MADRID
Hoy no podré estar en su querida Ponferrada, donde será enterrado a la cuatro de la tarde mi compañero Gonzalo López Alba, el último mohicano de este viejo oficio en vías de extinción, del que conservó sus mejores esencias hasta el final. Y prefiero que sea así. Odio los entierros y, como escribió Raúl del Pozo, me tengo prometido que no iré más que al mío.
Prefiero recordarlo presumiendo de su pueblo y contándome las vicisitudes que pasaban por la Alcaldía en aquella ocasión que José Luis Rodríguez Zapatero celebró un mitin en su pueblo. Esa noche había que tomarse unas copas sí o sí, aunque Gonzalo era poco de salir en campaña electoral, y había que recordar viejos garitos y viejas historias.
Compartí con él las caravanas del PSOE de 2003, 2004, 2007, 2008 y las dos de 2011. Coincidimos más de una vez en las elecciones gallegas y vascas. Y decenas de fines de semana en mítines por toda España. Siempre lo recuerdo con gafas oscuras dormido en el bus o con un jersey puesto por encima de la cabeza como escondiéndose del mundo. “Somos como una maleta. Nos traen y nos llevan, sin margen para poder hacer más”, se quejaba amargamente porque lo de ir “empotrado” no daba para mucho más informativamente.
Siempre me preguntaba en los mítines cuánto público había porque, aunque llevaba mil actos más que yo, decía sentirse incapaz de poner una cifra. Así, siempre dábamos el mismo dato, acertado o no. Y, después, ya se iba a su otro mundo. Se ponía serio escuchando, rígido escribiendo y tenso cuando tenía problemas para enviar la crónica.
Sus crónicas eras muy suyas, sus enfoques muy particulares y su rigurosidad espartana. Otro viejo periodista decía que antes de dar cualquier noticia en política hay que confirmarla por tres fuentes. Gonzalo necesitaba seis fuentes, y más de una vez le “pisaron” temas por no querer arriesgarse al más mínimo desmentido.
Era raro, sí. ¿y qué? Raro porque no quería ir a tertulias -aunque al final claudicó, ¡Puta precariedad laboral!-, decía que un periodista no podía saber de todo para poder opinar alegremente de todo. Raro porque no entendía la frivolidad en algunas informaciones. Raro porque sabía que en la información política no hay que ser condescendiente. Eso sí, llevaba mal las críticas y, aunque se enfadaba algunas veces, en la mayoría de las ocasiones optaba por echarse el jersey sobre la cabeza e irse del mundo.
Su libro El relevo, sobre la llegada de Zapatero al PSOE, fue un ejemplo de cómo se hace un libro político de verdad. No uno de corta y pega, de resumen de lo que ya ha ocurrido, salpicado con alguna anécdota graciosa. Él hizo decenas de entrevistas para informarse, buceó en cientos de documentos del partido, y fue el relato más auténtico de cómo el ex presidente llegó a coger las riendas del PSOE.
Su libro fue presentado por el propio Felipe González, cuyas declaraciones en el acto abrieron todos los periódicos al cuestionar que Zapatero tuviera proyecto. Eso enfadó a Gonzalo que, al estilo Umbral, sólo quería que se hablar de su libro. No había quien le convenciera de que al citar a González se hablaría de su libro y que le daría mayor repercusión. “Eres un triste” le dije; y se enfadó conmigo durante un tiempo.
Le gustaba el papel y el olor a tinta. Escribió en El Sol, en el ABC y en Público y, aunque al principio despreciaba los periódicos digitales, acabó finalmente escribiendo en ellos.
En su última etapa se volcó en convertirse en escritor. Dos libros vieron la luz, el último autoeditado. Aunque su última promesa era volver a un libro político para contar la última victoria de Pedro Sánchez en las primarias del PSOE. Estaba deseando leerlo.
Su fallecimiento, el pasado lunes, dejó conmocionada a toda la tribu periodística y a gran parte de los dirigentes del PSOE con los que había tratado tantas décadas. No en vano se ha ido uno de los grandes periodistas del ámbito político de la etapa democrática. Le voy a echar de menos. Creo que todos.
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