Opinión
Adoctrinamiento en las aulas
Profesor de Filosofia de la UCM
Las declaraciones de Díaz Ayuso sobre su voluntad de combatir el adoctrinamiento sectario en la enseñanza seguramente caerán en saco roto, pero el problema de fondo seguirá ahí. Se trata de uno de los sofismas más profundamente enraizados en la conciencia de nuestras democracias, una trampa a la que el pensamiento de izquierdas también ha sucumbido en no pocas ocasiones, de tal forma que siempre puede volver a aflorar incólume, movilizando evidencias colectivas que no por ser falsas dejan de resultar convincentes. Todo depende de un olvido fundamental que está a la base del problema. Lo que se olvida es que la escuela pública es el más precioso de los dispositivos que ha inventado la humanidad para combatir el sectarismo y el adoctrinamiento ideológico.
Hay que partir de la idea de que los seres humanos no tenemos otra garantía contra el adoctrinamiento sectario que la pluralidad. Aunque algunos lo pretendan, ni somos dioses ni tenemos ninguna garantía de que un dios nos hable al oído, ni personal ni institucionalmente. Como se suele decir, nadie tiene “la razón en sus manos”. Por eso, la única manera de garantizar alguna suerte de objetividad es el blindaje institucional de una pluralidad en libertad, en la que pueda haber confrontación de puntos de vista diversos. En este sentido, toda la arquitectura del Estado moderno y de las libertades constitucionales se fundamenta en garantizar que la libertad de expresión va a poder autodisciplinarse en el debate público entre ideologías diversas. Esto es lo que se garantiza de forma especialmente exitosa en la escuela pública. En ella, los profesores atienden, sin duda, a unos programas que han sido resultado de la discusión parlamentaria y, al mismo tiempo, tienen libertad de cátedra para interpretarlos. Para que no puedan ser chantajeados por los poderes privados o gubernamentales deben de ser funcionarios vitalicios, de tal modo que no teman ser despedidos o sancionados por las empresas que les han contratado, tal y como ocurre inevitablemente en la enseñanza privada o concertada. Y también, de tal modo que no dependan de las órdenes o presiones gubernamentales del ejecutivo del momento.
Nos guste o no, esta es la única invención efectiva que ha hecho el ser humano para escapar del sectarismo y el adoctrinamiento. Es la única manera de lograr , por ejemplo, que el sesgo que podría introducir en sus clases un profesor de Vox o del PP quede compensado por el que introduciría un profesor del PSOE o de Podemos. En la enseñanza pública existen sin duda profesores homófobos, pero si al profesor de matemáticas se le nota mucho su homofobia, la cosa no causará demasiados estragos, porque a lo mejor la profesora de gimnasia es lesbiana y orgullosa militante LGTBI. Lo mismo ocurre con los alumnos. Si tu compañero de pupitre es testigo de Jehová, seguramente la compañera de al lado será atea, musulmana o católica. La diversidad inevitable de una escuela pública permite a los estudiantes tener acceso a alguna suerte de objetividad, que no será infalible ni estará garantizada desde los cielos, pero que será humanamente practicable. Esta es la única manera en la que podrán librarse del totalitarismo ideológico de su seno familiar, donde seguramente habrá mucha menos diversidad. Pues, en efecto, el sistema de instrucción pública se inventó ante todo para librar a los niños del adoctrinamiento familiar que podría abocarlos a confundir la ideología de sus padres con la regla general de este mundo.
La enseñanza privada, por el contrario, aunque la derecha suele presentarla como el adalid de la “libertad de enseñanza”, no es más que una acentuación y una prolongación del aislamiento doméstico, que, a veces, cobra la forma de una verdadera dictadura sectaria. Unos padres del Opus que introducen a sus hijos en una escuela del Opus, les están negando, en realidad, la única vía a la objetividad, que no es otra, como estoy diciendo, que la diversidad. El hecho de que lo puedan hacer impunemente en nombre precisamente de la “libertad de enseñanza” ha venido facilitado por algunos sectores que se consideran de izquierdas y que, siguiendo la misma lógica, han decidido fabricar para sus hijos cárceles de adoctrinamiento progre, amparándose también en la enseñanza concertada, donde los profesores (al contrario que en la enseñanza pública estatal) pueden ser seleccionados por su credo ideológico.
No se puede dejar de insistir, por tanto, en que el único lugar en el que se cumple realmente la libertad de enseñanza es en el sistema estatal de instrucción pública, donde la libertad de cátedra de profesores ideológicamente diversos tienen por efecto alguna suerte de objetividad. Parece mentira que los delirios de la izquierda hayan emborronado esta obviedad con la que había que haber desenmascarado desde el principio el mayor sofisma de la derecha con respecto a la libertad de enseñanza. La enseñanza privada y concertada es un desierto de libertades donde, por definición, los profesores pueden ser despedidos o no contratados por filtros ideológicos al margen de todo control público, y donde los alumnos tienen negado el acceso a la verdadera diversidad de su sociedad. Es el reino de las sectas y el adoctrinamiento y si lo que se quiere combatir es eso, lo primero que habría que hacer es suprimir la enseñanza concertada y limitar lo más posible la privada. Nunca deberíamos haber perdido esta brújula que heredamos de la Ilustración, la única capaz de orientar al ser humano hacia la objetividad.
Dicho esto, no quiero dejar de mostrar mi perplejidad ante la idea de que la derecha católica de este país pretenda dar lecciones para combatir el sectarismo y el adoctrinamiento. Es verdad que la Iglesia católica se ha civilizado mucho, pero sólo porque ha habido mucha civilización y no le ha quedado más remedio. Si por ella fuera ni siquiera tendríamos ley del divorcio en este país, no digo ya matrimonios homosexuales. No hay que olvidar, en efecto, que se opuso a la ley del divorcio tras la Transición y que, puestos a hablar del sectarismo ideológico, basta recordar que, cuando pudieron campar a sus anchas, los padres de la Iglesia clasificaron las películas en para todos los públicos (1), adultos (2), mayores con reparos (3R) y gravemente peligrosas (4), y si no recuerdo mal, Lo que el viento se llevó fue clasificada en esta última categoría. Una secta capaz de haber adoctrinado a la población con semejantes delirios pseudopsicóticos durante cuarenta años de franquismo no puede alardear ahora de tener demasiado sentido común. Diaz Ayuso debería reparar en ello y mandar sus inspectores a los colegios católicos para investigar posibles adoctrinamientos ideológicos.
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