Opinión
El asesinato de Miguel Hernández
Investigador científico, Incipit-CSIC
Ha vuelto a suceder. Por segunda vez en pocos meses, el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, se ha referido a la muerte de Miguel Hernández como asesinato y han arreciado las críticas. Esta vez, un periódico le ha acusado de propagar bulos: porque Urtasun es un ignorante que no sabe que el poeta falleció de muerte natural o lo sabe, pero miente. Hernández se puso enfermó y se murió. Mala suerte. Fin de la historia.
Manipular la historia no consiste solo en inventarse cosas que no sucedieron, en negarlas o exagerarlas. La mayor parte de las veces la historia se tergiversa contando solo una parte u omitiendo detalles clave. Lo que hace, por ejemplo, la placa que colocó la Sociedad General de Autores en la antigua cárcel de Torrijos en 1985 y que reza “al poeta Miguel Hernández que compuso, en este lugar, las famosas ‘Nanas de la cebolla’ en septiembre de 1939”. ¿Por qué las compuso? ¿A quién se las dedicó? ¿Qué era el lugar donde Hernández escribía poemas? A veces el silencio es una forma de complicidad con la dictadura.
Decir que Miguel Hernández murió de tuberculosis, aun mencionando que estaba en la cárcel, es, sin duda, tergiversar la historia.
En primer lugar, porque omite que Miguel Hernández había sido condenado a treinta años de prisión por sus ideas. Treinta años por pensar, hablar y escribir. Por ejercer derechos humanos básicos. En segundo lugar, porque omite el trato brutal que sufrió Hernández en prisión, como tantos otros: palizas, hambre y falta de tratamiento médico. En tercer lugar, porque omite que Hernández murió de una enfermedad que se disparó tras una guerra civil provocada por militares golpistas. Y finalmente, y esto es clave, porque omite que morir de tuberculosis, como de cualquier otra enfermedad infecciosa, era varias veces más probable en la cárcel que fuera de ella: por el hacinamiento, el hambre y la insalubridad. Las autoridades lo sabían perfectamente.
Existen investigaciones que comparan la morbilidad y mortalidad de la población libre y reclusa en la posguerra. Es el caso del penal de Valdenoceda, en Burgos. El estudio de las causas de muerte registradas en el cementerio de la localidad y en prisión determinó que la probabilidad de fallecer a causa de enfermedades nutricionales y del aparato digestivo (es decir, de hambre) era cinco veces superior para los reclusos. En el caso de tuberculosis, un preso tenía cuatro veces más probabilidades de morir de la enfermedad que una persona libre en la misma zona.
En cambio, las principales causas de fallecimiento en libertad eran las dolencias cardiovasculares y del sistema respiratorio (excluida la tuberculosis). Como antes de la guerra. Que la muerte no tenía nada de natural queda de manifiesto también en el hecho de que la mayor mortalidad en la población libre ocurría entre personas de más de 65 años, mientras que los reclusos fallecían en gran número entre los 21 y los 60. Edades en las que la mortalidad, en condiciones normales, es (y era) muy baja.
Los presos del penal de Valdenoceda no morían. A los presos los mataban. A golpes, de hambre o de enfermedad, pero los mataban. Y lo que sucedió en Valdenoceda sucedió en campos de concentración y cárceles en toda España a lo largo de los años 40. Matar en el paredón o dejar morir en la cárcel son dos formas de asesinato político.
Dice el diccionario de la Real Academia Española que asesinar es “matar con alevosía, ensañamiento o por una recompensa”. El régimen franquista sabía que sus prisiones causaban la muerte. Sabía que Miguel Hernández estaba enfermo de tuberculosis. Sabía que moriría de la enfermedad. Y lo dejó morir. Alevosía. Su calvario se prolongó durante años. Ensañamiento.
Una parte de la derecha se ha empeñado en blanquear a toda costa la dictadura, a la que está estrechamente vinculada por ideología. Cuando puede, celebra los supuestos logros del régimen; cuando no puede, porque es imposible, achaca los problemas a las circunstancias o a la naturaleza. La posguerra fue muy dura, la gente se moría. Qué le vamos a hacer. Pero en los años 40 hubo poco de natural en España y mucho de crimen político: por acción u omisión.
Hace tres décadas, el sociólogo Pierre Bourdieu escribió un artículo sobre la muerte de otro gran sociólogo y lo tituló "El asesinato de Maurice Halbwachs". Halbwachs murió de disentería en el campo de concentración nazi de Büchenwald en 1945. Y, por razones obvias, nadie objetó al título del artículo.
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