Opinión
¿Tiene que esconderse el Estado profundo?
Profesor de Ciencia Política en la UCM
-Actualizado a
Tengo dudas de que sentarse con Villarejo no sea un ejercicio de riesgo. No en vano, se trata de un delincuente cuyo único objetivo, como el de un preso, es intentar escaparse. Para ello va a mentir, prometer, ofertar y hacer lo que esté en su mano para salvar el pellejo. Villarejo no es el General Della Rovere. No hay que esperar de él ninguna grandeza. Villarejo viene de las cloacas y es pura cloaca. Si tuviera alguna dignidad habría presentado las pruebas que podrían demostrar la condición delincuencial de una parte importante de los empresarios, políticos y periodistas más importantes de España con los que ha tenido negocios. Pero no lo hace. De manera que lo único que le ocupa es lanzar mensajes a los poderosos: mirad con quién me siento, cuidado que tengo todavía muchos secretos...
Hablar con él no es hablar con la garganta profunda que destapó el Watergate. Todo lo que tiene que ver con el Estado profundo está prohibido por cualquier pediatra y por quien no confunda la política con la noche roja de Juego de tronos. El Estado profundo es mero poder en una dictadura. Por el contrario, tiene que esconderse en democracia. Cuando deja de esconderse, o no es Estado profundo o no es democracia. Momentos de convulsión.
Hay una ley de la voluntad de poder de las élites, una ley social tan fuerte como la ley de hierro de la oligarquía, y que explica que del lado del poder esté siempre el ejército, la administración del Estado, la religión y el conocimiento. Y es lo que explica que militares, funcionarios, el clero y los intelectuales hayan vivido, por lo general, mejor que el conjunto de la ciudadanía. Nunca hasta el punto de enriquecerse -hay excepciones- porque no dejan de ser mayordomos del poder: cualificados pero mayordomos. Pero siempre se sienten parte también de una élite.
Sólo en el siglo XXI algunos mayordomos han empezado a codearse con los dueños: periodistas influyentes -que han sustituido a los intelectuales en su tarea de propagadores de ideas-, los telepredicadores, los dueños de empresas de mercenarios -Wagner o Blackwater, con Putin o con Clinton, Bush y Obama- y los funcionarios de alto nivel ligados a las instituciones financieras internacionales -Banco Mundial, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional- o a las Big Four (Deloitte, Ernst & Young, Price Waterhouse Cooper y KPMG).
A partir del siglo XVI, los Estados empezaron a ser los lugares donde el poder se articulaba. Y por eso, tan temprano como la conceptualización de los Estados -con el empuje inicial de Maquiavelo en 1513, con El príncipe- estuvo la conceptualización de la razón de Estado, que no es sino el interés de las élites encubierto como interés de las mayorías. La razón de Estado no es sino la razón que acompaña a los intereses de las élites que tienen capacidad de decidir el rumbo colectivo, bien porque tienen en nómina a políticos, periodistas, militares o funcionarios, bien porque su capacidad de echar pulsos al Estado les otorga un poder desmesurado.
Si la derecha se sobrepasa, puede ocurrir cualquier cosa. Como amagó el 15M. Un movimiento que puede regresar
La derrota de la izquierda española en 1939 y la muerte del dictador en la cama ha permitido bochornos como el del Emérito, que 114.000 buenos españoles sigan en fosas y cunetas, que el líder de la derecha sea una persona que veraneaba con un narco o explican que el CGPJ siga caducado cinco años después de agotados sus plazos legales.
Pero, al mismo tiempo, la izquierda política y, sobre todo social, anda alerta y enfadada por el fraude de la Transición y subsiguentes fraudes, de manera que si la derecha se sobrepasa (con el beneplácito del PSOE o, al menos, de un sector socialista), puede ocurrir cualquier cosa. Como amagó el 15M. Un movimiento que puede regresar. Quizá por eso no han vuelto a comprar diputados para Feijóo, como hizo la derecha para llevar a Esperanza Aguirre al gobierno de Madrid.
