De Chávez a Lula: la hidra golpista del siglo XXI contra la izquierda en Latinoamérica
Los intentos de desestabilización política han ido evolucionando en la región y se ha pasado del patrón clásico del golpe cívico–militar al 'lawfare', el 'impeachment' o los asaltos de hordas extremistas a las instituciones del Estado.
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Los golpes de Estado en América Latina seguían en el siglo XX un patrón clásico según el cual los militares tomaban las principales instituciones y puntos neurálgicos del país y detenían a los dirigentes de izquierdas con el apoyo, desde las sombras o a cara descubierta, de sectores políticos y económicos reaccionarios.
El breviario golpista de ese siglo sangriento recoge nombres de déspotas cuyo solo recuerdo estremece. Fulgencio Batista (Cuba), Anastasio Somoza (Nicaragua), Augusto Pinochet (Chile), Jorge Videla (Argentina), Alfredo Stroessner (Paraguay). Se trataba siempre de asonadas cívico–militares. Pero entrado el siglo XXI ese patrón ha ido evolucionando, aunque el objetivo final de los golpes no ha variado: impedir que la izquierda gobierne en la región.
A la manera de una hidra, el golpismo ha adquirido formas variadas, tentáculos diversos. Del clásico alzamiento cívico–militar se ha pasado al lawfare (guerra judicial) el impeachment (juicio político) o el asalto a las instituciones por parte de hordas extremistas tras la instalación previa de un marco de violencia política. De los golpes más o menos tradicionales contra Hugo Chávez en Venezuela (2002) y Manuel Zelaya en Honduras (2009) se ha llegado al derrocamiento parlamentario de Fernando Lugo en Paraguay (2012) o Dilma Rousseff en Brasil (2016).
Y también a la dimisión "sugerida" por las Fuerzas Armadas a Evo Morales en Bolivia (2019) o a la persecución judicial contra Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil (2017) y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (con intento de magnicidio incluido, 2022). El último episodio de esa nueva forma de desestabilización ha sido el asalto a los tres poderes del Estado en Brasilia por parte de miles de simpatizantes del expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro.
El presidente colombiano Gustavo Petro ha logrado resumir en un tuit las tácticas de ese neogolpismo del primer cuarto del siglo XXI: "La estrategia de la extrema derecha latinoamericana no pasa por la democracia. Impulsa juicios sin la existencia de delito para eliminar liderazgos, golpes parlamentarios contra mandatarios elegidos y golpes violentos con centenares de muertos. La OEA (Organización de Estados Americanos) ha perdido su camino."
Venezuela, 2002
Un breve recorrido por esos golpes e intentos de desestabilización política del siglo XXI nos sitúa primeramente en la Venezuela de 2002. Hugo Chávez llevaba tres años en el poder. Militar de carrera, él mismo había participado en un golpe fallido en 1992 contra el presidente Carlos Andrés Pérez en un contexto de grave crisis económica y corrupción institucional.
Diez años después, en abril de 2002, militares, empresarios y políticos de la oposición organizan un golpe de Estado contra el comandante y nombran presidente interino al jefe de la patronal, Pedro Carmona. Chávez fue recluido en una instalación militar hasta que, cuatro días después, la presión de sus seguidores y la actuación de las fieles brigadas de paracaidistas hicieron naufragar el golpe y lograron restituir al líder bolivariano en el Palacio de Miraflores.
Honduras, 2009
Manuel Zelaya, un dirigente liberal que abrazó el bolivarianismo (y los petrodólares) de Chávez, fue secuestrado a finales de junio de 2009 por un comando militar y trasladado en pijama desde Tegucigalpa a San José de Costa Rica. Fue un golpe de manual. Una confabulación de políticos, jueces, empresarios y militares que acabó con el gobierno de Zelaya por las pretensiones del mandatario de consultar a la población sobre la instalación de una asamblea constituyente.
La OEA y Washington condenaron en un primer momento el golpe pero finalmente le dieron carta de naturaleza al permitir que se celebraran unas elecciones con el país todavía bajo el control de los militares.
Ecuador, 2010
A finales de septiembre de 2010 la policía ecuatoriana se rebeló contra el presidente progresista Rafael Correa (2007–2017) en protesta por una ley que reducía sus beneficios salariales. Los agentes ocuparon el Parlamento y retuvieron al mandatario durante más de diez horas hasta que los militares lograron sofocar la revuelta a tiro limpio. Para Correa se trató de un intento de golpe de Estado orquestado por un sector de la oposición.
Diez años más tarde, ya fuera del gobierno, Correa sería condenado a ocho años de prisión por cohecho
Diez años más tarde, ya fuera del gobierno, Correa sería condenado en ausencia a ocho años de prisión por cohecho. Para el exmandatario se trata de un caso claro de lawfare (guerra judicial). Correa reside desde 2017 en Bélgica, donde ha obtenido recientemente el asilo político.
Paraguay, 2012
El exobispo Fernando Lugo formaba parte de esa "marea rosa" que dominaba en la región en la primera década del siglo. Un heterogéneo grupo de gobernantes de izquierdas unidos por su determinación de realizar transformaciones sociales.
