wadi rum (jordania)
Actualizado:"Yo vivo en el desierto", dice Ahmed, a sabiendas de que los turistas sonríen al escuchar tales sentencias. Y así sucede: el grupo de europeos que atiende cruza miradas de sorpresa. Tirados en el suelo alrededor de un fuego que calienta una tetera, estos turistas disfrutan del silencio que regala el yermo de Wadi Rum, alejada del enorme ruido que aguarda en las grandes urbes de Jordania.
El mundo islámico celebra el Ramadán, por lo que las noches se vuelven pequeños eventos sociales en los que se come todo lo que hubo que esquivar mientras el sol alumbraba. Ahmed, como cada noche que tiene turistas en su campamento, ha cocinado pollo a la antigua manera beduina: a fuego lento bajo la arena. Como cada noche, al sacar el plato, los extranjeros graban y aplauden el ritual. Él no parece sentir nada especial, aunque a su alrededor se arremolina la ilusión.
Alejado de la mística revestida de clichés, Ahmed bromea sobre el lugar donde nació. Intenta hacer creer que llegó al mundo entre las dunas rojas del desierto, pero tras tomar el pelo a un par de chicas, reconoce que todo ocurrió en el hospital de Áqaba, ciudad al sur de Jordania y la más próxima al Mar Rojo. Su padre, remarca varias veces orgulloso, sí que nació en el desierto.
Todos le inflan a preguntas. Es la gran atracción de la cena. Y tal vez por sentir frescor primaveral o por el romanticismo que despierta la luna llena, gran parte de las preguntas giran en torno a sus escarceos amorosos.
"Aquí no solemos casarnos hasta los 30 años o así", relata el beduino, sentado junto a su primo Raad. Ambos aseguran que no tienen compromiso ni matrimonios apalabrados, que se casarán solo por amor con quien quieran. El joven responde a las preguntas esterotipadas de los turistas, a los que les cuesta entender que una cosa es la pomposidad de la religión y otra muy distinta la cotidianidad de la calle, menos devota de lo que se imaginan los europeos. Basta con pasear por Amánn, la capital de Jordania, para comprobar que nadie se para a rezar cuando las mezquitas llaman a ello.
"¿Y eres virgen?", pregunta finalmente una de las chicas que participa del coloquio. El jordano, con una profunda sonrisa, responde que no. Su despertar sexual se ha topado con turistas con las que ha compartido cama.
Una vida sin salario
"Pasé dos años en el colegio, pero lloraba todos los días, así que mi padre me sacó y nunca más volví", relata. Esa ha sido toda la educación que ha recibido Ahmed, que tiene 24 años pese a que su dura piel le hace aparentar unos pocos más. A ojos de los centroeupeos con los que conversa, sus vidas no podrían ser más distintas.
Pese a su fluído inglés, aprendido durante tantas conversaciones como ésta, la charla se estanca en cierto momento: "¿Qué es un salario?", pregunta el jordano. El chico no entiende el concepto de cobrar mensualmente por un trabajo. El campamento para el que trabaja es familiar y todo lo que se gana lo guarda el patriarca. Él come y duerme y no pide más a la vida.
Su desconocimiento de las dinámicas del trabajo no se deben a su condición de jordano, sino a una vida totalmente alejada de lo común. Mientras él escucha sobre las dinámicas del mundo moderno, en Ammán, niños de apenas diez años regentan hoteles de madrugada, venden mazorcas de maíz enfrente del antiguo teatro romano y ofrecen gominolas a siete dinares el kilo. Precios inflados para turistas despreocupados. A esos chavales no hay que explicarles qué es un salario, porque lo sufren desde bien pronto.
"¿Y eres feliz?", le pregunta una chica de Innsbruck que acompaña la noche. El grupo de jóvenes europeos, inmersos en sus rutinas de estudiar y trabajar, no terminan de encontrar placer en una vida algo más contemplativa. "Mucho, mucho", responde Ahmed en inglés mientras no para de repartir té.
Su día consiste en atender turistas que quieren recorrer el desierto, cocinarles y cuidarlos durante su periplo por el vacío de Wadi Rum. Acercarles a la casa donde Lawrence de Arabia se refugió durante su lucha contra Turquía, a mensajes que beduinos dejaban en las rocas o a pequeños cañones donde queda algo de agua y sobreviven solitarios árboles.
Tras su jornada, se tumba frente a las jaimas que están instaladas para los visitantes. Fuma y bebe té hasta quedarse dormido mientras espera que llegue un nuevo día. No suena mal, dicen los turistas con condescencia, pero sobre todo con miedo a que finalicen las vacaciones y vuelvan sus estresantes rutinas occidentales.
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