Opinión
Crónicamente online
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Por Leonor Cervantes
Graduada en Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
Cada mañana utilizo el dedo anular para difuminar el corrector antiojeras por debajo de mis pestañas. Lo hago así porque este es el dedo que menos fuerza tiene y, por lo tanto, es el más indicado para esparcir el maquillaje por una piel tan fina como la del contorno de mis ojos. Esto no lo aprendí de mi madre, tampoco gracias a una amiga. Lo sé porque me lo enseñó Yuya, una youtuber Mexicana, en uno de sus tutoriales hace más de diez años. No sé qué fue de ella, creo ahora lleva un flequillo muy corto y que tuvo una hija, hace mucho que dejé de seguirle la pista. Sin embargo aún a día de hoy, al despertar, uso el dedito débil (así es como ella lo llamaba) para ocultar mi falta de sueño antes de salir a trabajar.
Suelo desconfiar de las dicotomías enfrentadas: contraponer el cuerpo a la mente o lo natural a lo artificial… Quizás por esta manía me rechina el discurso que separa lo online y lo offline como si fueran áreas totalmente distintas. Como chavala que pasó su adolescencia conectada a un router, no sé cuántas veces he escuchado una frase que aún muchos repiten como un mantra: “La vida real no es lo que pasa en Internet. La vida real está fuera”. Me la decía mi madre con el mismo tono con el que, cuando era niña, me advertía de que no debía irme con desconocidos por mucho que me ofrecieran caramelos. Sin embargo, después de más de diez años muy gustosamente registrada en diferentes redes sociales, esa idea me hace aguas.
Sé que reducir Internet a las plataformas sociales es simplista. Pero lo cierto es que, a base de zumbidos del Messenger, de niña conceptualicé lo digital como el espacio que me conectaba a otros de manera virtual. Así que, aunque sea inexacto, permitidme la sinonimia.
Mi sentido del humor es evidente deudor de Internet. Muchas de mis inseguridades se han gestado en las redes. Gran parte de mi ideología bebe de discursos online. La ropa que llevo sigue referentes virtuales. A través de Internet he hecho amigos, me he enamorado y he conseguido algunos trabajos. ¿Acaso todo esto no es real? Es tramposo separar lo online de lo offline: mi perfil virtual está condicionado por la persona que soy en carne y hueso y, al mismo tiempo, mi vida tangible se ve continuamente moldeada por mis horas de scroll. Pero además, concebir lo online como un destilado de la Vida Verdadera, como algo no tan auténtico como lo es un árbol en mitad del bosque, solo ayuda a que los usuarios no asumamos la responsabilidad de nuestra conducta digital. Pensar que por un lado transcurre La Realidad y por otro Lo Digital, me deja un regusto parecido a los discursos que separan la obra del autor o el personaje político de la persona.
He crecido en los parques de mi barrio, en las casas mis amigas y en Internet. Sin embargo, esto último siempre lo he vivido con vergüenza. Todo lo que remite a mi faceta virtual lo siento como algo sucio, como si no fueran horas bien empleadas. Como algo completamente ajeno a lo productivo, a lo intelectual y a La Cultura. Quizás por esa idea de que lo online es menos valioso o por el prejuicio de que quien disfruta de lo digital es porque no es capaz de pasárselo bien en lo terrenal (de ahí que necesitemos la pantallita, porque es nuestro sustituto de La Realidad en mayúsculas). O puede que sea por haber escuchado mil veces que mi generación “se quedará tonta” de tanto mirar el ordenador. Como si no fuera precisamente en mi portátil donde he visto los vídeos de divulgación que me han enseñado a afinar un saxofón o qué es una performance.
A todo esto tenemos que sumarle la mirada de paternalismo y desprecio que se cierne sobre todo lo que llama la atención de las mujeres, también de forma online. Acerca de esto me apetece abrir un paréntesis. Me gustaría recordarle a todos esos tíos que se pasan horas hablando mientras juegan al Call of Duty que ellos también están utilizando Internet, y no precisamente para descubrir la cura del cáncer. Así que antes de ridiculizar a las mujeres a las que les gusta grabarse haciendo las coreografías de moda, quizás podrían preguntarse si de verdad les preocupa que las redes “nos idioticen” o es que, sencillamente, no soportan ver a mujeres pasándoselo bien.
