Opinión
Canceladas y cancerberos


Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
El premio de la Unión de Actores que Karla Sofía Gascón recogió hace unos días en Madrid marca una aparente conclusión en el ciclo de cancelación más rápido e intenso que se recuerda. Está por ver hasta qué punto se verá afectada una carrera profesional que se auguraba meteórica antes de la difusión de sus tuits racistas, pero el ojo del huracán público parece haber pasado de largo, lo cual nos permite hacer una mejor evaluación de los daños.
Cuando leímos las rancias opiniones de Gascón –que parecía dispuesta a apropiarse de todos los argumentos de la ola reaccionaria con un empeño casi paródico–, no pudimos evitar torcer el gesto ante lo que aquello podía desatar y efectivamente desató. Una mujer trans alineada con algunas de las ideas más beligerantes de la ultraderecha (à la Caitlyn Jenner) es dinamita pura para las pretendidas guerras culturales que los más conservadores azuzan cada día. “¿Veis? Incluso alguien tan de los vuestros se ha venido a nuestro bando”.
Si no ha funcionado esa apropiación es porque la personalidad de la de Alcobendas la ha hecho inaprensible incluso para quienes se podrían haber beneficiado de sus incoherencias. Gascón ya caía mal antes de su cancelación. No solo encarna el que para muchos es el imperdonable pecado de lo trans; es, además, una mujer incómoda, contestona, chulita. No está dispuesta a hacer pedagogía de su realidad ni a convertir su experiencia vital en una narrativa para el consumo de unos medios deseosos de capitalizar el sufrimiento ajeno. Si esperábamos oír de su boca un agradecimiento por permitirle ocupar un espacio –cualquier espacio– público, lo que nos hemos encontrado es más bien una retahíla de tacos y provocaciones. Joder, macho.
¿Habría sido menos cruenta la reacción a sus lamentables peroratas si hubiera proyectado una imagen más domesticada? ¿Se la habría cancelado de esta manera de tratarse de una mujer cis? Hace unas semanas, la intérprete Macarena Gómez y su marido Aldo Comas declaraban a dúo en una alfombra roja que “están todos los tíos cagados” y “hay gente que se ha suicidado” (¿?) debido al feminismo actual. La noticia apareció en algunos medios, el vídeo se viralizó durante unas horas, y el resultado es que en la siguiente alfombra roja allí estaban de nuevo, sin rastro de amonestación pública más allá de ciertas críticas en redes.
Sin restar contundencia a lo que los tuits de Gascón provocan en cualquiera con un mínimo de sensibilidad, lo cierto es que las lógicas de la cancelación son caprichosas y cualquier análisis sobre el caso estaría incompleto sin una reflexión mayor en la que se intente dilucidar por qué ese etéreo puño justiciero caído de los cielos, cual sketch de Monty Python, se ensaña con unas sí y con otros no. ¿Por qué el racismo de una actriz trans es una cuestión internacional y el racismo institucional con responsables políticos señalados solo causa la indignación de unos pocos?
La imagen de la turba –a la que uno se ha de sumar ante el peligro de quedar del otro lado– se asocia casi siempre a estos procesos, aun cuando el resultado de los mismos no suele traducirse en más que unos cuantos días de linchamiento digital sin materialización posterior. Si el objetivo de este fenómeno es educar, replantear ideas o mejorar el mundo, sin duda la cultura de la cancelación es la más torpe de las culturas. Quien de verdad crea que para acabar con ciertas ideas simplemente hay que machacar a sus portadores, en realidad actúa contra la base de todo activismo.
Porque si obedecemos las lógicas de la cancelación, todo activismo es inútil. Si pensamos que una opinión racista, homófoba, misógina, clasista o capacitista es inalterable y debe condenar per secula seculorum a quien la profiere, ¿para qué esforzarnos en desarticularlas? El mundo quedaría así dividido con sencilla e inalterable claridad y nos permitiría discriminar entre buenos y malos, entre amigos y enemigos, para vivir así del lado de unos y en contra de otros. Una ordenación de elementos que, mira por dónde, suena a lo que defiende el fascismo.
Si de algo sirve que haya canceladas –no es un femenino genérico, los hombres necesitan hacer mucho más para ganarse la diana– es para que cada una genere sus cancerberos. Señalar y castigar son acciones con aroma a justicia, por más que los ingredientes de la fragancia puedan ser artificiales y nocivos. Y erigirse como centinelas de las faltas ajenas, por más que el objeto de esa vigilancia lo merezca, es más inmediato y contundente que desmontar los mecanismos sociales que construyen esas faltas.
Si cada artículo sobre el caso Karla Sofía Gascón se hubiera usado para dar voz a colectivos antirracistas; si cada tuit y cada story se hubieran utilizado para difundir el trabajo de activistas contra el racismo; si la energía que se ha gastado en machacar a la actriz se hubiera trasladado a la escucha de discursos que van más allá del mero punitivismo, quizás la evidente censura que merecen esas opiniones hubiera servido para algo más que para convertir a la de Alcobendas en la villana del capítulo en emisión de ese trepidante reality show en que se ha convertido la actualidad.
Ya es tarde para eso. Lo que podríamos haber aprendido del traqueteante desarrollo vital de Gascón ha quedado para siempre anulado por su extrema y velocísima concatenación de auge y caída, que marcará el récord hasta que sea superada por la siguiente y más espectacular cancelación. No faltará quien deba afrontar con sonrojo opiniones y comportamientos pasados, ni mucho menos quienes se sumen al degüello de una manada que se materializará allí donde se la reclame.
Mientras tanto, quienes no solo repiten ideas peligrosas y dañinas, sino que las generan, defienden y propagan en parlamentos y debates televisados, ganan cada vez más voz y más votos. Como ocurre con tantos resortes del sistema, quienes están en la parte inferior de la escala del privilegio son los más expuestos. La cancelación golpea más fuerte cuando más abajo cae.
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