Opinión
Con el Rey contra el rey
Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
La historia —decía Jacques Le Goff— no se puede cortar en rebanadas. El hombre no se acostó antiguo una noche y se levantó medieval a la mañana siguiente; ni pasó de un día a otro de medieval a moderno, o de moderno a contemporáneo. Hay a quien de la historia le interesan sobre todo las épocas de plenitud —o, por mejor decir, la plenitud de las épocas—; aquellas fases en las cuales las edades en las que artificialmente dividimos el pasado humano exhiben su personalidad de la manera más prístina. Pero los auténticos gourmets de la ciencia de Clío saben que lo verdaderamente interesante son las eras de transición: decenios de texturas sociales, culturales, políticas, equívocas, inestables, en que una institucionalidad centenaria decae y una nueva balbuce con energía sus primeros esbozos, pero carece aún de la fuerza necesaria para arrasar la anterior, que resiste con fiereza, y obliga a su sucesora a acordar componendas.
En nada se aprecia esto de manera tan clara como en lo que podríamos llamar los significantes maestros de una era: aquellas grandes palabras que articulan el mundo como una clave de bóveda, fuentes últimas de toda legitimidad. Dios y Rey fueron, por excelencia, las del tiempo anterior al nuestro. Un tiempo durante el cual nunca dejó de haber —porque nunca deja de haberlos— conflictos políticos y religiosos terribles y fuerzas revolucionarias, anhelantes de una transformación radical de la sociedad; pero en el que, por ambiciosos que resultasen esos afanes rebeldes, todos los bandos en liza imaginaban un dios en el cielo y un monarca en la tierra, y el enfrentamiento se establecía en torno a qué rey o qué dios. Si el alzamiento era contra un rey, se proponía otro; si en contra de la Iglesia católica, se combatía por la construcción de una nueva. Y en realidad rara vez el alzamiento era contra un rey, o contra la Iglesia: antes bien, lo habitual era cuestionar, no al rey, sino a sus consejeros; no al Papa, sino al clero. Viva el rey, muera el mal gobierno: lo que se entendía que sucedía era que a la bondadosa cúspide del sistema taimados consejeros le ocultaban la realidad, sobre la cual era menester que el pueblo le advirtiera. Matar a Gríma Lengua de Serpiente a fin de que su verbo viperino dejara de enhechizar al, en el fondo, sabio y juicioso Théoden de Rohan.
«No todo es posible en toda época», dejó dicho Heinrich Wölfflin, refiriéndose a la historia del arte: la imaginación humana llega en cada momento hasta donde permiten los tiempos; allá hasta donde la flexibilidad de estos es capaz de elongarse. «Incluso el talento más original no puede superar ciertos límites que le son fijados por la fecha de su nacimiento […] y ciertos pensamientos no pueden concebirse sino en ciertas etapas de desarrollo», decía Wölfflin. Construimos nuestros sueños a partir de la realidad existente, reordenando las piezas de su mecano, conjeturando contenidos distintos para sus troqueles o nuevos habitantes para sus fortalezas, pero sin cuestionar estas, que solo se derrumban cuando se ha alcanzado cierto nivel de degradación. Se fue cuestionando a Dios, y antes de matarlo definitivamente hubo un tiempo para el deísmo, que algunos contemporáneos llamaban con malicia ateísmo cortés: una crítica ya despiadada del cristianismo que seguía necesitando un Ser Superior; un Gran Arquitecto del Universo arrellanado en el trono del cosmos. Se fue cuestionando al Rey además de al rey, y antes de arrojar su cetro al vertedero de la historia en lugar de dárselo a un monarca nuevo, hubo un tiempo para que los demócratas radicales continuaran necesitando una testa coronada sentada en el sitial de la patria, aunque fuera despojada de poderes efectivos. El vértigo de la novedad radical buscaba estos lenitivos; la preservación tranquilizadora de un cascarón protector dentro del cual fuera tejiéndose y aprendiéndose a vivir en el mundo nuevo. Se ha contado alguna vez, y se non è vero, è ben trovato, que Angela Merkel militó en su juventud germanooriental en la lucha por un socialismo democrático. Ninguna sorpresa: también en los países comunistas sucedía que la imaginación disidente no alcanzara a figurarse el fin del socialismo, sino solo su reforma.