Damiá del Clot ha escrito un demoledor libro sobre el Estado profundo en España. En el que da cuenta de los Villarejos, la impunidad del Emérito, las dificultades para saber quién es eme punto Rajoy, los negocios al calor del poder de Florentino Pérez, la incapacidad para entender que Catalunya y el País Vasco son naciones -de manera que España o es federal o mal arreglo tiene-, o la podredumbre mediática y judicial de esa misma España, que no afecta, por lo que decíamos, a todo el periodismo ni a toda la judicatura, pero a la que amenaza una sombra sobrevuela poderosa esas profesiones.
En el prólogo que hice para Anatomía del deep state español. La defensa de la razón de Estado, (Madrid, Catarata, 2023),de Damnià del Clot, escribía:
Quien declara el estado de excepción es el soberano. Las élites votan todos los días, deciden por las mayorías todos los días y, llegado el caso, declaran el estado de excepción, para quienes ellos decidan, todos los días.
El Deep State es la expresión actual de la razón de Estado, esa conjunción, no siempre coordinada, de altos círculos del poder, altas finanzas, servicios de inteligencia, ejército -y su industria armamentística-, togados, junto a los publicistas de todos ellos. Es el Estado dentro del Estado, más sus ramificaciones. Esto es, el uso de recursos públicos y privados al margen de la ley, la ética y la supervisión popular a los que recurre el poder político y económico para mantener sus privilegios y su statu quo.
La “razón de Estado” se mueve. No es igual en la Florencia de Maquiavelo que en la Italia de Meloni. Ni la que aplicó Lincoln y condujo a la guerra que la que asesinó a Kennedy o dominó el Despacho Oval en tiempos de Donald Trump. No es igual la que encarceló a Mario Conde y Jesús Gil o a los independentistas catalanes, la que formó los GAL o la que ocultó las tropelías del Rey Juan Carlos I. No es igual la que ha mantenido durante años fuera de la Constitución al Consejo General del Poder Judicial y la que persiguió con decenas de juicios finalmente archivados a Podemos. ¿O sí? Un hilo rojo las recorre. Es otro instrumento de quien tenga poder. Cuando el mercado empezó a dictar la lógica del Estado, el Deep State empezó a responder más a banqueros y empresarios que a monarcas.
Acertó El manifiesto comunista (1848) al afirmar que el Estado es “donde se sienta el consejo de administración que regula los intereses conjuntos de la burguesía”. En ese momento era cierto. Pero después pasó la Comuna de París de 1871 y la extensión del sufragio, el neocolonialismo y las guerras entre potencias, la organización de la clase obrera y la Primera Guerra Mundial, la Segunda gran guerra y la derrota del fascismo, los Estados sociales y desarrollistas y la edad de oro de la socialdemocracia, el neoliberalismo, el calentamiento global, la crisis del neoliberalismo…
El Estado moderno que emerge del feudalismo tuvo los mismos orígenes que una organización mafiosa: ofrecían seguridad frente a sus propias amenazas. Pero no basta la mera violencia. Además de la fuerza, el Estado siempre termina reclamando la gestión de lo colectivo porque defiende alguna suerte de implicación en el bienestar general (aunque solo fuera porque garantiza la paz). Pero tampoco caben engaños: la forma Estado, salvo en los lugares donde se impugnó el capitalismo, siempre tuvo, como última razón, el mantenimiento de los privilegios de las clases privilegiadas. Especialmente la propiedad privada.
Conforme el Estado fue “domesticándose”, los poderosos fueron buscando soluciones alternativas al derecho para mantener las posiciones de poder de las clases privilegiadas. Votar, como decía Luis Napoleón Bonaparte, valía porque los pobres votarían a los ricos. En paralelo, el Estado puede estar en guerra sin que nadie lo sepa: en el Holocausto, en el Irangate, con los GAL, contra los adversarios políticos...
