Opinión
El placer de vivir (o enamorarse para hacer política)
Profesor de Ciencia Política en la UCM
-Actualizado a
Del amor y la esclavitud
Con Elie Wiesel hemos recordado muchas veces que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia.
El más oriental de nuestros filósofos, Hegel, era muy amigo de ver las cosas y su contrario. Así nos ayudó a entender que, si bien el esclavo está en los sótanos de la sociedad teniendo que regalar su tiempo, esfuerzo y cuerpo al señor, éste termina encadenado al esclavo y, a su vez, esclavizándose porque tiene enormes dificultades para poder hacer nada sin la ayuda de su cautivo. Esa peculiar sumisión del señor al esclavo, sin embargo, no nos hace olvidar que, a día de hoy, hay más consenso en que es mejor ser señor que ser esclavo y que en las sociedades decentes lo mejor es que ninguna de las dos cosas tengan otro espacio que en los libros de historia y en las series.
Decidido a pensar sobre lo importante, Hegel le dedicó también su tiempo a escudriñar el amor y sus desvelos. Quizá influido por su reflexión sobre el amo y el esclavo, llegó a habitaciones similares a las de la dialéctica entre el sometedor y el sometido. ¿O es que acaso no se esclaviza quien se enamora? ¿No es el amor la excusa más probada para tener sin tasa el cuerpo, el tiempo y el esfuerzo de la persona enamorada? ¿No cantan los poetas desde la antigüedad acerca de la cárcel de la pasión? Nadie puede dudar de que mucha gente vive el amor como un ansiolítico o una "certeza habilitante". Y lo mismo ocurre cuando se concluye que ese tipo de amor tiene más de mediocre que de brillante.
Algo fallaba, debió de pensar Hegel, cuando el análisis ponía en la misma balanza a Espartaco y a Julieta. Porque no puede ser lo mismo vivir como esclavo que vivir enamorado. El amor, al igual que la virtud, fue repartido por los dioses con capacidades iguales entre los seres humanos, de manera que cada cual tiene criterio suficiente como para entender que el amor no puede ser una condena, igual que sabe que la prudencia debe regir la vida colectiva. Saberlo no es hacerlo, valga recordar.
La más importante de las diferencias está en que en el amor, explicaba el profesor de Jena, "dejas de ser" para ser más. Te anulas para multiplicarte. Te disuelves para reencarnarte, te achicas para hacerte más grande.
Una diferencia no pequeña está en la voluntad: no escoges ser esclavo, mientras que sí puedes escoger, incluso en los amores más desgarrados, despistar la madrugada en otros labios. Otra diferencia reposa en que en el amor entregas el estar enamorado, no tu vida, tu voluntad y tu destino. Puedes ofrecer cierta desazón, un plus de intranquilidad, una inquietud con fogonazos gozosos, pero no es sino el cosquilleo de la vida y su pelea contra la entropía que te recuerda que aún sigues.
La más importante de las diferencias está en que en el amor, explicaba el profesor de Jena, "dejas de ser" para ser más. Te anulas para multiplicarte. Te disuelves para reencarnarte, te achicas para hacerte más grande. A tu vida incorporas la de la persona amada, y lo haces para atenderla, para vivirla, para tenerla y añorarla, de manera que no te esclavizas sino que te replicas en una tarea que excede tu individualidad egoísta. Algo que no le pasa al señor que usa al esclavo y que, sin embargo, le pasa a la esclava que ama a los hijos del señor a los que amamanta y cuida (No es vano, los griegos, que pensaban gracias a que no había redes sociales ni series, sabían que en el amor como filia y como ágape, la recompensa estaba en querer).
El amor como la gran asignatura pendiente
Desde que nos hicimos sedentarios se rompieron bastantes cosas. La Biblia, que es la que dicta el canon occidental y marca cómo entendemos los occidentales la vida, despreció desde el Antiguo Testamento a los animales, puestos al servicio de los seres humanos, igual que a las mujeres, puestas al servicio de los varones. Esta separación entre "naturaleza" y "cultura" sirvió para que Occidente ganara la carrera de la tecnología -sintiéndose superior a la tierra que nos cobija-, con el terrible resultado de hemos destrozado el planeta. Y, por supuesto, despreció a las mujeres, puestas al servicio de los hombres, algo que, tristemente, se comparte en casi todas las culturas.
Por eso, cada vez que ha hecho socialmente falta, a las mujeres las hemos abortado, vendido, prostituido, esclavizado, matado, encadenado al hogar, quemado por brujas, usado como arma en las guerras, explotado, violado en los baños de una discoteca o entre cinco en una fiesta de esas que llamamos populares.
