Columnas
El hombre que se querellaba demasiado
Por David Torres
Escritor
No es sencillo explicar cómo es que un señor que confesó haber defraudado cientos de miles de euros a Hacienda pone en marcha dieciocho querellas (de momento) a varios políticos y periodistas por haberle llamado nada menos que “defraudador confeso”. Tal vez, si hay juicio un día de éstos, habría que llamar a declarar a la Real Academia Española de la Lengua para elucidar estas arduas cuestiones de semántica, y consultar, de paso, a unos cuantos expertos en mecánica cuántica. Sospecho, sin embargo, que el problema viene de lejos, de esa antigualla incrustada en el artículo 18 de la Constitución y denominada “derecho al honor”, la cual presupone no que todos los españoles tengamos honor, sino que todos tenemos derecho a tenerlo.
Lo del honor, en efecto, es una cosa muy española. En mis tiempos de profesor de literatura intentaba explicar a mis alumnos que precisamente por eso las obras de Lope, Calderón y demás ases del Siglo de Oro no habían aguantado tan bien el paso del tiempo como las de Shakespeare, Marlowe y otros isabelinos. El teatro de Shakespeare habla de la ambición, el amor, la venganza, el poder, los celos y otros conflictos universales, mientras que a Lope y a Calderón les interesan sobre todo los asuntos de honra (que no es exactamente lo mismo que el honor, pero para el caso vale) donde lo que cuenta es lo que van diciendo de uno a cuenta de los deslices de la esposa, la hija o una bisabuela que tuvo el mal gusto de liarse con un morisco.
A este señor llegan a conocerlo Calderón de la Barca o Lope de Vega y le habrían dedicado sendos dramones en octosílabos rimados con un resultado no muy distinto al de los apabullantes legajos judiciales con los que sus abogados tratan de intimidar al presidente del gobierno, al Fiscal General del Estado y a cualquiera que se atreva a recordar que un día confesó haber defraudado a Hacienda trescientos y pico mil euros. Por cierto, no me negarán que El defraudador confeso suena a título de una de esas comedias que Lope se despachaba entre el almuerzo y la cena, y que podía empezar así, más o menos:
Si me dicen que defraudo,/presidente, fiscal, él o ella,/ya pueden romper la hucha/porque les toca querella.
Otro posible título para la comedia sería El ciudadano anónimo, que es como Isabel Díaz Ayuso denomina a su novio: un individuo desvalido que únicamente cuenta con la protección del PP en bloque, de la presidenta de la Comunidad de Madrid, de su director de gabinete (también conocido como MAR o el Triturador), de media docena de periódicos subvencionados por el gobierno madrileño, cuatro emisoras de radio, unas cuantas cadenas televisivas y un batallón de cuñados. Al igual que otros superhéroes (Superman, Batman, Spiderman), intentó salvaguardar su anonimato mediante diversos disfraces (mayormente gafas y peluca), pero le precedía la fama de sus hazañas financieras.
Porque no me negarán que es una verdadera hazaña facturar 3,7 millones de euros a través de una empresa, Maxwell Cremona Ingeniería S.L., que no contaba con un solo empleado y que constaba básicamente de un ordenador, una impresora y un Porsche Panamera. En 2017 facturó poco más de ocho mil euros anuales y durante los años siguientes las cifras se fueron incrementando poco a poco, pero conocer a Ayuso y empezar a firmar contratos con Quirón y Arval fue todo uno. Por supuesto, la presidenta no tiene nada que ver con su éxito meteórico y el fabuloso despiporre de ceros, aunque, la verdad, uno se pregunta para qué demonios le harían falta el ordenador y la impresora.
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