Opinión
Sebastián Piñera: republicanismo, mentiras y funerales de Estado
Profesor de Ciencia Política en la UCM
-Actualizado a
Cuando mueren los dueños de la hacienda
España entierra muy bien, popularizó Alfredo Pérez Rubalcaba. Habría que añadir: a los dueños de la finca. Cuando murió Manuel Fraga, en enero de 2012, volvió a hacerse cierto este dicho, que recuerda que el elogio facilita la salida de escena de alguien y hace más fácil el camino para la despedida.
Aun siendo partidario de los actos de reconciliación que faciliten el tránsito de nuestras democracias, aquella mañana yo me revolvía en mi cocina. Estaban en Radio Nacional de España elogiando a un “titán de la democracia”, al forjador del Partido Popular, al exitoso presidente de la Xunta de Galicia. Un hombre, decían, que había traído la monarquía parlamentaria a España, un pensador al que le cabía en la cabeza el Estado, el mejor embajador en Londres, el político que había democratizado a la derecha española, el jurista que había estampado su firma como uno de los padres de la Constitución Española. ¿Y ya estaba todo dicho?
Manuel Fraga era también otras muchas cosas. Sobre todo, otras muchas cosas. Enfadado, llamé a la radio. Sabía que era un gesto inútil, pero que pudiera asentarse esa mentira, una más de la “inmaculada Transición”, me obligaba, al menos, a intentar dar otro punto de vista. Para mi sorpresa, me devolvieron la llamada y, como en un raro ejercicio de justicia poética, pude hablar a varios millones de personas después de Alberto Ruíz Gallardón, su gran discípulo, también un gran simulador que terminaría cantando el Cara al Sol en los funerales de otros franquistas y persiguiendo a las feministas para ganarse el favor radiofónico de la derecha extrema.
Lo que dije aquel amanecer, me reconocería años después el entonces presentador del programa, le molestó mucho (seguro que le regañaron). Al líder de la derecha no había que recordarle quién era y menos el día de su fallecimiento. Había que enterrarle bien. Camino del cielo no hay que mentar al diablo. Y podría estar de acuerdo, pero para que todos nos moderáramos, ellos debieran haber sido algo más discretos.
No dije ninguna mentira. Pude recordar que Fraga fue ministro de Franco y que siempre reivindicó el golpe de Estado de 1936; que rapó el pelo de las mujeres de los mineros asturianos en huelga para intentar debilitar la moral de los huelguistas; que era el ministro de Gobernación del rey Juan Carlos cuando mataron a los trabajadores en Vitoria, y que pensaba cada 1º de mayo que la calle era suya, igual que España había sido durante cuarenta años del caudillo; que con ayuda del diario ABC manipuló los diarios del estudiante Enrique Ruano para que su asesinato por la Policía pareciera un suicidio y, como le debió saber a poco, también amenazó a sus padres con detener a su hija si no cesaban en la protesta. Fraga, cuando la Policía franquista torturó, tiró por una ventana y luego fusiló a Julián Grimau, salió a justificarlo diciendo que tenían un dossier que le hacía merecedor de esa muerte. Fraga, como ministro de la dictadura, firmó sentencias de muerte de españoles que peleaban por traer la democracia a España. Fraga, cuya firma está en la Constitución Española de 1978, rubricó el preceptivo “enterado” que autorizaba el garrote vil o el pelotón de fusilamiento a españoles a los que se mataba por querer recuperar la democracia que perdimos en 1939.
Pero el día de su muerte no se hablaba de nada de esto, sino que, en nombre de los valores republicanos -que Fraga siempre despreció-, se recordaba una biografía edulcorada. El presidente del Gobierno solo tenía buenas palabras para el difunto y los informativos le recordaban como una persona entrañable que se emocionaba cuando en Galicia le hacían homenajes con gaitas, pulpo y albariño, aunque nunca se mencionaba que fue el organizador de la financiación del Partido Popular gallego a través del narcotráfico (de ahí la tristemente famosa foto de su discípulo, Núñez Feijóo, veraneando en un yate con un narco).
