Opinión
Propósitos de Año Nuevo
Periodista
La cosa tiene ya el protocolo de un ritual. El año toca a su fin, las calles burbujean de urgencias consumistas y la televisión anuncia el cotillón de las campanadas, el jolgorio de la Puerta del Sol, el carillón, los cuartos y la madre del cordero. En medio de la tormenta de caspa, sonará una vez más el viejo hit de Mecano, cinco minutos más para la cuenta atrás, y olvidaremos por un instante que Nacho Cano se volvió un furibundo ayusista y Ana Torroja terminó heredando el marquesado que Franco le regaló a su abuelo. Pelillos a la mar. Estamos invadidos del espíritu navideño y nos cargamos de despreocupación y buenas intenciones. Este va a ser nuestro año, Maricarmen, ya verás.
Y claro. En un arrebato de euforia, arrancamos una hoja de un cuaderno de anillas y nos entregamos bolígrafo en mano al cíclico deporte de soñar despiertos. Este año voy a dejar de fumar, de verdad de la buena, porque el Marlboro se ha puesto por las nubes, tengo una tos de dragón y se me han quedado las uñas más amarillas que un plátano de Canarias. Este año, te lo juro por Snoopy, me apunto al gimnasio y como hay Dios que saco humo a las máquinas de cardio. Y a la academia de inglés que voy, very well fandango, que no hay quien se aclare con eso de las cookies, el malware, el firewall y qué sé yo.
Así, intoxicados de esperanza, escribimos una lista interminable de promesas sin notario y no tardamos en ponernos manos a la obra. Arrojamos los pitillos al cubo de la basura. Rellenamos la ficha del gimnasio y nos compramos unas zapatillas supersónicas con luces LED y podómetro. Encargamos en la librería del barrio un manual Oxford y nos sentimos por un segundo la reencarnación posmoderna de Virginia Woolf. Nada sobrestimamos más que la fuerza de nuestras resoluciones, decía el bueno de Samuel Johnson. Incluso aquellos que han desertado mil veces de sus propios propósitos parecen mantener su fe intacta.
Resulta que Oscar Wilde era aún más inclemente. En El retrato de Dorian Gray, Lord Henry clama contra las buenas resoluciones porque entiende que no ofrecen ningún resultado. Porque proceden de la vanidad, son intentos inútiles de interferir con las leyes de la ciencia y nos brindan emociones estériles. Tal vez por eso los estancos flojean en enero y los gimnasios se llenan de neófitos que vagan por los pasillos mientras los gymbros suspiran con un gesto de suficiencia o compasión. A mitades de febrero a más tardar, volverá a despejarse la zona y solo resistirán los asiduos, aquellos que no confían tanto en el optimismo de la ingenuidad como en el realismo de la disciplina.
Empujado por un prurito de curiosidad científica, me zambullo en los procelosos mares de la psicología en busca de respuestas. ¿Por qué carajo nos formulamos promesas que somos incapaces de sostener? ¿De dónde procede esta vocación masoquista? Los profesores Peter M. Gollwitzer y Paschal Sheeran defienden que los buenos propósitos no sirven de nada si carecemos de estrategias autorregulatorias. El asunto me suena a chino mandarín, de modo que continúo buceando entre legajos académicos hasta que desemboco en una clamorosa perogrullada: lo que cuenta no es tanto la promesa como el control exhaustivo de su cumplimiento.
“Puedo prometer y prometo”, decía Adolfo Suárez, “intentar elaborar una Constitución en colaboración con todos los grupos representados en las Cortes”. La promesa es un ejercicio de imaginación, una proyección apasionada hacia un futuro que nadie puede asegurar. Por eso a menudo se viste de metáforas y circunloquios. Por eso a veces se disfraza con medias palabras y letras pequeñas. Porque la promesa nos compromete, nos pone siempre en un aprieto, nos ata con los demás en un porvenir compartido. En el mercado de la democracia no siempre gana quien más cumple sino quien mejor se atreve a prometer.
Lo comenta Marina Garcés en El tiempo de la promesa. Prometer es abandonar las cárceles de lo posible e interrumpir el destino. No podría explicarse el auge del capitalismo sin sus promesas aspiracionales, sin una oferta de acumulación ilimitada y crecimiento infinito que ha terminado chocando con las fronteras de la realidad. Hay una economía inflacionaria de la promesa que llena el aire de expectativas frustradas. Pero Garcés argumenta que lo prometido es irreversible. Uno puede decir “no me acuerdo” o “nunca dije eso”, pero una promesa solo se invalida si se consigue borrar el rastro de la palabra dada. Ahí es nada.
Las elecciones tienen algo de año nuevo político. En sus programas electorales, los candidatos deslizan promesas que enfilan el futuro y consolidan un vínculo nuevo con el votante. Si me regalas tu confianza, yo te devolveré estos resultados. No obstante, ocurre más de la cuenta que los partidos políticos ignoran o aplazan sus compromisos y no dejan de fumar ni se inscriben en el gimnasio ni aprenden una gotita de inglés. “Programa, programa, programa”, decía Julio Anguita. “Verificación del programa”, habrá que decir para ser más exactos, pues ya sabemos que las palabras bonitas se las lleva el viento cuando no hay autorregulación.
“Ahora que llega el final de este año dos mil y pico nos toca mirar hacia atrás y recordar qué hemos vivido”, canta El Kanka. En mi cuaderno de anillas, al lado de los propósitos que no he sido capaz de cumplir, tengo anotados los ruidos cotidianos de la actualidad. Netanyahu ha desolado Gaza. La extrema derecha prosperó en las elecciones europeas. Trump regresó a la Casa Blanca. Las viejas izquierdas se resquebrajan en un mundo que no terminan de comprender. Necesitamos nuevas promesas. Nuevos delirios compartidos, diría Garcés. Pero necesitamos sobre todo cumplirnos lo prometido. Y nunca dejar de querer con entusiasmo lo que una vez ingenuamente quisimos.
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