Opinión
La esperanza como disciplina
Por Marga Ferré
Presidenta de Transform Europe
La luna se puede tomar a cucharadas
o como una cápsula cada 2 horas.
Jaime Sabines
Empieza 2025 y detecto un ambiente depresivo, al menos en medios y redes: como si solo lo malo fuera narrable. Hasta Carlos Amor, de normal maravilloso, hizo un resumen del 2024 absolutamente deprimente. No niego, ratifico, los horrores de nuestra época, pero hay algo en esta narrativa desesperanzadora que no me encaja, que me chirría. Vivimos tiempos de guerras, genocidios, catástrofes climáticas, violencia machista y racismo indisimulado… lo que me rechina no son los hechos, sino que se narren como inabordables.
Nuestro tiempo se describe como un catálogo de espantos con los que tenemos que vivir, una realidad tan mala que es inasible, que nos paraliza. ¿Y si lo que busca ese relato devastador es, precisamente, esa parálisis? Esa es la nota disonante, el chirrido que me molesta y que me lleva a pensar en Angela Davis, siempre al rescate.
“¿Hay esperanza en este mundo?” le preguntaron, al dar una conferencia en Barcelona el pasado mayo, y Davis, con su preciosa dicción y sonrisa, contestó con una idea que dice encantarle desde que la escuchó:
La esperanza es una disciplina
Davis nos dice, con su honestidad habitual, que la idea es de Mariame Kabe, activista y educadora afroamericana, quien en una entrevista lo cuenta así:
"La idea de que la esperanza es una disciplina es algo que escuché de una monja hace muchos años. La esperanza de la que hablaba era una esperanza arraigada que se practicaba todos los días. Porque en el mundo en el que vivimos es fácil tener una sensación de desesperanza, de que todo es malo todo el tiempo, de que nada va a cambiar nunca. Entiendo por qué la gente se siente así. Yo elijo otra cosa."
En tiempos conformistas, asumir la esperanza como una disciplina se me antoja pura rebeldía. Y no solo, atendiendo a la otra acepción de la palabra disciplina, también como algo a estudiar, a comprender. Algo así debió mover a Byung-Chul Han a publicar El espíritu de la esperanza, que tiene forma de libro pero que es, como todos los que escribe, una caja de comprimidos: una lo abre para encontrar píldoras que nos ayudan a pensar. Como esta:
"En el régimen neoliberal, el culto a la positividad hace que la sociedad se vuelva insolidaria. A diferencia del pensamiento positivo, la esperanza no le da la espalda a las negatividades de la vida. Las tiene presentes. Además, no aísla a las personas, sino que las vincula y reconcilia. El sujeto de la esperanza es un nosotros".
No es optimismo
Me deleita que tanto Han como Kaba, en las antípodas de casi todo (una, activista que aboga por la abolición de las prisiones, y el otro, profesor universitario en Berlín) distingan claramente entre esperanza y optimismo.
Mariame Kaba nos enseña que la esperanza no es optimismo. Es creer que siempre hay un potencial para la transformación y para el cambio y que este convencimiento no excluye sentir tristeza o frustración o ira o cualquier otra emoción que tenga todo el sentido.
Es decir, el pensamiento esperanzado no niega los males del mundo, lo que niega es que sean inalterables. Lo mismo nos dice Han, aunque use otro lenguaje: “A diferencia de la esperanza el optimismo carece de toda negatividad.”.
Quién si la tiene y a raudales son los Trump, los Musk, los Milei, por no hablar de los Netanyahu, que necesitan la retórica apocalíptica para ser ellos los salvadores. Hace tiempo que el capitalismo no vende futuro, como mucho, un presente más tecnológico, militar y deprimente; es por eso que la esperanza (el anhelo de lo distinto) los desafía. Necesitan miedo y rencor (el cemento de la extrema derecha) así que la posibilidad de un cambio a mejor (la esperanza, lo que hace que nos levantemos cuando caemos) aparece como su antagonista. Volviendo a Han y sus píldoras: la esperanza nos permite escapar de la cárcel del tiempo cerrado.
Encuentro cierta lógica en el resurgir de la esperanza como disciplina y como concepto, lo veo como una reacción a tiempos que se narran como desesperanzados, conformistas y en los que, a pesar de todo, hay belleza. Existe una belleza del presente en los millones de personas que salen a la calle por el pueblo palestino, en las víctimas del machismo que alzan sus voces, en los voluntarios de la DANA, en la certeza de que nos toca pelear por la vivienda, por trabajar menos horas, por una vida digna, por la paz.
De ello (y de ellos) infiero que en la vida, en la política y en el espíritu de nuestro tiempo, lo contrario de la esperanza no es la desesperanza, sino el conformismo y una descomunal pereza.
Porque un presente que no sueña no genera nada nuevo, no desafía, y ya sabemos que el capital absorbe todo lo que no lo desafía. Por ello, frente a tanto no-es-posible-otra-cosa, elijo, con Angela, con Mariame y hasta con la monja, la esperanza como disciplina.
Y así empiezo este año, con la intención de tomarme la esperanza a cucharadas (como la luna del poeta) o en cápsulas, cada dos horas. Disciplinadamente.
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