Opinión
Los nuevos vikingos y los dolores del mundo
Profesor de Ciencia Política en la UCM
Una paradoja de estos tiempos está en que conforme hay más estímulos para la desconexión y el entretenimiento, cuanto más abundantes son las invitaciones para cortocircuitar los canales de la compasión, con más radicalidad regresa la urgencia de hacernos cargo entre todos y todas de los dolores del mundo. Esa oferta infinita y accesible de ocio e indiferencia, como ocurría con la gratuidad de las redes sociales, siempre lleva un precio escondido: que vuelvan a saquear nuestro mundo los vikingos.
Cada día va a ser más evidente que ni siquiera los más ricos -entre países o dentro de cada país- van a poder escaparse del huracán que se está levantando. Porque haciendo lo mismo no vamos a tener resultados diferentes.
Va a faltar en todos lados agua, energía, cobijo, alimento, sentido y paz. Sobre todo, paz. Basta pensar que el genocidio que quiere perpetrar Israel en lo que queda de Palestina es una respuesta agónica frente a un mundo que se está escapando, y que los Estados Unidos ya no va a ser capaz de sostener. Las barbaridades que se cometan y las víctimas que se creen van a tener memoria. Palestina aún recuerda la Naqba de 1948. Con violencia siempre habrá incertidumbre.
Siempre nos construyen nuestros enemigos, y la falta de salidas radicaliza los caminos. La extrema derecha mundial -en esa extraña alianza de neoliberales, anarcocapitalistas, conservadores, ultras religiosos, militaristas, racistas, colonialistas, machistas, corruptos y perplejos-, que siempre fue antijudía, hoy abraza las políticas de Israel porque son las políticas que ellos querrían aplicar en sus países. Es lo que hicieron en América Latina con Colombia bajo el mandato del presunto criminal y patrón de asesinos Álvaro Uribe. Son los mismos que ayer defendían el régimen del apartheid en Sudáfrica -régimen que defendieron, entre otros muchos, Milton Friedman o Friedrich Hayek, con el argumento de que la democracia no era para los negros-.
Hoy, miran con envidia la política de segregación de Israel, su uso autorizado de la violencia militar y de los colonos usurpadores, la articulación del derecho como una continuación del Ejército, el desprecio a las víctimas, la justificación del asesinato, el expolio de las tierras y riquezas de la gente ocupada, las mentiras que demonizan y los bulos que azuzan el odio y justifican las barbaridades. Son los nuevos vikingos con derecho a saquear, raptar, violar o asesinar en nombre de su santo derecho a ser libres por encima de cualquier cortapisa. Sólo saben una cosa: que tienen derecho a hacer lo que quieran porque la sociedad no existe, solo individuos actuando en el mercado.
Rotas, por el desmantelamiento del Estado social, las barreras que defendían el espacio público, hoy, ante el desorden del mundo que anunció la crisis económica de 2008, agitan el victimismo para justificar que, o se hace lo que ellos quieren, o patean el tablero. La misma extrema derecha, que ha arrastrado a la derecha, y no ve a sus víctimas, se considera víctima de la pérdida de sus privilegios. Y se dan razones para odiar a los que les frenan su 'libertad'. Y primero odian, y luego buscan los argumentos.
Los mismos que bramaban porque ya no iban a poder tener sexo sin firmar antes un contrato, los mismos que defendieron a los miembros de la manada que violaron a una niña inconsciente, a los futbolistas del Arandina o a Rubiales, el seleccionador de la Federación Española de fútbol, braman cuando se rebaja unos meses la pena a un violador (a quien, por lo general, un juez le perdona los agravantes para sacarlo antes). Primero odian, luego piensan.
Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas, y las preguntas son tantas que sólo puede resolverlas por nosotros -y quizá contra nosotros- un algoritmo. Se está complicando demasiado el mundo. Las desigualdades, que generan en unos rabia y en otros miedo; los virus en el software, probado que la naturaleza diseñó durante cientos de siglos y que amenazan con llevarse por delante, con catástrofes climáticas, tu paella, mientras disfrutas de un idílico lugar de vacaciones; el agotamiento de una geopolítica sostenida con las bases militares norteamericanas y su capacidad de matar; el contraste entre los anuncios de una vida placentera y la realidad del día a día; la tranquilidad perdida de los museos; pasear con los tuyos en tu ciudad; estar en una escuela impartiendo o recibiendo clases…
En alguna ocasión hemos comentado que la petición de Gramsci de oponer al pesimismo de la inteligencia el optimismo de la voluntad no era una ingenua mirada que pensara que, si te esfuerzas, vas a conseguir lo que quieras, como en el más idiota de los libros de autoayuda. Era la asunción de que sólo inyectando pueblo consciente en la realidad social se podía superar la noche oscura del fascismo. La voluntad es el camino que emprendes cuando has entendido tu lugar en la vida. El optimismo de la voluntad es entender que a los vikingos hay que parales los pies y que para pararles los pies tenemos que hacer nuestros los dolores del mundo.
Pasar por el planeta entretenidos es una manera idiota de gastar el regalo de la vida. No en vano, lo que significa para la amplia mayoría lo más relevante de la vida, que es su familia, no es un lugar por el que quieres pasar distraído. Muy al contrario, hay ahí a menudo un sacrificio que deja de ser un dolor, porque tiene la recompensa de haber hecho lo correcto. Es al amor en la perspectiva de San Agustín, Hanna Arendt o el Che Guevara.
Hemos olvidado que somos una gran familia, a la que pertenecen todos los que viven con nosotros y también los que aún no han nacido pero pisarán estas calles, plazas, tierras y arenas. En esa desmemoria se hacen fuertes los vikingos. Empezar a hacernos preguntas es empezar a recuperar la consciencia. Aunque duela.
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