De hecho, las fortalezas nunca llegan a derrumbarse. Dios acabó siendo reemplazado por lo que de facto eran nuevos dioses: la Nación, la Clase, la Libertad… El Rey acabó siendo sustituido por lo que era, de hecho, un nuevo soberano por la gracia de Dios: el Pueblo, la Clase Trabajadora, el Individuo Autosuficiente. Siguió diciéndose viva el Rey, muera el mal gobierno: uno ha escuchado decir a estalinistas —uno mismo ha dicho cuando era estalinista— que no era malo Stalin, sino sus consejeros; uno ha escuchado decir a amigos socialistas que no era malo González o incapaz Zapatero, sino arteros o torpes sus ministros. El monarca siempre queda a salvo por más que entre sus responsabilidades también se cuente escoger buenos asesores.
La democracia sustituyó a la teocracia: dios, ahora, se llamaba Pueblo y moraba, no arriba en el cielo, sino a ras de suelo, pero nuestra manera de imaginarlo (de imaginarnos) era la misma. El Pueblo es omnipotente, omnisciente y omnipresente. Y sobre todo es Uno. Som un sol poble. Sería deseable, pero no lo haremos, esto que reflexionaba en Twitter, no hace mucho, Christian Ferreiro, joven sabio, asturiano de Avilés:
«La mil veces mencionada unidad (de clase, de la izquierda, de España, etc.) es un reducto metafísico del que deberíamos desprendernos, y cuanto antes, mejor. El relato de la unidad parte de una supuesta unidad originaria, pura e ideal, pero que, a causa de las circunstancias, se habría resquebrajado y roto en mil pedazos. Normalmente, con circunstancias se suele señalar la mala praxis de los tibios o la moral relajada del rebaño. Ante esto, bastaría con convocar a la sagrada unidad para resolver los conflictos y llegar a la victoria final. Este es un relato fundamentalmente cristiano: “en el principio era el Verbo, y el Verbo se hizo carne”. Y hegeliano: la Idea que es negada por la Naturaleza. La pluralidad es siempre deficitaria, imperfecta, caída; relativa a la unidad originaria. Esto es pura metafísica, y lo sabemos desde hace, al menos, dos siglos. “Dios ha muerto” quiere decir exactamente esto: no hay un fondo, no hay un fundamento, no hay un origen al que volver y gracias al cual todos los problemas actuales se arreglarían. Precisamente por esto siguen siendo vigentes las ideas de Laclau y Mouffe: partir de la pluralidad radical de lo social y su esencial antagonismo. A partir de ahí, y solo a partir de ahí, estaremos en condiciones de articular un proyecto político hacia delante, no hacia atrás».
Nosotros vivimos hoy una era de transición; uno de esos tiempos interesantes contra los que previene un célebre proverbio oriental, y en que se ha vuelto moneda corriente la cita de cierta máxima, famosa también, de Antonio Gramsci: aquella sobre los monstruos que crecen en los claroscuros de la agonía sin muerte del mundo viejo y las contracciones sin parto del mundo nuevo. Nuestros propios significantes maestros comienzan a trastabillar y a anunciar ruina. Pero lo hacen al modo descrito antes: con el Rey contra el Rey, con Dios en contra de Dios. Habitamos el tiempo que ha inventado la democracia iliberal, así descrita en 2014 por Viktor Orbán: «un Estado [… que] no rechaza los principios fundamentales del liberalismo tales como la libertad, y podría listar unos cuantos más, pero [que] no hace de esta ideología el elemento central de la organización del Estado, sino que, en cambio, incluye un enfoque diferente, especial, nacional».
Solemos tratar al movimiento internacional del cual es Orbán su más esclarecido representante como un regreso, un anhelo o una venganza del pasado. Pero tal vez el pasado seamos nosotros, y el iliberalismo, el torpe balbuceo de las primeras palabras de un futuro antidemocrático con todas las de la ley; los deístas miedosos que precedan a los deicidas del dios de la Democracia; los cautelosos realistas del rey sin poderes que, a no mucho tardar, cedan el paso a los Robespierre de la decapitación del pueblo soberano. Será interesantísimo. Y será horrible.
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