La derrota de la derecha en la II Guerra Mundial y la extensión del Estado social -alimentada por la existencia de la URSS- activó una suerte de “plan B” de los poderosos a la espera de la recuperación de la primacía del mercado sobre el Estado social.
El Club Bildelberg, el Foro de Davos, la Organización Mundial del Comercio, la Trilateral, la articulación neoliberal en diversas universidades europeas y norteamericanas, el G-7, la CIA… son espacios que construyeron el modelo neoliberal, al tiempo que desactivaban a los sectores críticos y terminaron incluso ganando a la socialdemocracia para las tesis neoliberales. El Estado profundo es el jarro de agua fría sobre la ingenuidad democrática de los sectores que creyeron en la democracia.
En el caso de España, el Deep State ha tenido su recorrido como alcantarillas o cloacas: una expresión esperpéntica de la razón de Estado. Como si las fuerzas especiales mandadas a Gibraltar por Thatcher para ejecutar a miembros del IRA o los que asesinaron a Kennedy o a Bin Laden o los que abortaron tantas revoluciones fueran Deep State, mientras que la formación de los GAL, con policías corruptos, consumidores de drogas y de prostitución, que terminaron asesinando o secuestrando a personas equivocadas, o el 23-F, con un guardia civil de opereta entrando en el Congreso, o la cobertura de las aventuras extramaritales del Rey Emérito por parte de policías de película de bajo presupuesto como Villarejo e, incluso, un CNI dedicado en cuerpo y alma a tapar furores genitales borbónicos fueran simplemente cloacas, más cercanas a un juego sucio torpe y poco profesional que a lo que uno podría esperar de los que detentan el poder en España. Pero ese Estado profundo en España, aun en su esperpento, ha vaciado sustancialmente nuestra democracia.
Sin desmerecer de Cervantes, Lorca, Gaudí o Picasso, en vez de a James Bond, con licencia para matar, tenemos a Torrente, el brazo tonto de la ley
En las democracias consolidadas, el Deep State es la profesionalización del golpe de Estado blando -aunque puede incluir asesinatos, como el de Falcone y Borsellino en Italia- que protagonizan las élites. En España, con una Transición tutelada y con demasiadas tareas democráticas pendientes, la razón de Estado ha tomado forma de farsa, correspondiendo a jueces conservadores y medios de comunicación la forma más elaborada de Deep State. Cosas de la intransitiva Transición.
Como recoge Del Clot siguiendo a Colomer, España es “una nación frustrada y, al mismo tiempo, un Estado débil”. Sin desmerecer de Cervantes, Lorca, Gaudí o Picasso, en vez de a James Bond, con licencia para matar, tenemos a Torrente, el brazo tonto de la ley; en vez de Novecento tenemos La Vaquilla; y en vez de a los Monti Python tenemos a Los morancos. El punto de encuentro de las élites españolas es la defensa de la monarquía. Sin rey, las élites hispánicas no sabrían coordinarse.
Bien dice Del Clot que cuando el Estado no tiene que esconderse de nada, como en el franquismo, no hay “Estado profundo”. ¿Para qué? Por eso hay una relación tan profunda hoy entre el Estado profundo y los medios de comunicación. Que lejos de denunciar tejemanejes los ocultan, justificando cualquier tropelía. Aunque puede haber una vuelta de tuerca: el Estado profundo puede usar la amenaza de que hay un Estado profundo, atribuido a la izquierda, para seguir aplicando el Estado profundo. Es Trump hablando de la ciénaga de Washington o VOX y el PP cuestionando ayer la autoría de los atentados de Atocha o en las elecciones de julio de 2023 el recuento electoral, a Correos o a Renfe”.
Así están nuestras democracias. Pero no somos capaces de explicarlo y de convencer ni siquiera a toda la izquierda. Y entonces, nos dedicamos a humillarnos y golpearnos. Mientras el Estado profundo se frota las manos diciendo: siempre hacen ellos el trabajo que nosotros nunca terminamos de ejecutar.
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