Opinión
Mirar al Sur para perder (al menos en parte) el Norte
Por Itxaso Domínguez
Analista especializada en Oriente Próximo y Norte de África
La prospectiva nada tiene que ver con adivinar el porvenir, pero ayuda a entender no sólo éste, sino también presente y pasado. Aplicada a la llamada Vecindad Sur de la Unión Europea, se convierte en una herramienta para identificar errores en el diagnóstico y puesta en práctica de políticas con nuestros vecinos, pero también -y sobre todo- insuficiencias en nuestra percepción, comprensión y escucha de estos países y sociedades.
¿Cuáles son las principales tendencias a la hora de reflexionar sobre la Vecindad Sur? Destacan las fracturas socioeconómicas y sociopolíticas entre poblaciones y élites. El énfasis en la centralidad de estas élites, tanto políticas como económicas, obedece a la necesidad de plantearse quiénes son los actores que a lo largo de años y décadas han explotado los recursos -humanos y naturales- de los respectivos territorios para su beneficio casi exclusivo. Esto ha resultado en la exclusión de la ciudadanía plena de millones de individuos condenados a la informalidad, al eslabón más bajo de las relaciones clientelares, a la desprotección absoluta… entre muchas otras formas de violencia estructural. A ésta se añade la violencia corpórea que muchos gobiernos ejercitan en perfiles diversos de represión, violencia colonial en los casos de los pueblos palestino y saharaui.
La violencia estructural es el elemento que conecta gran parte de las dinámicas que podemos observar en el medio y largo plazo. Una violencia a la que se ven sometidas las sociedades en su conjunto, expuestas a esquemas de ciudadanía condicional. Ciudadano pleno es aquel que no traiciona a la nación osando levantar la voz contra sus desmanes. Dan buena prueba de ello los ejemplos de Rami Shaath en Egipto, Omar Radi en Marruecos, Amira Bouraoui en Argelia, Nizar Banat en Palestina… Aún cuando cumplen con el pacto de silencio y lealtad, otros colectivos se ven casi automáticamente excluidos del corpus de la ciudadanía: mujeres, jóvenes, individuos LGTBQ y minorías, muy particularmente racializadas. La única igualdad a la que pueden aspirar es la de su condición de consumidores, de productos o de propaganda. Incluso en el caso de Túnez como ‘faro democrático’, la reacción desproporcionada de las fuerzas de seguridad y la desesperación material dan fe del carácter estructural de los regímenes que los ciudadanos pretenden recuperar.
Tal y como han demostrado las revueltas en Argelia, Líbano, Irak, y la intensificación de manifestaciones en Túnez o Egipto, la desafección ciudadana irremediablemente deriva en una continuación de las movilizaciones que comenzaron en 2010/2011. Con una diferencia no desdeñable: muchas veces se verán confrontadas por regímenes aún más asertivos que no dudarán a la hora de imponer su modelo de ciudadanía, incluso aunque esto pueda llevar a la guerra. Esta contrarrevolución está cofinanciada en numerosas ocasiones por las capitales del Golfo, y tristemente bendecida por omisión desde las capitales del Norte, prisioneras del falso dilema entre estabilidad y democracia. En el Norte hacemos cada vez más patente, comunicados expresando grave preocupación mediante, nuestro sostén a aquellos cirujanos de hierro que, como mal menor, prometen hacerse cargo de que nuestras costas y sociedades estén seguras. Lo que hagan con las suyas es otra historia. ¿Cuán sostenible es este modelo?, podrían preguntarse en las cancillerías.
De forma mucho más marginal de lo que se cree, alternativas a la movilización son la movilidad humana y la radicalización, cuando la desesperación alcanza elevadas cotas. Estos fenómenos arrojan luz sobre lo imperativo de enfocarnos sobre sus causas y no la obsesión con la amenaza per se. Una ofuscación emulada en el Sur, donde se adoptan políticas migratorias y leyes antiterroristas destinadas a limitar derechos, y se instrumentaliza al migrante como arma negociadora. A este respecto resulta fundamental recordar que lo que es percibido como una afluencia masiva de personas migrantes en nuestras costas no es tal. Las consecuencias nocivas son, además, en el medio plazo, mucho más perniciosas para sociedades que pierden miembros y cerebros, dispuestos a echarse al mar, pero también a conformarse con un futuro de informalidad y supervivencia a duras penas cuando la migración no es posible.
