Opinión
¿Qué pasaría si Europa cierra X?

Por Paulo Carlos López López
Profesor Titular de Ciencia Política en la Universidade de Santiago de Compostela. Secretario Xeral de Movemento Sumar Galicia
Los estudios sobre redes sociales han pasado de un optimismo inicial como consecuencia de su potencial transformador sobre un monolítico sistema mediático y como consecuencia de su impacto positivo en la participación política, a un pesimismo reinante en dónde se miden -y se discuten- sus efectos negativos en las democracias liberales, como son la desinformación o la polarización. En la campaña de Barack Obama en el año 2008 se establecía un punto de inflexión en la utilización de las redes para usos netamente partidarios (en aquella altura Facebook, principalmente), modificando el principio de organización (una genuina campaña de micro-mecenazgos y de movilización en los caucus) y la forma en la cual tanto militantes como votantes se relacionaban entre sí y dentro de la estructura de las organizaciones. Después vendrían las primaveras árabes y el 15-M, la tecnopolítica y los estados de ánimo, que, en el caso español, con una evidente estrategia de aparición en platós de televisión, cambiaría el sistema de partidos.
Ahora el ecosistema de redes sociales es más grande a nivel formal (además de Facebook, conviven X/Twitter, Instagram o TikTok), pero con un oligopolio de empresas tecnológicas que, mediante sus algoritmos, controlan el flujo de la información. ¿Por qué llegamos a esta situación? En el proceso de institucionalización de Internet en los 90, excluyendo la gestión de los dominios, el Estado y los gobiernos, por el hecho de situarse más allá de su soberanía, territorio y población tradicionales, no han querido regular en exceso algo que consideraban demasiado etéreo y fuera de su competencia. ¿Por qué podemos hablar con naturalidad de televisiones públicas y no de redes sociales públicas que conviven con las privadas? Ojo, no me malinterpreten: hablo del contexto occidental y de regímenes democráticos. Pues eso. El impulso inicial del espacio ha propiciado que sean esas empresas privadas las que gestionen gran parte de la información a nivel mundial sin estar sometidas a prácticamente ningún control de contenido (como sí están, aunque sea con un mínimo, los medios privados en el contexto europeo), con unos intereses que no tienen que coincidir con los de la ciudadanía ni tampoco con los de la democracia: gente informada, consciente y que construye sus preferencias a través de una racional contraposición de argumentos. Ante esta situación y la creciente desinformación y polarización, algunos Estados han reaccionado por encontrarse con un espacio público contaminado de noticias falsas y de posverdad, en donde los relatos y las narrativas se imponen a los hechos y a las políticas.
Con la compra de Twitter (ahora X) por parte de Elon Musk se ha abierto un debate. En el año 2021 una investigación en Alemania, Canadá, España, Estados Unidos, Francia, Japón y Reino Unido, afirmaba que el algoritmo de Twitter beneficiaba a la extrema derecha y a la derecha y no se sabía la razón. En aquella altura algunos intentamos explicarlo. ¿Sería por el tipo de lenguaje utilizado? ¿Sería por la coyuntura política? ¿Sería por la configuración de las comunidades digitales? Incluso, intentando sintetizar las aportaciones de investigadores como Pablo Barberá o Silvio Waisbord, explicamos que la polarización era intrínseca a la configuración de la propia red, habláramos de fútbol, de política o de si la buena tortilla llevaba o no cebolla. Ahora mismo no hacen faltan grandes investigaciones: X beneficia a la extrema derecha porque le da la gana al dueño. Desde la invención de la imprenta, la libertad de expresión depende de la voluntad del dueño de la imprenta, dirán.
¿Deben las democracias permanecer impasibles? Se ha visto que los intentos de control de la desinformación mediante verificadores imparciales (Quis custodiet ipsos custodes?), el fact-checking automatizado a través de la trazabilidad de la información o intentar convencer a las empresas tecnológicas ha fracasado. Muchos millones de euros de proyectos europeos con poco éxito. También la apertura de expedientes por parte de la Comisión Europea por incumplimiento de la Ley de Servicios Digitales. Para muestra, la última decisión de Mark Zuckerberg (META), en la línea marcada por Musk. ¿Y si, en lugar de intentar controlar lo incontrolable, directamente legislamos de raíz para acabar con la fuente de ideas contrarias a la democracia y a la convivencia, ideas abiertamente machistas, racistas y xenófobas? Si de forma sistemática alguien insulta y falta a la verdad, es responsabilidad de esa persona, y en una televisión se le quitaría el micrófono sin contemplaciones (¿o ya no?). ¿Pero qué harían si es el dueño de ese mismo medio es el que lo promueve y ampara? Existen códigos deontológicos y libros de estilo que lo impedirían. En este caso, no existen. Ni se le esperan.
Tenemos varias opciones con el problema en el que se ha convertido X. Lo ideal, una fuga masiva de cuentas de los y las demócratas y de las instituciones para convertirlo en una auténtica cámara de eco de la extrema derecha, como han hecho hace unos días 60 universidades alemanas de manera coordinada. Un pacto. Un cordón sanitario en la red. También una más eficaz legislación que exija, al igual que se hace con los medios de comunicación: ¿alguien duda a estas alturas que las redes sociales son una fuente de información a la que se les debe aplicar un mínimo control y una exigencia de equidad y pluralismo político? Un algoritmo democratizado, en código abierto y con cierto control público. Por eso de los pesos y contrapesos. Un medio privado tiene una línea editorial y, desde luego, es legítimo. Sin algunas redes y sus dueños quieren convertirse en actores políticos, deben respetar las reglas de juego, en dónde el ejercicio de la libertad de expresión tenga sus límites, tal y como establece el artículo 19.3 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, suscrito por el Estado español: el límite es el respeto a los derechos o a la reputación de los demás. Y, desde luego, en caso de no cumplirse, un amplio abanico de sanciones rápidas y eficaces.
Titulo este artículo ¿Qué pasaría si Europa cierra X? como parece que está amagando EE. UU. con TikTok, aunque por razones distintas. Muchos dirían que sería un paso hacia el autoritarismo, quizás, apelando a una desregulación dónde los poderes democráticos, electos de la voluntad popular, no tendrían la legitimidad para hacerlo por atacar un derecho fundamental. Déjenme ponerlo en duda: no se conculcaría el derecho fundamental a la libertad de expresión, ya que la ciudadanía tendría otros muchos lugares dónde hacerlo (más) efectivo. Porque, en la actualidad, no se puede ejercer la libertad de expresión en esa red. Es ficticia, inexistente. Es una red de odio. Pero que no entren en pánico los constitucionalistas ni los juristas en general, sabemos que no es el mejor escenario. Ni el ideal. Soy consciente de su dificultad, encaje legal y que podría abrir debates muy complicados que pueden volver como un boomerang. En todo caso, la democracia debe defenderse de quienes desean acabar con ella y se sienten impunes para hacerlo. En este escenario, debemos ser siempre graduales y garantistas. Regulación, control y reglas de juego claras. En las redes sociales se habla de política y el pluralismo debe estar garantizado por un algoritmo en abierto y con control. Y en caso contrario, que las empresas que lo incumplan se atengan a las consecuencias.
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