Opinión
'Elvis' y Sex Pistols, una oda a lo fuera de lo normal
Por Silvia Grijalba
Escritora y Periodista
Que una película te haga salir a la calle con ganas de bailar y de besar a la gente, que te devuelva durante unos minutos ese cosquilleo adolescente de querer conquistar el mundo es suficiente para recomendarla y alabarla. Eso es lo que consigue Elvis durante la primera hora de metraje y Pistol (sobre los Sex Pistols) durante buena parte de los seis capítulos de serie. No viene mal analizar estos dos “biopics” porque para entender bien las claves que fallan en Elvis es muy útil recurrir a Pistol y viceversa. Algo así como poner de ejemplo al hermano menor disoluto ante el primogénito que sienta la cabeza, pero en el fondo querría estar tirando televisores por las ventanas de los hoteles.
Elvis es un prodigio de fotografía, ambientación y vestuario. Es como estar en la Norteamérica de los años 50 pero bajo los efectos del LSD (me permito la licencia temporal porque en el trabajo de Baz Luhrmann lo de la falta de rigor histórico es una constante). Atrapa el Elvis principiante, su carisma sobrenatural, sus movimientos que provocan orgasmos entre las recatadas adolescentes, el escándalo que supone ese derroche de sensualidad en una sociedad que jamás había visto y oído algo así hecho por un blanco. Contagia esa emoción de los primeros conciertos, su ilusión desbordante en la grabación en los estudios de la mítica discográfica Sun Records, su encuentro con el Coronel Parker que le promete la eternidad. Vivimos con él la angustia edípica de su relación con su madre inteligente, sensible, alcohólica y protectora y con su padre apocado. Consigue que nos metamos en su vida, que le entendamos, que nos den ganas de levantarnos del asiento y bailar y, de hecho, el efecto dura unas horas, quizá días, hasta que una se pregunta qué falla, cuando se le pasa el subidón.
Pues bien, el problema es esencialmente que dura más de lo debido y en esos minutos de relleno se cuelan cosas que hacen que nos desenamoremos en el trayecto transcurrido desde el éxtasis postcoital a la ducha en nuestra casa. En general en la vida y muy especialmente en el arte, las cosas deben duran dos minutos menos de lo justo. Libros, películas, canciones, encuentros, conciertos… pero la industria del entretenimiento a veces no deja que sea así y los libros deben alargarse 300 páginas cuando la historia está contada con 120, las películas dos horas porque así parece mejores y los conciertos, en plan Springsteen, tres horas y media. Por supuesto hay excepciones: obras geniales que necesitan recorrido, pero no es el caso.
A Elvis le sobra tiempo y es exactamente el que el filme dedica a justificarle o más bien santificarle. La base de la historia es contar que su manager: el nunca bien ponderado Coronel Parker, era un pesetero que no le dejó desarrollarse y ser lo rebelde que quería. Que mientras que Elvis presuntamente deseaba ser un chico malo que se viste de cuero para un especial de Navidad, Parker pretendía que la marca Elvis fuera un producto familiar. Pues bien, eso es exactamente lo que hace la película: es un entretenimiento de magnífica factura que ha sacrificado aspectos esenciales de la personalidad de Elvis y de los entresijos del “show business” para convertirse en una papilla para toda la familia, edulcorada con Stevia (que el azúcar es la nueva droga prohibida). Un artefacto en el que se nos presenta a un Mr. Presley intachable en todos los sentidos. Adalid de la causa antiracista, que se droga por culpa de la presión que a la que está sometido y con ganas de seguir los preceptos hippies de sus colegas… pero siempre bajo el yugo del Coronel Parker que no le dejaba volar. Una, que conoce la historia de Elvis y sus circunstancias sociales empieza a repasar y realmente, el mensaje es de un conservador y un pacato que asusta.
Por supuesto que se inspiró en la música negra (con la que creció) para hacer sus canciones, pero de ahí a que fuera un abanderado de la lucha contra la segregación racial hay un abismo. A ver, ni falta que hacía. Por descontado que se drogaba, pero porque le daba la gana. Cuando uno es una estrella de ese calibre es complicado vivir sin tranquilizantes o excitantes. Es comprensible que lo hiciera, es una pena que llegara a ese punto, pero que la única imagen veamos de Elvis realizando el acto de drogarse sea cuando está desmayado y el Coronel exige a su médico que le inyecte noséque es un poco de Disney. Y esto enlaza con la sensación general que pretenden difundir de que Parker fue el causante de su ruina y de todos sus males. Caer en el tópico del manager “femme fatale” es demasiado fácil.
Y esto nos lleva a Pistol, donde el papel del manager se presenta tal y como es. Con todos los méritos que merece en este caso Mc Laren (como Epstein con The Beatles o Parker con Elvis). En la serie del gran Boyle hay poco maquillaje en el sentido metafórico, en el real no; van todos pintados como puertas. El comienzo es, como en la película de Elvis, una oda a la adolescencia tan certera que duele. Con Steve Jones en el escenario donde ha tocado Bowie, actuando como él y robando el equipo del local para formar su grupo. Eso es el rock and roll y es lo que a lo largo de las cerca de seis horas de historia nos cuentan.
En el fondo la historia en Pistol también se centra en los managers (McLaren y Vivien Westwood) aunque oficialmente Daniel Boyle se haya inspirado en el libro del bajista del grupo, Steve Jones. Pero aquí no hay (casi) juicios ni intentos de hagiografía. Se nota que la mirada es la de alguien que conoce el rock desde el backstage. Pistol mantiene la sensación de novedad, de descubrimiento y de entender la sociedad inglesa de finales de los sesenta. Y de querer montar un grupo y de entender porqué el punk lo impregnó todo. Por supuesto, tiene fallos de fan (que es lo que es Boyle y se agradece) como meter a Chrisie Hynde de Pretenders en un momento que no acaba de entenderse o hacer un alegato feminista de un movimiento que, sin duda, lo fue pero no era consciente en ese momento de estar rompiendo barreras.
Pistol, afortunadamente, no es una serie para todos los públicos, en el sentido literal. No es que no sea para menores de 18 años (que tengo mis dudas, creo que es muy saludable verla cuando no entiendes aún el mundo) sino que hay que tener una actitud vital muy concreta para disfrutarla. Una impronta que te haga admirar más aún a tu ídolo por sus errores, sus contradicciones y sus debilidades.
En cualquier caso, ambos trabajos consiguen algo muy valioso: un efecto “lifting” del alma que nos sitúa en el momento vital en el que aún no habíamos conquistado nuestros sueños y no empezábamos a estar agotados y la constatación de que la industria del espectáculo es mucho mejor cuando alguien se preocupa de crear una ilusión, de huir de la normalidad y de volver loca a la audiencia, en todos los sentidos. Y eso, aquí y ahora, es bueno recordarlo y rememorarlo.
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