A la muerte del gran líder de la derecha, los más sutiles recordaban que Fraga tuvo virtudes no buscadas y que no había mal que por bien no viniera. Su ambición y la voluntad de sobrevivir en el nuevo contexto democrático sirvió para que la derecha española dejara de ser golpista. Después de montar un partido -Alianza Popular- con otros ex ministros franquistas, entendió que por ahí no había futuro y organizó a la derecha española, a la manera de la CEDA en 1933, para sumar votos y esconder bajo sus pantalones a los nostálgicos de la dictadura (a Piñera le celebran seguir intentando otra vez algo parecido antes de que el fatídico accidente de helicóptero lo frustrara).
Aunque tampoco es cierto que los moderara, porque el 23F volvieron a intentar un golpe, al que no se opuso Fraga por demócrata sino porque le torcía los planes. Fraga, que había ayudado a que la Constitución limitara cambios profundos en España, sabía que la podredumbre de las instituciones democráticas -especialmente la Justicia y los medios de comunicación, junto con “ovejas negras” dentro de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado- eran garantías de control “por detrás” de la democracia. El golpismo solo alertaba a la izquierda. Los actuales lodos vienen de los barros de una dictadura a la que gente como Fraga no solo nunca quiso juzgar y mucho menos condenar, sino que elogiaba. Los chilenos intentaron una Constitución realmente democrática y finalmente no les dejaron. En España ni siquiera se consideró.
¿Qué se está honrando en un funeral de Estado?
Con el luctuoso fallecimiento del ex presidente chileno Sebastián Piñera, he vuelto a acordarme de aquel momento. Con la distancia de fuera suelen entenderse mejor las cosas, y estas reflexiones quizá sirvan a los chilenos para entender que, si se hacen mal las cosas, te regresan con el agravante de la venganza.
La celebración de un funeral de Estado forma parte de los protocolos institucionales de la convivencia en un marco pacífico. Perder esa compostura sería un error. Es una obligación que los presidentes vivos despidan a los presidentes muertos. Pero la democracia tiene también herramientas para que las maneras de buena vecindad no se conviertan en una palada más de tierra en el entierro de la gente que de verdad peleó para llevar la democracia, ayer en España y hoy en Chile. Cuando el entierro es civil, allá verán sus deudos, sus beneficiarios y sus hinchas cómo conmemoran su ausencia. El dolor personal, siempre devastador - aún más cuando es inesperado-, pertenece a cada cual. A los demás nos corresponde el respeto. Pero nadie debe creer que su dolor debe ser también el dolor de todo un país, salvo que tu dolor sea el de la democracia y los derechos humanos.
Es indudable que en unas honras de Estado deben caber más cosas que los falsos elogios a mayor gloria de una falsa biografía. Algunos nos estremecimos cuando vimos acompañar con honores al féretro que llevaba al dictador Franco del Valle de los caídos al cementerio de El Pardo. Un asesino bajo la bandera de una patria que mancilló levantándose contra su juramento militar y empezando una guerra que costó cientos de miles de víctimas, un tercio fusilados por ese genocida. No quiero ni mucho menos comparar a Franco con Piñera (aunque nunca se levantó contra la dictadura), pero los que llevaron la democracia a Chile no estaban precisamente en las filas del ex presidente fallecido. La dictadura de Mussolini la pasó el portavoz de la democracia cristiana, De Gasperi, en el Vaticano y en libertad, mientras que Gramsci la pasó en la cárcel y enfermo. Uno consintió, aunque protestando, con la dictadura, mientras que el otro puso el cuerpo para frenarla. Por decencia, no podemos ponerlos a los dos a la misma altura.
El funeral de Sebastián Piñera debía estar organizado, aún más desde un gobierno de izquierda, desde las formas republicanas, que son las que tienen que ver con la virtud pública y apuestan por la convivencia. Pero también deben servir a la verdad. ¿Y dónde está escrito que las formas republicanas deban ayudar a ocultar la verdad?
En la esfera pública que ha acompañado al funeral de Piñera es obligatorio que también estuvieran presentes las víctimas de la dictadura, a las que nunca tuvo el ex presidente el mismo respeto que tuvo a otras víctimas; también debían estar presentes -porque si el funeral es de Estado, debe estar la memoria de todo lo que hizo y lo que no hizo- las personas asesinadas por las fuerzas de seguridad por el pecado democrático de querer salir de la Constitución que dejó en herencia Augusto Pinochet sostenida por los argumentos de las bayonetas; también debe esa esfera pública recordar a todos esos cientos de buenos y buenas ciudadanas que perdieron los ojos no queriéndolos cerrar ante la persistencia de las maneras del pinochetismo; en ese funeral de Estado -en su representación- debiera estar también el coste terrible para la democracia latinoamericana de las puñaladas a la Unasur o las complicidades golpistas del fallecido ex presidente para intentar tumbar gobiernos de otros países del continente salidos de las urnas.
