Columnas
El PP vende otra moto
Por David Torres
Escritor
A primera vista, puede parecer que el PP es un partido monolítico, rígido y retrógrado, pero la historia reciente nos enseña que son capaces de subirse en cualquier moto previamente repudiada y de dar vueltas de campana en escalofriantes acrobacias ideológicas. Son el Evel Knievel de la política, salvando abismos patrióticos, sólo que con la bandera española a hombros en lugar de las barras y estrellas, y aterrizando siempre de una pieza. A lo largo de su accidentada carrera sobre ruedas, Evel Knievel llegó a saltar autobuses en fila, rascacielos y precipicios, fracturándose más de treinta huesos y sobreviviendo a caídas estrepitosas. Si lo han visto en algún documental o alguna película, ya saben que no estoy hablando en broma.
Con todo, las cabriolas circenses de Knievel palidecen al lado de los volantazos cuánticos del PP, un partido que se traga sus contradicciones con el mismo desparpajo con que el Gran Hermano de Orwell anunciaba que el enemigo a muerte de diez minutos atrás era de repente el aliado de toda la vida. Aznar lo hizo sin cortarse un pelo al calificar a ETA de "Movimiento Vasco de Liberación", una denominación inédita en la historia de la democracia y una frivolidad que llevaba hasta el límite el coqueteo con el terrorismo en una época en que la banda marchaba a un ritmo de quince o veinte muertos por año. Mucho tiempo después, con la ETA desmembrada y finiquitada, no ha tenido el menor reparo en resucitarla siempre que le ha venido en gana, sin que en el cambalache perdiera más que el bigote, al contrario que Knievel, que se rompió la cadera, la pelvis, el fémur, las rótulas y los tobillos.
No menos sensacional que las piruetas con el terrorismo vasco es el tira y afloja que mantiene la derecha española con el independentismo catalán, un travestismo político que deja los mejores esfuerzos de Almodóvar o John Waters a la altura de un número de cabaret. Algo lógico por lo demás, ya que los nacionalistas catalanes y vascos suelen ser unos señores muy de derechas antes que catalanes o vascos, y se llevan a partir un piñón con los nacionalistas españoles. Los patriotas presumen de banderita en el reloj, pero el corazón lo llevan en la cartera y es mejor que el dinero resida en Suiza, en Singapur o en Andorra, porque, a fin de cuentas, los billetes no hablan idiomas ni saben de fronteras.
Para ilustrar este desenfreno, acabamos de ver cómo Puigdemont, el archienemigo número uno de los españoles, ha pasado de improviso a la categoría de futuro socio en una de esas negociaciones donde los peperos demuestran que, por mucho que digan lo contrario, son unos entusiastas del género fluido. Otro tanto sucede en el PSOE, donde una semana cantan la Internacional y a la otra semana le dan una medalla a Meloni —su mano derecha no sabe lo que hace la izquierda—. Pero en el PP, aunque en público desconfíen de la Teoría de la Evolución de Darwin y Mayor Oreja asegure que él no desciende del mono, sino que se bajó dos paradas antes, no tienen el menor problema en leer poesía árabe y hablar catalán en la intimidad.
"Saben muy bien que hay que vivir el momento, sin mirar atrás ni tropezar en burdas incoherencias"
Ellos saben muy bien que hay que vivir el momento, sin mirar atrás ni tropezar en burdas incoherencias. Por eso hoy el ídolo a derribar es Pedro Sánchez, pactando con quien haga falta y vendiendo la moto que sea, del mismo modo que en su día el monstruo irreductible era Felipe González y hoy míralo: cualquier día estrena un despacho en Génova al lado de Joaquín Leguina. No les extrañe que, con el tiempo, el gran felón de Sánchez adquiera el marchamo de estadista redimido a fuerza de actualidad. La moto, al final, se la comen sus votantes con patatas, que tampoco le hacen ascos a nada.
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