Opinión
Sindicalistas detenidos: un aviso a los disidentes
Por Joaquín Urias
Profesor de Derecho Constitucional y exletrado del Tribunal constitucional
Hace unas semanas hubo unas multitudinarias protestas de los trabajadores del metal de la provincia de Cádiz. Para reprimirlas el Ministerio del Interior envió una tanqueta militar y centenares de policías antidisturbios. De entre todas las imágenes de aquellos días alcanzaron notoriedad las de un señor de edad avanzada que tras increpar a una patrulla de policías antidisturbios armada de escudos y defensas sufre una agresión brutal e injustificada por parte de los mismos de la que intenta defenderse a base de manotazos a los agentes. El jueves detuvieron a ese señor. A él y a un puñado más de manifestantes a los que acusan de desobediencia, lesiones, atentado y una serie de delitos similares.
Las detenciones han tenido lugar en sus domicilios. Se trata de personas perfectamente localizadas y que nada hace pensar que quisieran sustraerse a la acción de la justicia. Legalmente no era necesario ni legítimo detenerlos, pues habría bastado con citarlos para que comparecieran ante el juez. Pero la Policía prefirió arrestarlos con toda la publicidad posible en uno de los barrios más humildes de una provincia devastada por el paro y la pobreza. La vecina de uno de los detenidos dice que un agente le dijo que lo hacían para que los trabajadores no se vinieran arriba.
Las manifestaciones de los trabajadores de astilleros y el metal nunca han sido tranquilas. La desesperación de estos obreros y sus familias ante la destrucción de sus puestos de trabajo y el negro horizonte personal y laboral que se les ofrece cristaliza veces de manera explosiva y desabrida. En sus protestas hay cohetes y petardos; se queman contenedores y neumáticos; cuando la policía interviene en ocasiones se le planta cara. Seguramente muchas de estas conductas, tomadas individualmente y fuera de contexto, podrían constituir algún delito o falta previsto legalmente. Sin embargo, se trata normalmente de actos de escasa gravedad y que pueden resultar en gran parte justificados por el ambiente de tensión y la desesperación de sus autores. Más allá, lo cierto es que en medio de movilizaciones de esta envergadura se producen comportamientos masivos de desobediencia que difícilmente pueden juzgarse desde la normalidad de la ley.
Y en efecto, las autoridades han renunciado a perseguir la inmensa mayoría de estos actos. En vez de ello, han optado por seleccionar a determinadas personas y hacer caer sobre ellas la responsabilidad colectiva de manera totalmente irregular. La Policía, que no los jueces, ha decidido a quien investigar y a quien no. De entre los miles y miles de trabajadores que protestaron de modo más o menos airado han seleccionado a apenas una decena. No se busca, pues, asegurar el cumplimiento de la ley sino castigar de modo ejemplarizante. El objetivo no es que todo el que ha cometido una falta la pague sino asustar y desincentivar a quienes quieran manifestarse en el futuro. No estamos ante un normal funcionamiento de la Policía y una aplicación regular de las normas basada en el principio de igualdad, sino ante una maniobra política destinada a amedrentar a la población y obstaculizar los derechos a la protesta y la huelga. Puede decirse sin lugar a dudas que son detenciones políticas que no se guían por el estricto cumplimiento de la ley sino por criterios de oportunidad e intenciones políticas.
Estas detenciones políticas, además, se realizan -en primer lugar- con la intención evidente de desacreditar a los trabajadores y sus protestas. De entre los miles de manifestantes que lanzaron algún objeto o prendieron fuego a algo se elige detener a dos que tenían antecedentes policiales y, saltándose las normas que delimitan la acción policial, se filtran esos antecedentes a la prensa. A continuación, los medios, sin darle más vueltas, publican a toda página que los autores de los incidentes eran delincuentes habituales. Y así, saltándose un puñado de normas jurídicas, desde el Gobierno se crea un relato falseado que criminaliza a los trabajadores.
En segundo lugar, el objetivo es una práctica constitucionalmente prohibida que los tribunales internacionales denominan chilling effect: desalentar el ejercicio de los derechos ciudadanos. Si una persona sabe que en caso de acudir a una manifestación, aunque no haga nada o, peor aún, incluso aunque sea víctima de un abuso policial puede ser detenido y juzgado como cabeza de turco, el resultado es que la ciudadanía se lo piensa dos veces antes de ejercer derechos como la huelga o la reunión. Con estas detenciones el Ministerio del Interior pretende acallar las protestas laborales en un contexto de crisis social y para ello no duda en obstaculizar el ejercicio de derechos fundamentales reconocidos en la Constitución.
Seguramente tras estas detenciones está también la presión de algunas asociaciones profesionales de la Policía que reclaman constantemente más mano dura contra quien se enfrenta a la Policía. Son las mismas asociaciones, prácticamente dependientes de VOX, que han puesto el grito en el cielo ante las timidísimas reformas de la ley mordaza vigente desde 2015. Estas asociaciones se mueven por intereses exclusivamente políticos y ningún gesto del Gobierno va a conseguir apaciguarlas, pero todo indica que el Ministro de Interior no lo cree así y prefiere lesionar los derechos de los ciudadanos y los trabajadores a parecer débil en la defensa de los desmanes policiales.
La Policía española tiene un déficit de control frente a sus excesos que ha sido repetidamente puesto de manifiesto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Nuestro sistema judicial es incapaz de garantizar que los actos irregulares de los agentes de los cuerpos de seguridad no queden impunes. Para reforzar esta situación, el Ministerio del Interior permite a la policía elegir a quien detiene y ampara su impunidad al permitirles denunciar a inocentes en su afán de amedrentar a la ciudadanía.
Lo cierto es que en este asunto se están vulnerando derechos fundamentales y garantías procesales de los trabajadores. Se ha elegido cuidadosamente a quien arrestar, imputando a personas que en realidad fueron víctimas de la brutalidad policial. Se han publicado datos personales de los detenidos sin respetar su presunción de inocencia… toda una serie de desmanes jurídicos con un único objetivo, prohibido por la Constitución: desalentar el derecho de protesta y desacreditar falsamente las protestas legítimas.
A quienes realmente habría que detener es en primer lugar los agentes policiales que fueron más allá de su tarea y violaron derechos fundamentales. Si resulta muy grave que un ciudadano ataque ilegítimamente a la policía, más grave es en democracia que un agente de la autoridad abuse de sus poderes. Junto a ellos, el Estado de derecho exigiría investigar quien ha dado la orden de elegir arbitrariamente varias cabezas de turco y vulnerar sus garantías constitucionales. En una sociedad realmente democrática sin residuos dictatoriales estas detenciones orquestadas llevarían a exigir responsabilidades jurídicas y policiales a los mandos del Ministerio del Interior que las han alentado y permitido. Lo de Cádiz estos días no es una acción policial contra la delincuencia sino contra los derechos fundamentales.
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