madrid
"Lo que está sucediendo estos días nos obliga a hablar para que más mujeres puedan sentir que otras formas de encarar la experiencia también son, no sólo posibles, sino frecuentes", afirmaba recientemente la activista feminista y educadora social Laura Macaya, a tenor de los nuevos casos conocidos de abusos sexuales y de acoso machista en España. En las últimas semanas, la proliferación de denuncias públicas de este tipo, la mayoría a través de redes y espacios informales de comunicación, ha evidenciado una cuestión hasta ahora soterrada: el relato compartido, escuchado y arropado de las mujeres sobre sus experiencias vividas es crucial para acabar poco a poco con la impunidad de los agresores. La transmisión conjunta de aquello que antes era motivo de miedo, vergüenza o culpa ha logrado canalizar todos esos sentimientos y transformarlos de forma radical en rabia sorora. Y, lo más importante, ha permitido a las mujeres saber que no están solas.
Lo ha ido demostrando desde hace más de un año la escritora y periodista Cristina Fallarás desde que convirtió su cuenta de Instagram en un repositorio donde las víctimas de violencia sexual podían hacer públicas, de forma anónima, sus historias. El testimonio de la mujer que sufrió en sus carnes los presuntos abusos repetidos del ahora exdiputado y exportavoz del Movimiento Sumar Íñigo Errejón son tan solo la punta del iceberg de lo que esta red feminista alberga. Miles y miles de narraciones, la mayoría escalofriantes, de supervivientes de agresiones sexuales durante la infancia, adolescencia y adultez.
Tal y como puso de manifiesto Gisèle Pélicot a través de su juicio intencionalmente a puertas abiertas, la vergüenza debe cambiar de bando, y así se ha dado en las últimas semanas gracias al relato público cada vez más masivo e imparable. "Quiero recordar que todo esto comenzó no con una denuncia, sino con un relato", transmitía a este respecto Fallarás en una rueda de prensa la pasada semana.
"Está habiendo un cambio de paradigma, ahora tenemos menos culpa, la culpa de que una mujer sufra algún tipo de acoso, agresión, evidentemente no es nuestra, por mucho que nos hayan intentado vender el no te pongas esta ropa o no bebas tanto, no vuelvas sola", apunta a Público Sonia Herrera, politóloga especializada en teoría política. Herrera recuerda el caso de Nevenka Fernández, la concejala de Ponferrada que denunció al alcalde de esa ciudad, Ismael Álvarez, por acoso sexual, y celebra los pasos conseguidos gracias al empuje arrollador del movimiento feminista desde entonces: "Fue el primer caso de una mujer denunciando a un político y por mucho que Nevenka ganara el juicio, quien se tuvo que ir del país fue ella y quien volvió a ser elegido años más tarde fue él", rememora.
Narrarnos colectivamente para que la vergüenza cambie de bando
Decía esta semana el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, que le "preocupa" que en España "sea más fácil denunciar por Instagram que en una comisaría". Sin embargo, en los últimos años se han ido creando desde la subalternidad espacios seguros de denuncia pública que no se limitan exclusivamente a los juzgados o a las instancias policiales y que han posibilitado la puesta en común de todo aquello que antes permanecía eternamente en las sombras o se narraba desde el temor. Lugares que van desde colectivos feministas barriales hasta plataformas y redes sociales a través de internet, donde no existe el juicio personal ni el cuestionamiento, tampoco la revictimización, y que por este mismo motivo facilitan la ruptura del silencio.
Así se ha producido también en otros dos casos de abusos denunciados en este último mes. Por un lado, la fotógrafa y directora Silvia Grav, quien denunció a través de las redes sociales el acoso sexual online que el director Eduard Cortés había ejercido sobre ella cuando tenía 19 años y él 55. Ello desató, a su vez, una cascada de 25 testimonios de otras mujeres que, como ella, habían sufrido acoso sexual por parte del cineasta. Por otro, la puesta en común por parte de varias víctimas de acoso por parte de uno de los fundadores de Ecologistas en Acción, Santiago Martín Barajas, que posibilitó que finalmente una de ellas se decidiera a llevar el caso ante los tribunales.
"Hemos puesto nombre a lo que vivimos, lo hemos politizado, nos hemos organizado y hemos creado alianzas. Tenemos a muchas de las nuestras relatándonos en medios, en direcciones políticas, en novelas, en espacios sociales y tenemos referentas", indica a este medio Yolanda Hidalgo, responsable política del PCE de Getafe. La difusión de iniciativas feministas como #Cuéntalo o #SeAcabó son quizás el ejemplo más palpable de la transformación social que España lleva experimentando en los últimos años.
