Opinión
¿Recomenzar? La universidad artificial y la inteligencia universitaria
Profesor de Ciencia Política en la UCM
¿El fin de la universidad que conocemos?
¿Va a acabar la Inteligencia Artificial (IA) generativa con la universidad que conocemos? Ante estas reflexiones siempre se recuerda que cada vez que ha surgido una revolución tecnológica, los más pusilánimes, conservadores y cobardes se han puesto apocalípticos, habiendo desmentido la historia sus escenarios catastrofistas. Esto es cierto siempre y cuando no se contemple la devastación medioambiental. El problema es que esa devastación cada vez es más evidente.
También es cierto que cuando se inventó la pistola y sustituyó a los sables y lanzas, se anunció el fin de las guerras: nadie pelearía. ¿Quién iría al frente cuando podrías ser muerto desde la distancia? Que eso fuera un mal análisis no implica que la creación de bombas nucleares fuera una salto que rompió con cualquier lógica lineal. El proyecto Manhattan y el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki supuso una quiebra en la evolución bélica que no se puede comparar con ningún otro momento pasado. De similar manera, la IA es la bomba nuclear del mundo industrial que hemos conocido y, por tanto, de la universidad que estaba al servicio de esos procesos industriales.
Es evidente que Amazon o Alibaba han golpeado a buena parte de las pymes. La posibilidad de que los productores puedan llegar potencialmente a más personas ¿compensará la destrucción de empleo? Si vemos que ya hay fábricas de coches sin trabajadores, plantaciones sin agricultores, redacciones sin periodistas o pizzerías sin pizzeros ni camareros, la respuesta parece negativa. Detrás, y más temprano que tarde, vendrá la abogacía y la justicia, el diseño gráfico, la música, la poesía, el cine y la fotografía, la contabilidad o, incluso, la medicina. En buena lógica, la IA va a condenar a muerte a la universidad que conocemos.
Los estudiantes y el chat GPT
La petición de trabajos ha sido uno de los elementos centrales para el aprendizaje y la evaluación en la universidad. Creo que esa posibilidad se ha disuelto con la generalización entre los estudiantes del uso del chat GPT.
Es verdad que se podrían buscar soluciones creativas que le dieran la vuelta a la trampa, pero, como ocurre con la bomba nuclear, creo que es un punto de inflexión. Una solución podría ser que se obligue a los estudiantes a defender el trabajo delante del profesor, pero con cientos de estudiantes por semestre, como ocurre en la actualidad en las universidades públicas, esa posibilidad es irreal.
Hay un problema añadido que tiene que ver con nuestra conversión en “empresarios de nosotros mismos” de la que hablaba Foucault. El grueso de los estudiantes —dejemos de lado carreras claramente vocacionales, como la filosofía o la historia— va a la universidad a comprar un certificado laboral que, principalmente, les haga ganar más dinero, de manera que el aprobar y no el aprendizaje se está convirtiendo en el elemento principales que motiva a una parte no menor del estudiantado (y seguramente de los profesores).
Para rematar, cuando se generalice la idea de que la universidad no debe ser más que una fábrica laboral (idea en España que defiende el PP y de VOX), la mera adquisición de destrezas específicas va a ser más rápida y eficaz fuera de las universidades tradicionales. Google, Amazon, Apple o cualquier instancia empresarial va a poder cualificar a los alumnos mejor que las universidades, ahorrándoles además saber qué opinaban los fundadores de la disciplina. Conocimientos rápidos y concretos, tiempos mínimos y salario en consonancia.
Me contaba esta semana un compañero que estaba convencido de que el 90% de sus alumnos que habían entregado trabajos con el fin de aprobar o subir nota habían usado la Inteligencia Artificial. Y no como apoyo, sino como sustituto de su esfuerzo. Vamos, que no habían aprendido nada. Me decía que estaba “convencido” aunque no “seguro” porque se negaba, con razón, a verificar si los alumnos habían hecho trampa. A los profesores nos pagan para enseñar a los alumnos, no para ser un policía y demostrar que los trabajos estaban copiados. El estilo repetido, las reflexiones idénticas y algunos errores le habían llevado a esa conclusión —me contaba que uno de los deshonestos estudiantes había hecho la búsqueda en inglés intentando así despistar el origen, pero se había olvidado de traducir un párrafo; otros aceptaban como bueno el título de obras clásicas cuya traducción desconocían y que la IA retraducía —La ruta de la servidumbre, de Hayek, en vez de Camino de servidumbre; también, el chat GPT se inventaba cosas que no tenían nada que ver ni con los artículos que tenían que comentar y ni siquiera con la asignatura—.
