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Actualizado:Tras un tenso debate y después de llegar a un acuerdo con Junts pel Sí que terminó con la investidura de Carles Puigdemont como nuevo presidente de la Generalitat de Catalunya, el diputado de la CUP Benet Salellas sentenció: “Hemos enviado a Mas a la papelera de la historia”. Con esta metáfora, el diputado independentista quería destacar que el autonomismo representado por el expresidente catalán ya había agotado su función histórica y estaba destinado a su desaparición. Conscientemente o no, Salellas recuperó una expresión que se remonta al menos hasta la Revolución rusa, cuando, al abandonar los mencheviques el Congreso Panruso de Soviets en Petrogrado en señal de protesta por el asalto al Palacio de Invierno, Trotsky contestó: “Habéis entrado en bancarrota. Vuestro papel se ha acabado. Marcháos allí donde pertenecéis a partir de ahora, ¡a la papelera de la historia!”
Uno de los personajes más célebres de esa “papelera” es sin duda el segundo y último malogrado ministro-presidente del Gobierno Prosivional, Aleksandr Kerenski. En el drama de la Revolución rusa, de la que este año se celebra el centenario, Kerenski ha quedado reducido al papel de mero antagonista, papel en el que debido a la historiografía, pero sobre todo la efectiva propaganda soviética, ha parecido quedar encasillado y a la sombra de los principales dirigentes bolcheviques o la familia Romanov y su fatídico destino.
Kerenski publicó unas memorias con su propia versión de los hechos, con el título de La catástrofe, en 1927, con motivo del décimo aniversarió de la Revolución rusa. El mismo año en el que llegaba a las pantallas Octubre: diez días que estremecieron al mundo, de Serguéi Eisenstein, en la que Kerenski aparece como un gobernante débil, neurótico y con aspiraciones dictatoriales. La catástrofe, la historia –como escribe el propio autor– “de un testimonio que se encontró accidentalmente a sí mismo en el centro de acontecimientos que marcaron un punto de inflexión en la historia de la mayor nación europea”, muestra el desgarro de un político que representaba a toda una clase social y manera de entender la política que difícilmente podían sobrevivir a las condiciones sociales en Rusia en el año 1917.
Un abogado de Simbirsk
Aleksandr Kerenski nació en Simbirsk en 1881. En un giro irónico del destino, propio de la literatura rusa, Simbirsk hoy ya no existe: en 1924 pasó a llamarse Uliánovsk en honor a Vladímir Lenin –Uliánov era su apellido–, nacido once años después que Kerenski en la misma ciudad. El padre de Kerenski era el director de la escuela local, en la que llegó a impartir clases al joven Lenin. La familia se trasladó después a Tashkent, la capital de Uzbekistán, entonces parte del Imperio ruso. En otro capricho del destino, allí Kerenski coincidió con un ambicioso militar llamado Lavr Kornílov, el general que, años después, intentaría acabar con el Gobierno Provisional de Kerenski con un golpe de Estado.
Tras licenciarse en la Universidad de San Petersburgo, donde estudió historia y filología, Aleksandr Kerenski se unió a los populistas (narodniki) rusos. En 1904 fue encarcelado por actividades revolucionarias y, tras su liberación, se convirtió en abogado, defendiendo en los tribunales a militantes socialistas perseguidos por las autoridades zaristas. En 1912 Kerenski se hizo famoso por su investigación de la masacre del Lena, en la que tropas del ejército abrieron fuego contra obreros en huelga de las minas de oro, provocando cientos de muertos. Dos años después, Kerenski resultaría elegido diputado de la Duma por el Partido del Trabajo –popularmente conocidos como trudoviki–, una escisión moderada del Partido Social-Revolucionario (SR). El estallido de la Primera Guerra Mundial sorprendió a Kerenski a bordo de un vapor en Saratov, donde coincidió con la hermana de Lenin. Kerenski la tranquilizó: “No se preocupe, pronto volverá a verlo. Habrá una guerra y le abrirá el camino a Rusia".
En la Revolución de marzo
Gracias a sus dotes de orador, Kerenski fue ascendiendo hasta encontrarse, en sus palabras, “en el centro mismo de los acontecimientos que cambiaron la historia de Rusia, y ocupar en ese centro el punto matemático de centrismo”. La imposibilidad de ese centrismo es exactamente la tragedia de Kerenski. “El participante en acontecimientos históricos no percibe las consecuencias de sus propias acciones, sino que intuye meramente, más o menos, el significado de esas consecuencias”, afirma en las primeras páginas de La catástrofe.
En la Revolución de marzo, Kerenski se vio “arrastrado por el torrente en el que habría de vivir durante los ocho meses siguientes”. Una “época extraordinaria”, como transmite el tono vibrante de los primeros capítulos: “Durante cinco días apenas comíamos y ninguno de nosotros durmió, pero no sentíamos la necesidad de comer o dormir.” Son los días de la formación del Gobierno Provisional y el Soviet de Petrogrado, una situación de doble poder que se acrecentaría con el paso del tiempo. Kerenski relata cómo “desde los primeros días de la revolución mis relaciones con los líderes soviéticos fue tensa: no podían soportarme, estaba obligado a combatir continuamente contra el socialismo académico y dogmático del Soviet, que desde el comienzo mismo intentó frustrar el desarrollo normal y las fuerzas sanas de la Revolución.” No se equivocaba Kerenski al decir que la existencia de “dos centros de autoridad, cada uno elegido con su propio comité ejecutivo” finalmente conducirían a la victoria bolchevique. Sus memorias se leen como la descripción del accidente de un ascensor que pende de su último cable y, una vez roto éste, todo lo que queda es una vertiginosa caída.
