Opinión
Renta Básica e Ingreso Mínimo Vital
Profesor de Filosofia de la UCM
El Ingreso Mínimo Vital (IMV) no tiene nada que ver con una Renta Básica (RB) por una cuestión de concepto. Incluso el más generoso IMV seguiría siendo algo distinto de una RB modesta. Todo depende de qué es lo que se ponga en juego: en el caso de la RB, el concepto de ciudadanía y el derecho a la existencia, en el caso del IMV una ayuda asistencial para salvar a la población más pobre de la miseria y el hambre. El abismo que existe entre una cosa y otra ha sido muy bien explicado por Manuel Cañada en el artículo Mínimo sí, vital ni por asomo.
Si queremos una sociedad de ciudadanos, como presupone la Constitución, hay que apuntalar instituciones de garantía que blinden materialmente los derechos elementales. Y el derecho a la existencia, como lo denominó Robespierre, es el primero de ellos, la condición de todos los demás. Para ello, se han ensayado distintas posibilidades, como la de intervenir estatalmente la economía hasta encaminarla al famoso lema “de cada cual según sus capacidades, a cada cual, según sus necesidades”. Otros, por ejemplo, abogaron por el distributismo, proponiendo un reparto de la propiedad, tal y como defendió, desde el catolicismo, G. K. Chesterton, quien llegó a plantear la posibilidad de dividir el suelo británico en tantas parcelas como familias. En cualquier caso, se trataba de hacer materialmente posible la “independencia civil”, el “no tener que pedir permiso a otro para existir”, un requisito indispensable de lo que llamamos la “ciudadanía”. Otra posibilidad, la única que hoy día parece viable, es la Renta Básica Universal. La principal virtud que tiene esta propuesta es su capacidad de interpelar al sistema mismo en su conjunto. Se trata de otorgar a la población una posibilidad de desconexión respecto al sistema que los ha convertido en siervos de unos nuevos señores feudales, ahora llamados “los mercados”, empezando por el mercado de trabajo.
Todo nuestro sistema económico se levanta sobre un chantaje estructural. Cuando la población está separada de sus condiciones de existencia, depende a vida o muerte del mercado de trabajo y, a través de él, de las necesidades de un sistema económico que ha demostrado estar loco de remate. Por eso, la idea de una RB es profundamente radical, porque acierta con el centro neurálgico del problema, incidiendo en la estructura misma que fundamenta todo el edificio económico. Al garantizar la subsistencia al conjunto de la población, ese profundo chantaje estructural que nos atraviesa, puede ser sorteado. Y entonces podríamos empezar a saber hasta dónde puede dar de sí la democracia, qué votaría la gente si no votara bajo la amenaza de los poderes económicos, armados con sus tribunales de arbitraje y sus amenazas a la soberanía parlamentaria. Nadie lo ha explicado más crudamente que Juan Torres en un reciente artículo: es como una película de terror, los inversores de capital pueden actualmente llevar a los gobiernos (¡y a los parlamentos!) a tribunales privados, exigiendo indemnizaciones por las medidas legislativas que hayan aprobado para, por ejemplo, salvar a su población de la pandemia. Para que luego se hable de la soberanía del poder legislativo.
