del cliente: ¡si pudiera arreglárselo sólo con unas gafas...!
Señor médico, señor óptico, señor publicista, señor periodista, señor o señora lo que sea: si usted ha estado en un error de buena fe con respecto a este producto, le ruego que acepte mi consejo y se ponga en contacto con su colegio oficial o sociedad profesional para que le proporcionen los detalles correctos sobre el mismo. Ya me han contado que ha pagado usted un dinero importante por el derecho a venderlo, que esto le hace daño y no le viene ni mucho menos bien; me temo que eso tendrá que reclamárselo a las personas oportunas. Yo, por mi parte, apelo a su profesionalidad y honradez.
En todo caso, si usted confía lealmente en este producto, supongo que es muy libre de aconsejárselo a su clientela aunque las máximas autoridades en la materia digan que ni lo apoyan ni lo recomiendan para ningún uso terapéutico efectivo. Pero no asegure usted que está validado científicamente, porque después de treinta años sigue sin estarlo (otra característica típica de las pseudociencias); y entonces su consejo bienintencionado se convierte en un engaño, un fraude, incluso aunque el producto fuera la mayor maravilla desde que se inventó el pan de molde. Que, honestamente, no tiene pintas de ninguna clase, más allá de mejorar el confort visual. Vamos a mantener las certezas científicas en un sitio y las ventas comerciales en otro, ¿no le parece? Es que si no, al final del recorrido, los perjudicados serán ustedes y su credibilidad.
Y si lo vende o aconseja usted como método terapéutico a sabiendas de todo esto por mero beneficio económico, pues qué le puedo decir. Que no es usted de los míos; ni merece ser considerado científico, sino charlatán, y estaremos enfrentados. Qué le vamos a hacer.
Agradecimientos: Este artículo no se habría podido elaborar sin el excelente servicio PubMed ofrecido por la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos y, desde luego, sin la colaboración amabilísima e inestimable del Colegio Nacional de Ópticos-Optometristas de España; el Colegio de Ópticos-Optometristas de la Comunitat Valenciana; la Dra. Rosa Mª Borrás, profesora titular de óptica y optometría en la Universitat Politècnica de Catalunya; el Dr. Joaquín Vidal López, óptico-optometrista y psicólogo, profesor en la Universitat Oberta de Catalunya; el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España; otros especialistas que han optado por permanecer en el anonimato; y mi amiga I. A. Z., que tuvo a bien confiar en la opinión del tío Yuri para materia tan delicada como los ojos de su hija, y al hacerlo me puso sobre la pista de este tema. Desde aquí, mi agradecimiento a todos ellos y a cualquier otra persona o entidad que se me haya podido pasar por alto. Los errores son míos, los aciertos son suyos.
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