No confundir la amabilidad con una derrota
Estamos en un momento paradójico donde corresponde a la izquierda defender la democracia liberal, mientras la derecha y la extrema derecha la patean todos los días. Lo hace en sus medios de comunicación, con el lawfare, con su selectiva memoria, con sus demonizaciones y presionando para que sea su simbología la que se enseñoree sobre los atributos, no ya de la izquierda, sino de la democracia.
Piñera -que era una persona afable en el trato personal- estaba intentado unir, antes de su accidente y como hizo Fraga en su día, a toda la derecha. Incluyendo a la pinochetista -señal de que, de alguna manera, entendía que las ventajas en la convivencia con la extrema derecha pesaban más los acuerdos que los desacuerdos-. La derecha europea que peleó contra el nazismo y el fascismo ha intentado hacer valer el “cordón sanitario” contra la extrema derecha, aunque la verdad es que conforme han ganado fuerza esos partidos, las reticencias de los conservadores han ido haciéndose más débiles. En Madrid, la diferencia entre la derecha y la extrema derecha prácticamente ha desaparecido y el Partido Popular, fundado por Manuel Fraga, gobierna con las mismas políticas que la extrema derecha, tanto donde tiene mayoría como donde gobierna en coalición. La unificación de la extrema derecha bajo el paraguas de un partido democrático de “centro-derecha” es siempre un engaño de mercadotecnia electoral, y no es verdad que esa unificación le venga bien necesariamente a la democracia. Le viene bien a los poderosos.
Todo gobernante tiene luces -Piñera las ha tenido y se recuerdan sus “dotes empresariales” para negociar con prontitud vacunas contra la covid, su empeño en rescatar a los mineros en Atacama o su gestión del terremoto en 2010- y sombras. Pero cuando se sale de una dictadura, si se maquillan las sombras es más fácil que regrese la noche a las democracias. Piñera fue un empresario que hizo una fortuna milmillonaria -casinos, inmobiliarias, terrenos, minas, bolsa- cuyo origen está en la dictadura de Pinochet (su hermano, vale recordarlo, fue ministro del dictador). Usó su condición de senador para beneficiarse, protagonizó muchos escándalos económicos y se valió de la evasión en paraísos fiscales para enriquecerse, robándole a Chile millones de dólares en impuestos. Protagonizó, con denuncia de las principales organizaciones de derechos humanos, una represión violenta contra los chilenos y chilenas que se levantaron en 2019, donde murieron al menos 34 personas. Fue uno de los líderes de la oposición a la detención de Pinochet en Londres y su enjuiciamiento por el juez Baltasar Garzón (Piñera había sido jefe de campaña de Buchi, ex ministro de Pinochet, en las elecciones presidenciales de 1989). No dudó en jugar sucio, incluso contra los suyos, usando los medios de comunicación de manera torticera cuando le interesó para su interés personal (como en el conocido como piñeragate). Se ha defendido que, a diferencia de los pinochetistas, firmó una declaración, junto al presidente Boric, sobre el golpe en 1973 contra el gobierno de la Unidad Popular. Pero, en verdad, también justificó ese sangriento golpe con sus declaraciones al afirmar que “el gobierno de Allende no respetó los principios de la democracia”.
No hay que confundir el respeto institucional, los gestos de buena vecindad, los protocolos de la convivencia, con la debilidad. La izquierda, con demasiada frecuencia, se considera intrusa en las instituciones y se pliega a las exigencias simbólicas de la derecha. No es verdad que “más adelante vendrá el balance de la historia”, porque también en estos funerales de Estado se está escribiendo el relato de la historia. Y no pueden desaparecer los asuntos en donde los demócratas se juegan su democracia. No se trata de molestar en días en donde debe primar lo que nos une, sino de que los que tanto nos han molestado por nuestra empecinada voluntad de defender la democracia, no confundan nuestra amabilidad con una derrota ni piensen que vamos a regalar nuestra memoria.
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