Opinión
Felipe VI, campechano también
Directora corporativa y de Relaciones institucionales.
Antes de que el rey entre -cada vez menos- en las casas de los y las españolas en Nochebuena, este martes, habría que recordar algunas cosas sobre la monarquía que, quizás, con la tragedia con la dana, los gestos de acercamiento de los reyes a la gente o el discurso de Felipe VI ante Meloni en Italia, que aquí mismo subrayamos por sorprendentemente democrático, parece que se han venido arriba y pretenden comportarse como una familia normal.
La visita por sorpresa de los reyes y su hija Sofía a Catarroja, uno de los pueblos valencianos más afectados por la dana, no solo resulta incomprensible, sino, incluso, peligrosa. La prueba más palpable de este despropósito real lo tenemos en cómo el facherío patrio -político o mediático, tanto monta- ha arremetido contra la alcaldesa de Catarroja, Lorena Silvent (PSPV-PSOE), por reprochar a la Casa Real que no hubieran avisado de la visita a ninguna institución territorial, ni siquiera con tiempo a la Delegación del Gobierno, a la que advirtieron cuando ya estaban en el municipio devastado.
Si resulta inaudito que cualquier ser con un mínimo de sensibilidad arremeta contra una alcaldesa que ha contemplado cómo su pueblo era arrasado y ahora se encuentra en la complejísima tarea de reconstruirlo cuando se genera una situación con la Jefatura del Estado que, como mínimo, causa perplejidad, no les digo ya lo que supone el hecho de que los reyes y su hija hayan llegado a creerse que son una familia normal que hace lo que cualquier otra, aún dudando mucho de que una familia normal (o sea, no real) se vaya a hacer turismo a un municipio que pasa por un proceso como el actual en la Comunitat Valenciana, si no es por el hecho de ser real y querer pasar por normal. Y solo esto ya huele regular.
La familia del rey no es una familia normal: la monarquía que los ampara es una institución que pagamos todos y todas y como tal debe comportarse, es representación en sí misma porque nadie les ha votado y, por eso también, no hacen política (o eso dicen…). O sea, son puro adorno que pagamos usted y yo, aunque haya gente que, por la razón que sea (y suele ser de papanatismo ante el poder y el oropel), les epate su presencia y hasta le otorguen una especie de aura bendita. Lo mismo que ocurre con la fe religiosa, la fe monárquica está fuera de toda razón, pero qué suerte aquellos a quienes alivia en algo, aunque sea sin prueba alguna. La decepción por la nada obtenida tiene que ser enorme también.
En este mundo donde lo primario, la sensación y emoción básica, la reacción visceral, el miedo irracional, la desinformación calculada y el poder vestido de becerro de oro armado van tomando posiciones cada vez más amplias, parece que a la monarquía patria no se le escapa el potencial de una aparente buena imagen: espontáneamente, el rey consuela al pueblo dolorido, sin avisar a nadie y por su cuenta, ¡viva el rey, fuera los políticos! La antipolítica no pasa una, sus ejecutores tampoco, del rey abajo.
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