Si ya es difícil enseñar a quien no tiene gran interés en lo que les estás contando —el problema de muchos estudiantes que escogen carreras porque es para lo que les da la nota y no porque realmente les guste—, que perdamos uno de los elementos centrales de la formación y la evaluación es un enorme desafío.
Volver a querer saber
Para pelear contra estos retos, necesitamos que los estudiantes quieran volver a saber y los profesores volver a querer enseñar. No se me escapa que generalizar que ha desaparecido esa voluntad es falso: yo mismo he tenido este año muchos alumnos genuinamente comprometidos con el conocimiento. Aunque también a otros muchos que no sabían qué hacían en el aula, entre otras cosas porque no veían claro que hacer una carrera les fuera a cualificar para trabajar.
Es evidente que sería estúpido que alguien se apuntara a una academia de idiomas —que también van a desaparecer porque vamos a tener un profesor nativo que va a hablar con nosotros cuando queramos— e hiciera trampas con los ejercicios. No aprendería. Y si no aprende: ¿para qué pagar y perder el tiempo? Sin embargo, eso pasa constantemente en la universidad española. Una posible solución —al menos ayudaría— sería que todos los estudiantes tuvieran que aprobar un examen de ingreso en su respectiva carrera, donde fuera obligatorio leer y entender una veintena de libros y algunas películas que les darían el pulso de si realmente quieren pasar cuatro años de su vida con esos asuntos.
Si la universidad se convierte en una mera escrutadora de conocimientos en forma de examen, nos va a terminar pasando en todos los ámbitos lo que está pasando con los jueces, que parecen más señores de la horca del siglo XIX que servidores públicos del siglo XXI. Lo más peliagudo es que sin esfuerzo, no hay aprendizaje, igual que sin sudar no se fortalecen los músculos. Memorizar, leer libros voluminosos, no pasar un párrafo hasta que no se entienda, leer autores que han sido hitos en la disciplina no es tan sencillo como ver una serie de Netflix. Para que los estudiantes tengan interés en hacer esas cosas hay que motivarlos. Pero es casi imposible motivarlos si no vienen con algún interés. Y la Inteligencia Artificial no les va a ayudar porque lejos de entregar la posibilidad de juntar todos los puntos del dibujo, les entrega el fragmento o hace la generalización que debieran hacer ellos y ellas.
Las universidades han sido espacios esenciales de la construcción de ciudadanía democrática. Pero la universidad nunca ha “sabido” tanto como lo que sabe la IA. Procesar esa información requiere algoritmos (si viajas al espacio, debes escoger algún camino de los millones que hay en el firmamento). La ignorancia es la paradoja del conocimiento total de la IA. Al generalizar el conocimiento en los siglos pasados, la universidad hizo más transparente el funcionamiento de nuestra sociedad.Pero la transparencia es precisamente lo que estamos perdiendo con la IA.
Si los profesores vocacionales, los que quieren investigar y también enseñar, tiran la toalla habremos retrocedido cuando menos cien años. La universidad pública solo premia hacer artículos idiotas que no lee nadie, al tiempo que convierte a los profesores en burócratas. Y eso ocurre en un momento donde hay una Inteligencia Artificial que, no te preocupes, ya sabe ella por ti las cosas que antes sabías. El algoritmo decide por nosotros, pero su lógica queda lejos de nuestro control. Los riesgos son altos. Ponerse apocalíptico ayuda a buscar alternativas. Ponerse integrado es entregar el castillo.
Contra un mundo algorítmico secreto, empezar otra vez a pensarnos
Es tiempo de preocuparse. Un mundo algorítmico, donde todo se ha convertido en una mercancía (incluido un país entero, como pasa con Gaza), con medios de comunicación que mienten y una universidad que ya no garantiza el conocimiento y donde ignorar parece haberse convertido en un derecho, desemboca en gobiernos de extrema derecha que, como el de Milei, destruyen en meses lo que ha costado levantar decenios.
Es tiempo de repensar una universidad que enseñe y aprenda. En una sociedad donde la ciudadanía tenga ganas de aprender y de enseñar. Donde aprendamos Política contra la indiferencia. Porque igual que ya no sabemos ningún número de teléfono, si no volvemos a pensarnos, nos encontraremos que no sabremos cosas esenciales para el objetivo principal, que no es otro que vivir una vida que merezca la pena ser vivida.
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