Opinión
Los herederos de Kerouac y los deheredados del Dharma
Por Silvia Grijalba
Escritora y Periodista
Desde hace dos años vivo en la Ruta 66. No es una metáfora de una vida nómada, es literal. Mi dirección es 343 Central Avenue, Albuquerque, NM, Historic Route 66. No es tampoco casualidad. Una de las razones que me llevó a elegir Albuquerque como posible destino vital, entre muchas otras ciudades más cómodas o más prestigiosas para residir y dirigir uno de los Institutos Cervantes del mundo, fue el eco de Kerouac, de En el Camino y, claro, la Ruta 66. Justine me lanzó a Egipto y Sal Paradise a Nuevo México. Los caminos del corazón son inescrutables y las visiones del mundo dependen mucho de tu educación sentimental, en mi caso, como el de muchos otros nacidos en los 60, conectada con la contracultura. Vivir en plena Ruta 66 en pleno centenario del nacimiento de Kerouac hace que una se resitúe, por no usar “repensar” (ese anglicismo tan de moda últimamente). Esta calle, la “Madre de América”, tal y como la citaba Steinbeck en Las Uvas de la Ira, es el ejemplo de lo que actualmente significa Kerouac y de las diversas formas de su legado. El idealizado y el real.
En la larguísima Central Avenue de Albuquerque está Nob Hill, el barrio de los “modernos” de esta ciudad. El sitio donde las cafeterías tienen leche de anacardo porque ahora resulta que la de soja es mala para la salud, aunque no tanto como la de vaca. El lugar donde una tienda de cómics de segunda mano convive con una de libros que se llama “Organic books” y la zona donde los esqueléticos chicos de barba, gorro de lana y jerseys con agujeros pasean a primera hora de la mañana portando un vaso de cartón rebosante de jugo de verduras recién ordeñadas y un ejemplar de “Yonqui” de Burroughs.
A 2 millas hacia el Este llegas a la frontera invisible. Lo adivinas por el olor. Si te cruzas con un delgadísimo y atractivo chico con barba, gorro de lana y jersey con agujeros, no huele a “Santal 33” de Le Labo sino a orín de sí mismo. Y de los restaurantes de la zona sale un aroma a fritanga de alitas de pollo sin etiqueta de “humanely raised”. En una mano llevan un vaso lleno de un refresco rebosante de azúcar y en la otra una ampolla Fentanyl, de los laboratorios Janssen.
La diferencia entre ser “beatnik” en los 50 o “hípster” ahora mismo y vagabundo entonces y ahora está en el origen. Si tienes un colchón familiar. Desde siempre, si vienes de una familia acomodada, puedes permitirte ser bohemio y vestir como si vivieras en la calle.
Kerouac lo sabía y esa consciencia se reflejó en aquel Los Vagabundos del Dharma y en su deseo de separarse de todo lo que luego mitificamos respecto a la Generación Beat. La gran diferencia entre lo que Kerouac cuenta en Los Vagabundos del Dharma esencialmente y, de paso, en En el Camino es que en los años 50 se mezclaban los sin techo crónicos y los beatniks que buscaban nuevas experiencias. Los viajeros de la Ruta 66 sabían que podían hacer el trayecto de vuelta. Quizá por eso ahora, en el Centenario de Kerouac, en Estados Unidos no se alude de una manera tan feroz como en Europa a ese elemento de libertad, de experiencias, de desenfreno, de viajes como polizón en trenes de mercancías, de vida nómada y bohemia que ha constituido el mito europeo de la Generación Beat. Aquí, ahora, hablar de los sin techo es tocar un tema especialmente aterrador porque las calles se han llenado de desheredados de la clase media que pueden estar en la calle por una factura de una operación de apendicitis. No hay sitio para el romanticismo que conlleva la palabra “vagabundo”. En cambio en Europa sí se ha elevado a mito al adalid de la contracultura. El ejemplo más significativo es el de Kim Jones, diseñador de Dior, que se ha inspirado en el viejo Jack y otros autores de la Generación Beat para la colección de otoño invierno de este año de Dior Homme. Su prenda estrella es una camiseta de algodón blanco con una foto del original del rollo manuscrito de En el Camino y un retrato de su autor. La prenda puede estar en el armario construido con tuberías y pallets de cualquier ático de un joven de alguna gran ciudad europea si paga 890 dólares por ella.
Kerouac, encarnado en los tramos de la Ruta 66, viene a contarnos en este Centenario que los vagabundos del Dharma ahora se llamarían “sin hogar” (perverso eufemismo) y que los nuevos bohemios, los reyes de la contracultura, llevan camisetas de Dior con la cara de uno de los escritores que mejor ha sabido narrar la historia de América del siglo XX. Aunque, a veces, se nos olvide.
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