Las leyes feministas son leyes que chocan contra profundos privilegios que tenemos la mitad de la población, varones. Y, como sabemos diferenciar lo que está bien de lo que está mal, entendemos que hacen falta leyes que terminen con ese privilegio. Pero perder privilegios cansa, como el trabajo, y, cuando nos juntamos los hombres, nos quejamos ante el presidente del Gobierno porque ya no podemos relacionarnos con las mujeres como antes, qué absurdo, y es que se ponen como locas si les tocamos el culo sin su permiso y reclaman una sexualidad pareja a la de los hombres. Hombres desbordados por la condición adulta de las mujeres que son comprensibles, como el presidente del PP, y llaman "divorcio duro" a lo que con demasiada frecuencia termina en el asesinato de la que , en ese "endurecido divorcio", intenta sobrevivir y ser digna.
En el desarraigo del mundo, por no amar ni nos amamos a nosotros mismos. El mundo se está yendo al basurero de, quizá, un lugar donde ni siquiera habrá historia. Hay que decrecer, pero es como asumir que tenemos que cortarnos una pierna gangrenada cuando no nos damos cuenta de que ya está muerta. Los ricos se suicidan yendo en submarino al Titanic y los desesperados se suicidan en pateras después de haberse suicidado ya en su tierra donde perdieron la esperanza. Y los que creen que el planeta no tiene límite nos suicidan a los demás agotando la tierra, el aire y el agua mientras sueñan que se van a ir a vivir a Marte. La extrema derecha, que tiene como campamento base de su modelo de sociedad la familia tradicional, con la mujer y los hijos sin derechos y supeditada al hombre, crece y crece en este mundo moribundo, y ya no sirve la memoria para detener su ascenso electoral. Todo el mundo se siente maltratado de alguna forma, y en las redes sociales escupen su dolor poniéndolo a competir con los dolores de los demás, una humanidad que se despliega en la nada de las redes y a la que desprecian a no ser que tomen sus mismas medicinas.
Hay un club de agraviados que suma y suma: los que siempre han querido cagarse en el convento porque no ven otro adentro que su ombligo, los que creen que follan menos de lo que merecen, los que quieren consumir sin que nadie les recuerde que el planeta es finito, los que se cargan de razones para no deberle nada a nadie, los que quieren abusar de niños y, al tiempo, ser reconocidos como los campeones de la moralidad y la familia, los que quieren torturar animales y que se lo reconozcan como arte, los que no quieren tener dudas de que su sexualidad es la única y su dios el verdadero, los que tienen miedo y necesitan creerse el cuento de la patria, los que quieren alquilar vientres, los trajeados que ganan el salario mínimo, se comen todos los días un sándwich al mediodía y se creen lobos de Wall Street, los que quieren gente migrante haciendo el trabajo sucio pero no quieren leyes que les obliguen a respetarles... A todos ellos, la nueva derecha les dice: ¡yo os autorizo!
De la Segunda Guerra Mundial salimos, por su horror, queriéndonos un poco más. La Declaración Universal de los Derechos Humanos es una declaración de amor a la humanidad. El contrato social de la democracia se asienta en un principio moral de reciprocidad que, a su vez, reposa sobre un principio ético, esto es, de amor al prójimo. No es mera conveniencia, sino un sentimiento que implica que con los demás estás dispuesto a hacer algo que desborda lo que marcan las leyes. Se ve evidentemente en el futbol, en las catástrofes, ante un abuso evidente, en un accidente, pero no se ve en la política, en la defensa de las políticas públicas, en la asunción decidida del decrecimiento, en la defensa política de las mujeres. No son canallas todos los que votan a la extrema derecha. Pero se vuelven cómplices de su maldad apoyándoles en las urnas. Casi siempre a los patriotas les sobran la mitad de sus compatriotas. Curiosa forma de sentir la patria.
Si hubo poesía después de Auschwitz ¿no vamos a poder nosotros?
Una sociedad sin sentido es una sociedad moribunda que termina mordiéndose sus propias heridas. Si los supervivientes de los campos de concentración fueron capaces de encontrarle sentido a nuestro paso por la Tierra, ¿no vamos a ser capaces nosotros? Y la clave estaba ahí: en volver a aprender a amar. Algo de lo que nunca habla la política. ¿Somos capaces de imaginar una campaña política que descanse en el amor? Adam Smith, tantas veces esgrimido para justificar la lucha de todos contra todos, hoy puede parecer un bolchevique enamorado cuando afirma en su Teoría de los sentimientos morales:
Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla.
Amar como el principal sentido para el placer de vivir. Amar para dejar de mirarte el ombligo y dejar de confundir tu egoísmo con el dolor del mundo. Amar para salir de la trampa del narcisismo. Amar para saber que tienes que hacer el esfuerzo de votar. Amar para hacer la revolución bailando con una música que vuelva a convocarnos. Amor que cada cual debe resolver atreviéndose a amar. Que no es necesariamente lo mismo que una balada de Alejandro Sanz, un desagravio de Shakira o Rosalía o un recalentamiento antes de salir de Bad Bunny.
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