Opinión
Ahora toca mentir sobre Leonor de Borbón
Profesor de Ciencia Política en la UCM
Si la salud democrática de un país la dan sus medios y sus jueces, España debiera entrar en cuidados intensivos. Especialmente porque jueces y periodistas, como ocurre con los políticos, se suelen parecer como dos gotas de agua a su país, más allá de que la mediocridad “reinante” quiera ahondar en la mentira piadosa y autoadministrada según la cual la ciudadanía es mejor que sus diputados, alcaldes y senadores, sus togados y sus plumillas. Pues no: España está llena de Abascal, Feijóo y Ayuso, de García-Castellón, Escalonilla y Peinado, de Ana Rosa, Motos y Vallés. No nos convierten en lo que somos -aunque ayudan- sino que, sobre todo, son porque somos.
Durante 40 años, la prensa española ocultó no solo las fechorías del rey Juan Carlos, sino que construyó su imagen de “campechano”, demócrata y hombre de estado que salvó la democracia, versión radicalmente contraria a lo que realmente pasó y a lo que ha sido y es el corrupto rey Emérito. No solo porque el golpe del 23F se organizó en el Palacio de la Zarzuela, sino porque si fuera un ciudadano español como cualquier otro, Juan Carlos de Borbón, siguiendo la estela de Carlos IV, Fernando VII, Cristina de Habsburgo, Isabel II Alfonso XIII, debiera terminar en la cárcel o en el exilio.
Esa prensa española ha tenido como periodistas de referencia a la ocultadora Victoria Prego, que construyó una versión falsa de la Transición y negó a los españoles información esencial sobre la preferencia de los españoles por la república. Prego primó más los intereses del deep state y de sus financiadores que cualquier código deontológico mínimo del periodismo. Es la misma prensa que permitió que se destruyeran los archivos de la brigada político-social para que no se supiera qué padres del periodismo español colaboraban tanto con la dictadura como con su posterior Inmaculada Transición, tarea que implicaba denunciar a disidentes, tapar las fechorías de la Policía, copar mafiosamente la Asociación de la Prensa de Madrid, defender a Florentino Pérez o cubrir las espaldas a cualquier barrabasada del PP o del PSOE (de la prensa vasca y catalana siempre se han ocupado el PNV y CiU/Junts).
Es la misma prensa española que ha participado en todas y cada una de las fechorías políticas del posfranquismo propagando la versión del poder, fuera con las inexistentes armas de destrucción masiva en Irak, los atentados de Atocha atribuidos a ETA, la demonización y persecución de Podemos, la estigmatización del independentismo, y, como postre, siempre se ha encargado de ridiculizar las alternativas a cambio, por supuesto, de una remuneración económica. Una parte nada desdeñable de los tertulianos defenderían posiciones diferentes si les pagasen desde otro lado.
No es de extrañar que esos medios españoles, cubiertos de ignominia hasta el cuello, no salgan a defender al periodista Pablo González, encarcelado sin pruebas ni juicio en Polonia, como no lo hicieron con Jesús Cintora y tampoco luego con Javier Ruiz ni con Público ni con ningún medio de izquierdas que fuera señalado por el poder. Como guinda del pastel, no tienen grandes problemas en compartir tertulias con colegas periodistas de los cuales se sabe con absoluta certeza que son unos corruptos. E, igualmente, es bien sabido que saltan con un resorte corporativo cuando se cita con nombres y apellidos a alguno de esos periodistas corruptos, como si su gremio tuviera algún tipo de estatus divino al margen de la crítica.
El caso es que, habiéndose reconocido que la prensa española no estuvo a la altura con Juan Carlos I de Borbón, me temo que está pasando exactamente lo mismo con Felipe VI, la reina Leticia y, especialmente, con la infanta Leonor. No se trata sólo de fotos retocadas, de comprar las imágenes que existan donde no salga tan agraciada, de maquillar su presencia en lugares menos virtuosos para los cánones de los monárquicos, de no entrevistarla como se podría hacer con otros jóvenes como ella con responsabilidades políticas, de crear patrones idealizados de conducta, de hurtar sus opiniones sobre temas relevantes, sino de que se está volviendo a crear una burbuja de manera que, llegado el caso, la coronación de Leonor de Borbón sea una suerte de tercera o cuarta restauración de la monarquía en España.
Desde el punto de vista de los monárquicos, podría argumentarse que toda esta prudencia mediática tiene como fin crear una imagen de la potencial futura reina como alguien que no moleste a ningún sector en España. Para eso, ¿no sería mejor crear una reina con Inteligencia Artificial y que actuara con algoritmos ligados a la democracia española? Es seguro que saldría mucho más barato.
Pero lo relevante es que España tiene derecho a saber qué piensa cualquier persona que tenga responsabilidades políticas, a tener noticia de cuál es su posición con temas relevantes, saber si va a ser una aliada con la democracia o, como su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, su tatatarabuelo, su tatatatarabuela y demás, va a ser una aliada con la reacción y con los enemigos del pueblo. (Y no metemos aquí a su padre, Felipe VI, porque la lechuza de Minerva, decía Hegel, alza su vuelo al anochecer. No hay que olvidar que renunció a la herencia económica de su padre porque provenía de delitos, aunque es algo que, parece, ya lo dan por olvidado. Las respuestas éticas de los Borbones suelen ser circunstanciales). El ocultamiento por parte de los medios de la “normalidad” de la ciudadana Leonor de Borbón da mala espina. Porque suena demasiado a lo que hicieron con su abuelo y hacen con su padre. Una jefatura del Estado que se sostiene sobre el secretismo es una mala jefatura del Estado.
Todo este ocultamiento es propio de democracias demediadas. Da susto que la parte más corrupta del poder judicial sean eminentemente monárquica, da susto que el mando de las Fuerzas Armadas, como puso Cánovas del Castillo en la Constitución de 1876, siga en manos del monarca, da susto que Juan Carlos I sea un corrupto y ahí esté, como si no pasara nada, da susto que el jefe de la oposición, el que veraneaba con un narco, sea profundamente monárquico y que también lo sean los tradicionalistas amantes del franquismo de Vox.
Porque en la Constitución real de la política española, la monarquía está por encima de la Constitución formal. Juan Carlos I le puso el fajín de Capitán General a Felipe VI antes de que lo nombráramos rey en el Parlamento, porque los Borbones nunca han entendido que la monarquía es un depósito de la nación y no un depósito de la historia. Para que un rey Borbón le entregue la continuidad dinástica a otro Borbón no hace falta la Constitución, aunque sí un pueblo educado como súbdito. No es extraño que la extrema derecha, gobernando en Aragón, condecore y ensalce a la infanta como parte de su estrategia de país.
Juan Carlos I nunca juró la Constitución del 78 -esa que adoran los que se llaman constitucionalistas-, sino que juró sobre una Biblia los principios franquistas del Movimiento Nacional. Eso no ha sido problema para que le entregara la continuidad a Felipe VI (a regañadientes, es verdad, y gracias al PSOE), de la misma manera que Felipe VI intentará hacer lo mismo con Leonor, aunque la legitimidad dinástica de los actuales Borbones nazca de un sinvergüenza que quiere tanto a España que no ha dudado en robarla. Nada hay escrito en la historia de España que haga confiar en los Borbones. Todo lo contrario: la suerte de los Borbones ha solido ir en dirección radicalmente contraria a la del conjunto de los españoles.
Aunque el grueso de los medios de comunicación siga mintiendo para que no se note.
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