Estas redes de apoyo, narración y escucha testimonial entre mujeres no son nuevas, han existido históricamente de forma informal en todo tipo de contextos. Se encuentran en todos aquellos grupos de mujeres que ejercen la prostitución en Latinoamérica, que han funcionado históricamente para encontrar un soporte colectivo frente a las violencias patriarcales e institucionales que sufren a diario, como el colectivo argentino Ammar. También en las asociaciones feministas no mixtas de las universidades, lugares de lucha y organización, pero también de acuerpe cotidiano desde la interseccionalidad. El cambio radica en que actualmente están permeando también el espacio digital, amplificándose el alcance de los relatos y posibilitando la identificación experiencial entre mujeres desde entornos muy distantes geográficamente.
La antropóloga y también militante en el PCE Rut Mijarra incide en la noción de acompañamiento que se deriva de toda esta red cada día más extensa de testimonios comunitarios: el acompañamiento colectivo. "Siempre teniendo en cuenta la toma de decisiones autónoma de la víctima, el papel de acompañar es el de facilitar la propia sanación de la persona, tanto a nivel individual como común, pues es necesario un proceso de verdad, justicia y reparación", alega. Por tanto, añade: "Tenemos que seguir generando entornos seguros, pues la seguridad no puede entenderse como la entienden las fuerzas y cuerpos de seguridad, sino que está en el acuerpamiento del que hablan las feministas latinoamericanas, en el apapacho, ese tipo de abrazo, pero que tiene muchos más significados, y en lo comunitario. Ahí está la seguridad".
Repensar las dinámicas masculinas desde el antipunitivismo
La consecuencia directa de este creciente cambio social no es otro que la exigencia mayoritaria, por parte de las mujeres, de una transformación de las dinámicas relacionales entre hombres y mujeres en todo tipo de espacios: desde los centros de trabajo hasta los sindicatos, formaciones políticas, familias, empresas, en el deporte, los movimientos sociales y una lista interminable de entornos. Dinámicas que nacen de una desigualdad estructural y socioculturalmente construida, fruto del poder que otorga el género.
La materialización de ese cambio dentro de los entornos mixtos debe huir, aseguran muchas activistas, de enfoques punitivistas que persiguen exclusivamente la condena de los agresores. Ni siquiera la existencia de protocolos antiacoso en empresas y formaciones políticas parece suficiente para garantizar la erradicación de conductas machistas si no se pone en el centro la educación y la pedagogía: "Tenemos que habilitar la posibilidad teórica, política y subjetiva para que, aun habiendo sufrido violencias gravísimas, podamos entendernos desde marcos que vayan más allá del dolor y la venganza", estima Lacaya en un artículo reciente.
Por su parte, Mijarra alega en esta misma línea que es preciso "entender que el agresor no es un individuo único, sino que nos encontramos ante un problema estructural, que los agresores pueden ser hermanos, padres, hombres conocidos y hombres desconocidos. Hace falta que la ciudadanía asuma que son los agresores y no las víctimas a los que hay que cuestionar, que no desaparezcan los puntos violeta, que se sigan dando cursos de formación en primaria, secundaria, escuelas de adultos, en la universidad y sobre todo eso, que los hombres cojan la pelota que está en su campo", destaca.
Dentro de los espacios propiamente políticos, establece Hidalgo, "tenemos que avanzar hacia una mayor democratización de las organizaciones y esto no solo implica votar o estar representadas, sino en plantear cambios y transformaciones en la redistribución del poder, en el control de los tiempos. Es revisar la división sexual de la organicidad y también en construir otro tipo de liderazgos mucho más colectivos".
Eso sí, apuntan, son los hombres quienes deben llevar a cabo esa labor de pedagogía y reflexión absolutamente necesarias para el cambio: "Son los que tienen que tomar conciencia ya de una vez, hacer lecturas, celebrar asambleas, generar espacios de estudio, asumir las tareas reproductivas, el sostenimiento de la vida, los cuidados, etc.", subraya Mijarra. Herrera, desde el mismo prisma, mantiene que las mujeres "ya nos hemos educado, ya sabemos cada vez más que esto no tiene que ver con nuestras acciones. Falta que se reeduquen ellos y que sepan que tienen que modificar sus dinámicas y la forma de mirar e interactuar con las mujeres".
No se trata, por tanto, de desterrar la dimensión jurídico-legislativa que sancione y penalice, tanto a nivel estatal como en las comunidades autónomas, los abusos sexuales, especialmente aquellos perpetrados por quienes ostentan posiciones de poder político o económico y hasta ahora vivían cómodamente protegidos por su entorno. Lo revolucionario reside, para muchas, en poner la mirada en las dinámicas cotidianas de género antes que en el castigo y el linchamiento público para atajar el problema de las agresiones desde la raíz. Para ello, repensar cómo construir otro tipo de relaciones humanas en todos los ámbitos parte de la palabra, de la verbalización (y, con ello, su politización y comunitarización) de las violencias sufridas para acabar con el aislamiento. Sin ese lenguaje que materializa las vivencias sería imposible problematizar lo que ocurre a las mujeres dentro del sistema patriarcal.
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