Opinión
Desconexión
Periodista y escritora
-Actualizado a
Imagino un lugar sin cobertura. Imagino un lugar verde, sin internet, y pienso que me dedicaría a leer, escribir novelas, textos, poemas, a pasear por la orilla de un río o por caminos sin edificios. Pero es mentira, imagino las palabras que lo describen, solo eso. Lo cierto es que ya no puedo imaginarme, de verdad, un lugar sin conexión. Puedo creer que lo imagino, incluso inventarlo, pero no consigo colocarme ahí y ver la forma en la que pasaría los días. De alguna manera, he ligado la idea de lo colectivo a la conexión en red. Contemplo la posibilidad de la desconexión, a lo sumo, como un paréntesis, y no demasiado largo.
No sé por qué pienso en ello, pero me obligo a hacerlo cada cierto tiempo. Desde hace poco, por primera vez en mi vida, ya no me parece una idea deseable. Llegó a ser mi aspiración mayor. En los tiempos de agitación laboral frenética, hace pocos años, solo anhelaba echar el tiempo atrás para volver a los días en los que irse a la costa significaba viajar hacia dentro, sola, ese ejercicio a medio camino entre la melancolía y el deseo íntimo de ser otra persona. Los tiempos del periódico en papel por la mañana, rituales de caminante, lecturas sin necesidad de compartir los frutos.
Ayer estuve hablando con un arquitecto lejanamente conocido. Coincidimos en la inauguración de un centro social de periferia. Me pareció un hombre tranquilo, sensato, un tipo maduro y de conversación jovial. En un momento dado, alguien se acercó a hablarme sobre los asuntos del feminismo y la violencia. Estoy tan acostumbrada que di por hecho que aquel hombre no necesitaba mayores explicaciones, un contexto, datos. Así que le conté lo que me había sucedido en un supermercado cercano hace solo unos días.
Sucedió que estaba yo comprando 200 gramos de jamón de york cuando se colocó junto a mí una mujer a la que di las buenas tardes sin mirarla. En lugar de responderme, ella empezó a hablar con una voz cascada por la edad, un tono monocorde, sin alteraciones, mirando fijamente hacia el mostrador de los embutidos. "Tuve que esperar cincuenta años a que se muriera para dejar de recibir palizas. Era camionero, y cada vez que volvía, palizas a diario. A diario. Tuve que esperar cincuenta años también para tener dinero mío. Por primera vez en mi vida dinero mío, hace nada. Ni un duro me dio en toda la vida. Cincuenta años. Todavía duermo con el cuchillo debajo de la almohada. A los críos también les pegaba, pero a mí… desnuda me sacaba en invierno a la calle. Desnuda y congelada".
Durante los minutos que duró su monólogo mantuvo la vista fija en el mismo punto entre los embutidos. Era una mujer anciana y enjuta, seca, con la dureza de las gentes pobres, de las pieles sin cremas ni afeites, el cuerpo nervudo y minúsculo. Le respondí, pasmada: "Hijo de perra". Después, se dio la vuelta y se marchó sin más.
Así se lo conté al arquitecto, que me preguntó sorprendido si eso era común. No el hecho de que se me acerque una mujer y me cuente su dolor, sino la violencia de aquel hombre contra ella. Me di cuenta de que él no tenía ni idea, y de que además su interés era genuino. Le di cuatro datos básicos sobre violencia machista en España, que lo dejaron boquiabierto, y entendí que aquel tipo vivía absolutamente desconectado de la realidad. No sé si debería decir de la realidad o de la actualidad. No sé en que punto convergen ambas, ni cuánto. Pero lo cierto es que debe de ser un buen arquitecto, y probablemente, qué sé yo, un atento padre y amigo afable. Sin embargo, su desconexión lo sitúa en una realidad completamente distinta a la mía, y me pregunto si podría mantener una conversación larga con él y sobre qué.
Venía todo esto a esta nuevo descubrimiento sobre la desconexión. Hasta hace poco me parecía una idea magnífica, el colmo de lo deseable. Ya no. Y me sorprende que aquella mujer maltratada, con una vida pobre y perra, supiera acercarse a mí, supiera que ahora puede contar a una desconocida lo que ha sufrido, incluso si sabe que esta desconocida que soy está acostumbrada a eso, mientras que el hombre de la inauguración ignora absolutamente todo sobre la realidad que vivimos las mujeres. Probablemente porque acabamos de empezar a contarla. Ella lo sabe porque lo necesita. Él lo ignora por lo contrario, porque no lo necesita. De eso se trata.
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