Sobre todo, la RB tendría un efecto clarificador. Dejaría al desnudo el secreto sobre el que se levanta todo este tinglado económico. Y entonces sería más sencillo plantear el problema de la desconexión con fines vitales y ecológicos. No ocurre lo mismo con el IMV. Aunque, en un sentido muy distinto, también tiene un sentido clarificador, pero estas vez respecto a lo que Kant llamó “la mancha pútrida” del corazón humano. Precisamente por lo muy diferente que es en cuanto a su concepto el IMV de la RB, resulta aún más chocante la reacción que ha suscitado entre los opositores al Gobierno. Se trata de un dilema antropológico y moral de lo más impactante: que haya gente a la que le parezca mala idea sostener con fondos públicos a los que esta pandemia ha dejado a la intemperie frente a un horizonte vital ciego y sin salida. Para mí es un misterio muy grande en el que deberían estar investigando los antropólogos y los expertos en ética y moral. Que haya quien haya podido llamar con desprecio la “paguita” a esta ayuda asistencial a los más pobres y perjudicados es algo que me supera. Algunos han argumentado que ese dinero se habría podido emplear mejor o de forma más eficiente. Pero aquí no vale con hacer volar la fantasía, poniéndose a imaginar soluciones ideales. Los que argumentan así deberían dejar muy claro no sólo, ni mucho menos, qué medidas serían las mejores para cumplir el mismo cometido –salvar a la gente de la miseria-, sino, sobre todo, qué partidos políticos habrían estado dispuestos a llevarlas a cabo y con qué programas. Porque, en la anterior crisis económica, que también fue devastadora (pero no tanto como la que se avecina) no se vieron por ningún lado esas medidas políticas y económicas, sino que, todo lo contrario, se implantaron programas de austeridad y recortes sociales y económicos que precisamente ahora hemos pagado muy caros. No vale decir ahora que este Gobierno no lo está haciendo bien, sin especificar con claridad a qué otra opción política habría que haber votado para que lo hicieran mejor.
Este Gobierno está intentado levantar un escudo social. Será quizás muy insuficiente y desde luego quedará muy lejos de la necesidad de clarificación que podría tener una RB. Pero no se entiende a quién le puede parecer mal que al menos se trabaje en crear un escudo social. ¿Algún Gobierno lo habría hecho mejor? ¿Cuál y de qué modo? ¿Lo comprobamos ya en el 2008?
Este endurecimiento irresponsable del corazón y la intimidad moral de la población ha sido ya muy estudiado respecto a otros tiempos, siguiendo la idea de Hannah Arendt de la banalidad del mal, según la cual, la población alemana aceptó el exterminio de los judíos no por maldad sino por una extraña mezcla de imbécil mediocridad, egoísmo trivial y rutina cotidiana. Se mataron judíos como se podría haber empaquetado tomates. No es algo que tenga nada de insólito. Llevamos décadas convirtiendo el Mediterráneo en un campo de exterminio por una mezcla de rutina y cotidianeidad. Por lo visto, la valla de Melilla quedaba tan lejos de nuestra mirada como las chimeneas de Auschwitz para la conciencia de los alemanes. Pero es que hoy esas chimeneas humean entre nosotros a un máximo de dos metros de la distancia de confinamiento. Pues algunos, ni aun así las ven.
Tenemos la suerte de tener un Gobierno que al menos es consciente de ello y que se ha propuesto hacer algo, por poco que sea. Y, sin embargo, como no es suficiente, es, por lo visto, una mala noticia. Desde la izquierda se pueden imaginar mejores medidas, aunque es verdad que en general se ha aceptado que lo mejor es enemigo de lo bueno. Para la derecha es una “paguita” que impelerá a los desheredados a volverse vagos y holgazanes. Son nazis, ni más menos que Eichmann. Conviene recordar que los nazis de verdad, al contrario que los de las películas, no parecían nazis. Algunos incluso parecían personas de lo más normales que llevaban una cruz gamada en la solapa con la misma normalidad rutinaria que en el Barrio de Salamanca llevan una bandera española en la correa del perro. Son anticristianos, aunque muchos, contradiciendo al Papa Francisco, se consideren católicos (ojalá exista el infierno para llenarlo de semejante estirpe).
Algunos pensamos que lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero es que hay gente que es como si pensara: con tal de dejar las cosas como están, lo peor es preferible a lo bueno, si no es lo mejor (lo mejor, por supuesto, que yo tengo en la cabeza, aunque sepa muy bien que no hay partido político que lo podría hacer realidad).
Los que se oponen al IMV tienen a mano una solución mucho más fácil que intentar ganar las elecciones: que no lo pidan. Que aguanten sin comer hasta que llegue una solución mejor que la paguita. Aunque el delirio colectivo hace temer más bien que algunos la pedirán y luego votarán a Vox o al PP.
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