La violencia estructural se expande a ámbitos en los que se pone en peligro la seguridad humana de las poblaciones de forma indirecta, como la salud, la emergencia climática, la planificación urbanística, o la digitalización. Los regímenes esquivan adoptar reformas de calado que miren al medio, no digamos largo, plazo, exclusivamente absortos por su supervivencia. La pandemia de la covid-19 ha dejado claro que la única salud que importa es la de los trabajadores. El colapso del Líbano evidencia la vulnerabilidad de la clase media árabe cuando los sistemas de provisión social son una entelequia y reina el ‘sálvese quien pueda’. Activistas por el clima son atacados por gobiernos que sólo adoptan medidas cosméticas pero acuerdan uno tras otro planes de modernización con instituciones financieras internacionales. Las sociedades envejecen sin que los estados se doten de las estructuras necesarias. Las ciudades se estiran ad infinitum creando bolsas de pobreza, violencia y marginalización, mientras las periferias languidecen. Los avances digitales son utilizados en cada vez mayor medida para reprimir que para movilizar.
A pesar de todo lo anterior, cada vez que hacemos referencia a la Vecindad Sur, resulta casi inevitable que los debates giren en torno a amenaza migratoria, terrorismo, conflictividad, religión… y, sin pretenderlo o no, reproducen consideraciones binarias que hace no tanto distinguían entre un Norte civilizado y un Sur repleto de salvajes incapaces de subirse al carro del progreso. Esta percepción es criticada, desde aquella ribera, al hacer referencia a la estrategia articulada por la UE y sus Estados miembro, por seguir esquemas asimétricos que en poco o nada tienen en cuenta las exigencias de los actores locales y en mucho o demasiado reinciden en imponer modelos estériles, en ocasiones incluso lesivos, como es el caso particular de los acuerdos de libre comercio o en materia migratoria. En ocasiones lo revisten de envoltorios verdes, digitales o de empoderamiento de la mujer y apoyo a un determinado tipo de sociedad civil como barnices de despolitización que no osan contribuir a, ni siquiera sugerir, una verdadera transformación. La consecuencia es que desde la UE se han ‘invertido’ millones de euros, pero la brecha entre riberas sigue creciendo, en términos evidentemente materiales, pero también de respeto de derechos individuales y colectivos. En el camino, algunos se han enriquecido en orilla y otra, eso sí.
Aquí entra en juego nuestro titular. A día de hoy, más de 25 años desde el Proceso de Barcelona, reformulación de estrategia tras reformulación de estrategia, el espíritu de nuestra política hacia la Vecindad no ha cambiado en exceso. Nuestra estabilidad (o aquello que percibimos como tal) sigue representando la prioridad, incluso aunque esto conlleve condenar a aquellas sociedades a regímenes y sistemas que no aseguran su dignidad y seguridad humana, tampoco el respeto de sus derechos humanos más básicos. No queda además claro cómo haremos cuando retos compartidos, pero no abordados, como la emergencia climática, compliquen asimismo nuestro futuro, y nos demos cuenta de que la situación no era sostenible para ellos… ni en última instancia tampoco para nosotros. Únicamente un replanteamiento genuino de nuestra relación bilateral y multilateral, en clave de horizontalidad y desmantelamiento de asimetrías, garantizará que, de una vez por todas, exista la posibilidad de que se cumplan los valores y principios en virtud de los cuales afirmamos que somos unos aliados preferibles frente a potencias como China o Rusia.
No nos engañemos: esto, inevitablemente, implicará ceder -al menos en parte- a lo que hemos sido, representado y obtenido hasta ahora, e incluso nos obligará a darnos de bruces con nuestros propios dilemas estructurales e insuficiencias de un modelo que también en Europa y España crea jerarquías y abandona periferias. Necesitamos lo que para algunos y otros representa perder el Norte, aunque con diferentes significados. Para, por fin, poder mirar al Sur sin inexorablemente sentir que les hemos fallado (más bien, vuelto a fallar).
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