Por supuesto que paso más horas de las que me gustaría usando el teléfono y, siendo honesta, posiblemente muchas se deban a una incipiente adicción. Tampoco soy todo lo consciente que debería de qué implica mi presencia online: cómo se emplean mis datos, qué huella ecológica tiene mi nube, cómo funcionan los algoritmos de las redes o cuáles son las condiciones laborales de las personas que trabajan en las mismas. Todo esto es importante. No quiero ser simple, no creo que Internet sea el paraíso, y mucho menos que sea ajeno al modo de producción capitalista. No obstante, si escribo este texto desde lo más personal, quedando de frívola para algunos y de optimista para otros, tengo que reconocer que Internet tiene parte de mi corazón.
Jugué a la Nintendo debajo de las sábanas cuando debía dormir y desobedecí el único mandato de mi precaria educación cibernética: hablé con extraños por Internet. No me arrepiento de mis fechorías. Hay gente a la que quiero y que jamás he visto. Para mí viven en mi teléfono y dejan de hacerlo cuando bloqueo la pantalla. No les amo como a mi familia o a mis mejores amigos. Pero sí les tengo un cariño parecido al que siento por esos compañeros con los que fui a primaria y de los que, a día de hoy, sólo sé por las fotos que cuelgan en redes. Francamente, no necesito un momento fundacional. No me hace falta haberles conocido en persona para estimarles.
Algunos son perfiles que creo parecidos a mí. Nos seguimos mutuamente desde hace años y, aunque no tenemos interés por tomar un café, intercambiamos likes y algunas respuestas de vez en cuando. Otros son influencers, periodistas, divulgadores… que no saben de mi existencia; pero por los que siento ternura, quizás por haberles visto tantas veces a través de mi pantalla.
Las relaciones parasociales que establecemos en Internet tienen sus peligros; pero tampoco son tan diferentes a los riesgos que tiene cualquier encuentro presencial. Cuando conocemos a alguien es deseable seguir varios noes fundamentales. No creernos más cercanos de lo que realmente somos. No completar la información que nos falta de su vida inventándonos su biografía. No dejarnos manipular por su influencia. Y no caer en idealizaciones, tampoco en la obsesión. Todo esto se aplica al trato con un usuario virtual; pero también a un chaval que conocemos en el curro.
Me he reído a carcajadas comentando programas de televisión a través de las redes. Es más, poder sumarme a la conversación online ha sido el motivo por el que los he visto. He descubierto películas y libros gracias a que otros usuarios han hablado de ellos en sus perfiles. Y me he sentido menos sola al ver a una chica comentar preocupaciones parecidas a las mías en sus vlogs de YouTube. Es una forma de acompañamiento y comunidad el tiempo que nos ofrecemos en Internet. Aunque jamás coincidamos cara a cara. Me alegra verles felices de viaje o leer que se recuperan de una enfermedad. Si alguna vez son padres les comentaré mi enhorabuena en un post, aunque jamás espere la invitación al bautizo.
Por todo esto, siento una mezcla agria de pena y rabia al ver las dinámicas, cada día más insoportables, que embarran Internet y hacen de las redes populares un lugar intransitable. Me encanta encontrarme con mis colegas en mi patio de colegio virtual; pero tengo que reconocer que cada día se parece más a un vertedero. No podemos ignorar que el propietario de Twitter hace el saludo fascista como si nada o que Facebook e Instagram pertenecen a un mismo tío que ha decidido cambiar sus reglas de moderación, aunque eso permita poder llamar enfermas mentales a las personas LGTBIQ. Urge reflexionar acerca de cómo tomar las redes a nuestro favor, y quizás sea un buen paso comenzar por el fediverso. No obstante, que muchos planteen su éxodo de estas redes como un boicot tan tangible como dejar de comer carne o no comprar fastfashion, muestra cómo cada vez es más difícil sostener que la vida real no es eso que pasa en Internet.
Sé que muchas de las mejores mentes de mi generación están posteando con ingenio ahora mismo. Me gusta ojearles. Me encanta entender sus referencias, saber que hablamos en el mismo idioma. Como me gusta ser capaz de intuir a la gente que amo fuera de la esfera digital. No es una sensación muy distinta la de pillar un meme y la de comprender de qué me habla mi madre cuando salimos a cenar. Ambas se basan en lo mismo, nos entendemos. Y esto, de forma virtual o presencial, siempre recuerda a la hermosura de un milagro.
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