Opinión
¿Somos un país de borrachos y racistas?
Por Marta Nebot
Periodista
En España hace más de 30 años que no se tocan los impuestos del alcohol. La última vez lo hizo Felipe González en 1992. Hoy solo el 0,29% de lo que recaudamos viene de este vicio. La media europea de ingresos etílicos es del 0,79%, casi el triple. Por ejemplo, aquí por cada cerveza que nos bebemos pagamos al Estado 3 céntimos. La media europea es de 14 céntimos de carga fiscal por lo mismo. Aunque el abanico es muy amplio –en Bélgica pagan 8, en Grecia 21, en Irlanda 37, en Finlandia 63 céntimos–, no hay país europeo en el que paguen menos impuestos por beber esa misma cerveza que en el nuestro.
Bruselas nos anima a revisar este asunto y el libro blanco de los expertos que asesoran al Gobierno para la reforma fiscal prevista también pone ahí el ojo. Dice que en 2019 recaudamos 618 millones de euros por el alcohol que nos bebimos y que, si nos acercáramos a la media impositiva al bebercio europeo, recaudaríamos casi 1.700. Mil millones más en época de vacas flacas no son ninguna tontería. Y al factor recaudatorio habría que sumar el de la salud y el de la prevención del alcoholismo y del turismo de borrachera, que tanto nos azotan. Sin embargo, si ni Zapatero ni Rajoy se atrevieron a subirnos el precio de lo que nos bebimos en la crisis de 2008, no creo que Sánchez se atreva en la de 2022. Aquí somos europeos pero no tanto. En lo que tiene que ver con empinar el codo somos más español, español, español.
Pero ésta no es la única cobardía patria que ha llegado a mis oídos esta semana. Hay otra que también puede tener que ver con nuestra peor idiosincrasia. Mientras Alfonso Fernández Mañueco, el presidente de Castilla y León, daba entrada por primera vez a la ultraderecha en un gobierno democrático español, Gonzalo Fanjul, de la fundación Por causa, contaba en los medios que se van a presentar 500.000 firmas en el Congreso de los Diputados para pedir al Gobierno que apruebe la regularización de inmigrantes que Portugal y Francia, por ejemplo, ya aprobaron. Estos dos países vecinos legalizaron a los que dieron la cara en plena pandemia y recogieron las verduras y frutas que les alimentaron durante el confinamiento.
Aquí no tuvimos esa decencia y ahora tenemos un gobierno autonómico que habla de solo admitir la “inmigración ordenada”. Habría que preguntarle a Vox y a Mañueco si se les ocurre algo más ordenado que esta regularización reclamada.
Pero, más allá de Vox y del cintureo del PP sobre la cuestión, lo cierto es que este Gobierno, que se dice progresista, perdió, durante lo peor de la pandemia, la oportunidad de regularizar al más de medio millón de personas que viven en los márgenes, al alcance de la esclavitud laboral, de la exclusión social y de la enfermedad y que podrían ingresar 950 millones de euros cada año en las arcas del estado, a través de sus cotizaciones, según el informe de Por Causa. Nuestro sistema migratorio de puerta estrecha, como dice Fanjul, es inmoral pero, sobre todo, es idiota.
En Castilla y León, dónde solo quieren “inmigración ordenada”, como si a alguien le gustara la caótica, han perdido 150.000 personas de su población en una década. 150.000 es la población de una ciudad como Salamanca.
Fanjul también cuenta que la Confederación Nacional de la Construcción dice que a España le van a faltar más de 700.000 empleados para cumplir con los proyectos de los fondos New Generation. Es decir, que en España nos faltan un montón de manos y un montón de cotizantes.
Así que, si fuéramos algo menos borrachos y algo menos racistas o algo más valientes y mejores economistas pagaríamos por lo que nos bebemos como el resto del continente y nos atreveríamos a hablar de inmigración como regalo, como lo lógico, como la única manera, como matemáticas puras e historia repetida.
Ahora que el presunto efecto llamada ha sido desactivado por la peor vía –el abandono de nuestro Sáhara–; ahora que ya no veremos saltos en las vallas, aunque por ahí y en cayucos solo llegue el 5% de nuestra inmigración irregular; ahora, el Gobierno ya no tiene excusa para no regularizar a los que se ganan la vida en “nuestra tierra” en trabajos que nosotros no hacemos. Ahora al lado socialista del Gobierno solo le queda para justificarse el miedo al discurso xenófobo –o peor– el miedo a la xenofobia patria, el paternalismo de los que gobiernan pero no lideran, el derrotismo de los que dan por perdido un relato tan obvio.
Liderar no es lo mismo que gobernar; es decir la verdad aunque duela, hacer pedagogía, convencer sobre lo que es necesario hacer, no dejarse ganar por las mentiras oportunistas de los que hablan a las tripas. ¿O acaso nuestro Gobierno cree que somos un pueblo borracho y racista?
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