Opinión
¿Ortega 'ad infinitum'?
Por César G. Calero
Periodista en América Latina.
Daniel Ortega ha ganado las elecciones en Nicaragua. Si retrocediéramos en el tiempo, hasta 1990, ésta podría haber sido una excelente noticia para el país centroamericano. Pese a la guerra y el bloqueo impuesto por Washington, el Frente Sandinista de Liberación Nacional habría contado todavía con el apoyo mayoritario de su pueblo y se dispondría a seguir construyendo revolución. Ucronías aparte, de aquel sueño romántico solo quedan los colores rojinegros de la bandera del FSLN, ondeantes en Managua la pasada noche electoral. Como en 2016, Ortega, de 75 años, ha vencido en las urnas por una aplastante mayoría y enfila su cuarto mandato presidencial consecutivo junto a su fiel esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo. Para 2026, habrá gobernado en Nicaragua durante más de un cuarto de siglo. Y todo gracias a Dios, como diría la devota pareja presidencial.
El régimen autoritario impuesto por Daniel Ortega en Nicaragua no es comparable con aquella trituradora de vidas humanas que fue la dinastía de los Somoza. Quien vea similitudes, mira la realidad con lentes desenfocadas. Pero el FSLN de Carlos Fonseca no se alzó en armas contra Anastasio Somoza para que su movimiento político acabara en manos de una pareja de iluminados que, con tal de aferrarse al poder, ha sido capaz de pactar con dirigentes corruptos de derechas, las principales fortunas del país y el sector más reaccionario de la Iglesia.
Las elecciones del 7N dan cuenta de esos contubernios tramados por Ortega y Murillo. Según resultados preliminares, el FSLN habría obtenido alrededor del 75% de los votos, mientras el derechista Partido Liberal Constitucionalista (PLC) se quedaría con cerca del 15%. Hace dos décadas, Ortega pactó con un dirigente de ese partido, Arnoldo Alemán (entonces presidente y más tarde condenado por corrupción), un reparto de las instituciones y el poder en Nicaragua. Ambas formaciones acaparan hoy el 90% de los votos. Con varios potenciales candidatos presidenciales en prisión o en el exilio, el resto de aspirantes que accedieron a presentarse a los comicios apenas se quedaría con un 10% de la tarta electoral. Son los denominados zancudos, acostumbrados a vivir del sistema a cambio de participar como comparsas.
Tras el pacto con Alemán, Ortega siguió mostrando su falta de escrúpulos. Antes de las elecciones de 2006 se acercó al cardenal Miguel Obando, quien lo había comparado con una víbora en sus homilías preelectorales. Y cinco años después, en 2011, nombró vicepresidente de su gobierno al derechista Jaime Morales Carazo, ex banquero y ex dirigente de la guerrilla de la Contra (la milicia financiada por Estados Unidos). Tras el triunfo de la revolución, en 1979, los sandinistas confiscaron la casa de Morales Carazo. Su nuevo inquilino fue un joven comandante: Daniel Ortega. La realpolitik puede con todo.
El apoyo popular con que ha contado Ortega en los últimos años no ha sido menor. Su regreso al poder en 2006, tras perder tres elecciones consecutivas, se produjo en un contexto regional muy favorable, con las materias primas por las nubes y el chavismo ejerciendo como locomotora ideológica y económica de sus aliados. Ortega apeló a su pragmatismo para favorecerse del maná bolivariano sin desdeñar las relaciones comerciales con Estados Unidos. La agenda social se plasmaba en el retorno a la gratuidad de la sanidad y la educación y el impulso de planes de acceso a la vivienda y de lucha contra la pobreza. Al mismo tiempo, el comandante coqueteaba con el neoliberalismo, seducía a los empresarios y abría las puertas a una pujante inversión extranjera. La revista Forbes llegó a hablar en 2014 del “milagro nicaragüense”.
Ese respaldo popular y el idilio con los empresarios comenzó a quebrarse en abril de 2018. La aprobación de una reforma regresiva del sistema de seguridad social provocó una oleada de protestas estudiantiles que se saldaron con más de 300 muertos. La estabilidad pretendida por Ortega y Murillo se resquebrajaba. Desde entonces, la represión ha ido en aumento y en paralelo a un creciente rechazo del régimen por parte de la ciudadanía. Pese a todo, Ortega cuenta todavía con un buen número de seguidores, algo por debajo del 20% del electorado, según la consultora CID-Gallup. Pero ese sostén incondicional de muchos nicaragüenses que todavía lo ven como un líder revolucionario, no sería, sin embargo, suficiente para mantenerlo en el poder. El resultado provisional del 7N es engañoso. Según el Consejo Supremo Electoral, controlado por Ortega y Murillo, el domingo habría votado el 65% de los 4,5 millones de electores. Por su parte, el Observatorio Ciudadano Urnas Abiertas, fuera de la órbita oficialista, ha rebajado la participación al 18,5%. Sea como sea, los comicios estaban ya viciados de antemano por la detención de siete precandidatos presidenciales.
La oposición, en cualquier caso, no ha logrado articular una alternativa clara al orteguismo. Nicaragua, todavía en el furgón de cola del desarrollo económico en América Latina, no puede someterse a fórmulas neoliberales, tan aciagas para los países de la región durante décadas. Las sanciones económicas internacionales, como la que planea la administración de Joe Biden a través de la denominada Ley Renacer, solo perjudicarían a la población, nunca a sus dirigentes, como ha quedado patente con el histórico bloqueo a Cuba, verdadero anacronismo de la Guerra Fría, o las más recientes sanciones a Venezuela. Los gobiernos de Colombia y Chile también han reprimido con extrema dureza a aquellos que se manifestaban contra sus políticas en los últimos tiempos, y ni Estados Unidos ni la Unión Europea se han rasgado las vestiduras por ello, ni han exigido sanciones económicas contra Iván Duque o Sebastián Piñera, dos mandatarios también manchados de sangre.
Como en el caso de Venezuela, la única salida a la encrucijada nicaragüense es el diálogo. Algunos analistas vislumbran un giro en la acción política de Ortega, una vez amarrada la victoria y con otros cinco años de mandato por delante. El régimen relajaría la represión contra las voces disidentes (hay unos 150 presos políticos, según organismos de derechos humanos) e iniciaría un proceso de diálogo con algunos sectores de la oposición. Ivan Briscoe, del International Crisis Group, traslada a Público un posible escenario postelectoral: “Ortega es consciente de que necesitará buscar un nuevo pacto de gobernabilidad en su próximo mandato para hacer frente a los cuestionamientos internos y externos sobre su reelección. Probablemente, buscará la reanudación de un diálogo ‘a su medida’ que solo incluya a sectores complacientes, como ya lo anunció. El reto será persuadirlo a transformar este ejercicio en un proceso inclusivo y que apunte a una resolución negociada de la crisis política y humanitaria en la que el país está sumergido".
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