Lugo (el primer presidente progresista en la historia de un país en el que el 85% de las tierras pertenece al 2,5% de los productores) era defenestrado en junio de 2012 por un Parlamento que le abrió un juicio político al responsabilizarlo sin pruebas de una masacre durante una ocupación de tierras. Una excusa para acabar con el único mandatario que había cuestionado la influencia de las élites en el Paraguay post–Stroessner.
Brasil, 2016–2017
El Congreso brasileño también sometería a una mandataria, Dilma Rousseff (2010–2016), a un impeachment (juicio político) a mediados de 2016. En este caso, se acusó a la sucesora de Lula de unas supuestas irregularidades a la hora de cuadrar las cuentas públicas.
A Rousseff le quedaban dos años de mandato pero las fuerzas oscuras del Congreso (comandadas por su presidente, Eduardo Cunha, un veterano político de derechas) decidieron que era hora de acabar con los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT). Dilma fue destituida y su vicepresidente, el conservador Michel Temer, tomó las riendas del poder y allanó el camino para la llegada de Bolsonaro al Palacio del Planalto.
Lula sufriría en 2017 uno de los casos más sonados de lawfare (persecución política por vía judicial) al ser condenado sin pruebas a 12 años de prisión por un caso de corrupción, lo que le impidió presentarse a las elecciones de 2018 en las que acabaría triunfando Bolsonaro.
El Tribunal Supremo anuló esa condena en 2021 y Lula (que había permanecido 19 meses en la cárcel) recobró sus derechos políticos, presentó una nueva candidatura presidencial y derrotó al excapitán del Ejército en las elecciones de octubre de 2022.
Bolivia, 2019
Lo ocurrido en Bolivia en octubre y noviembre de 2019 abre una nueva entrada en el diccionario golpista de América Latina: "sugerencia castrense para dimitir". Eso fue lo que le transmitió Williams Kaliman, comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas, al presidente Evo Morales tras la celebración de unas elecciones en las que el líder indígena optaba a su cuarto mandato consecutivo y en las que había sido el candidato más votado.
A las fuerzas conservadoras, a los militares y a la OEA les pareció que la izquierda ya había gobernado demasiados años en Bolivia. Morales tuvo que exiliarse primero en México y más tarde en Argentina. El gobierno boliviano quedó en manos de la senadora derechista Jeanine Áñez (condenada más tarde a diez años de prisión) hasta la celebración de unos nuevos comicios en octubre de 2020. El Movimiento al Socialismo (MAS) volvería a ganar las elecciones pero ya sin Evo Morales al frente. Le sucedería su exministro de Economía, Luis Arce.
Argentina, 2022
La expresidenta Cristina Fernández de Kirchner (2007–2015) ha sufrido en carne propia no solo la persecución judicial sino también una forma más cruenta de desestabilización política: un intento de magnicidio. Ocurrió el 1 de septiembre de 2022 cuando la actual vicepresidenta argentina era recibida a la puerta de su domicilio porteño por una multitud que le mostraba su apoyo por el acoso judicial que sufría. Un exaltado se acercó a ella y apretó el gatillo de su pistola dos veces pero el arma, afortunadamente, se encasquilló. Kirchner salvó la vida pero el lawfare continuó.
Tres meses más tarde sería condenada a seis años de cárcel e inhabilitación política perpetua por un caso de corrupción en el que la fiscalía no aportó pruebas en su contra. De momento, los fueros de que disfruta por su cargo institucional le han permitido evitar la entrada en prisión. Su futuro político, sin embargo, ha quedado comprometido.
Perú, 2022
Pedro Castillo pasará a la historia por haber sido el mandatario que sufrió un golpe (parlamentario) tras haber protagonizado él mismo un extraño autogolpe al anunciar, sin apoyos políticos ni militares, la disolución del Congreso. Todo ocurrió en un mismo día, el pasado 7 de diciembre. Al acto desesperado de Castillo, un maestro rural que llegó al gobierno con un programa de izquierdas que no pudo o no supo cumplir, le sucedió un "golpe blando" en toda regla. El Parlamento, en manos de la derecha y la ultraderecha, le destituyó tras haber intentado hacerlo día tras día durante el año y medio que Castillo estuvo en el gobierno.
Brasil, 2023
El último capítulo del neogolpismo en América Latina se vivió el domingo en Brasilia cuando miles de fanáticos bolsonaristas asaltaron los tres poderes del Estado (las sedes del Congreso, el Tribunal Supremo y la presidencia del gobierno). El ataque al corazón del sistema democrático brasileño se inspiró en el perpetrado hace dos años en el Capitolio de Washington por parte de seguidores del entonces presidente saliente Donald Trump.
El violento episodio de Brasilia no fue espontáneo. Los extremistas llevaban tiempo organizándose en campamentos levantados junto a cuarteles de las grandes ciudades. Desde allí reclamaban la intervención de las Fuerzas Armadas para derrocar a Lula, cuyo tercer mandato acaba de arrancar.
La intentona golpista ha fracasado. Pero el marco de violencia política instalado por Bolsonaro sigue vigente, un discurso del odio del que se ha contagiado una amplia capa de la sociedad brasileña como nunca antes había sucedido.
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