Al mismo tiempo, sorprende en La catástrofe la distancia hacia el papel desempeñado por los obreros y soldados en la Revolución de marzo, en contraste con los elogios hacia los diputados de la Duma, quienes, según Kerenski, “lucharon realmente por la revolución, y probablemente sintieron las cosas con mayor intensidad, sufrieron más ansiedad por Rusia y vieron más dolor en la terrible situación que precedió a la revolución que muchos en el proletariado revolucionario que se arrogaron después todos los honores y responsabilidad por la revolución”. ¿Era ésta la opinión real de Kerenski o sólo un intento por reconciliarse con la diáspora rusa en el exilio? Todo libro de memorias es un ajuste de cuentas y La catástrofe no lo es menos: los agentes alemanes y los bolcheviques son una misma cosa, sus apoyos se componen de “elementos desclasados”, los soldados apuntan sus bayonetas más al enemigo interior que exterior, Lenin es un traidor y un “fanático”, su proyecto, un “experimento zoológico”.
Y con todo y con eso, Kerenski recuerda cómo, en los primeros días de la revolución, un grupo de soldados “me llamó y me elevó sobre sus hombros en el centro de la sala”. “Vi un mar de cabezas, de rostros resplandecientes de entusiasmo”, continúa. “Me sentí como si todos compartiésemos una emoción, un corazón, una voluntad”. Una sensación que no duraría mucho.
En el Gobierno Provisional
Después de la Revolución de marzo, Kerenski entraría, no sin polémica con el Soviet, en el Gobierno Provisional. “La historia de la elevación de Kerenski es muy instructiva”, afirma Trotsky en su Historia de la revolución rusa. “Fue designado ministro de Justicia gracias a la insurrección de febrero, que tanto miedo le causara. La manifestación celebrada en abril por los 'esclavos en rebeldía' [como los llamaba Kerenski] le hizo ministro de la Guerra y Marina. Los combates de julio, provocados por los 'agentes alemanes', le pusieron al frente del gobierno. A principios de septiembre, el movimiento de masas le hace generalísimo. Obedeciendo a la dialéctica, y al mismo tiempo a la maliciosa ironía del régimen conciliador, las masas, con su presión, debían elevar a Kerenski hasta el punto más alto antes de derribarlo.”
Para Trotsky, “Kerenski no era, en el gobierno, el representante de los soviets, como Tsereteli o Chernov, sino el lazo que unía a la burguesía y la democracia”, y con ello, “la encarnación de la coalición misma” del Gobierno Provisional, con todas sus contradicciones. “Mi situación se hizo más complicada”, confiesa el propio Kerenski, “porque ambos campos contendientes [en el gobierno], el burgués y el democrático, mantenían igualmente que era absolutamente esencial que asumiese la presidencia del Gobierno Provisional.” “De hecho”, agrega, “no tenían a otro candidato aceptable para el puesto.”
“¿Por qué –se pregunta Trotsky– determinadas clases sociales se vieron obligadas a levantar sobre sus espaldas precisamente a Kerenski?”. Según el bolchevique, “la solidaridad de la nación, basada en unas cuantas frases hueras, convierte la tendencia conciliadora en una función política necesaria”. En esa fase, prosigue, “los idealistas pequeñoburgueses, que se elevan por encima de las clases, piensan con frases de cajón, no saben lo que quieren y desean que todo el mundo vaya bien: son los únicos caudillos posibles de la mayoría. Si Kerenski hubiera tenido un pensamiento claro y una voluntad firme, habría resultado completamente inservible para desempeñar su papel histórico.”
La tentación cesarista
La gran obsesión de Kerenski era mantener la coalición de liberales y socialistas moderados del Gobierno Provisional. Para el ministro-presidente, mientras el viejo sistema podía “apoyarse en un fuerte aparato administrativo” y mantenerse de ese modo “durante mucho tiempo, incluso después de haber perdido la confianza del país”, ningún gobierno de nuevo cuño “puede permitirse un lujo así en la ausencia de los más simples y primitivos instrumentos de coerción”.
A pesar de frases como ésta, o descripciones del Gobierno Provisional como “custodio de la voluntad popular”, La catástrofe es un relato del progresivo alejamiento de Kerenski y su ejecutivo de su base social, cuya respuesta atribuye invariablemente a “agitadores bolcheviques” cuando éstos, en realidad, no hicieron más que acompañar al movimiento real. Paradójicamente, los esfuerzos por aferrarse a una coalición de intereses divergentes apelando a la “estabilidad” llevaron al Gobierno Provisional a recurrir a la presión y la represión contra sus adversarios. Al referirse a la restauración, el 21 de julio, de la censura militar, los tribunales marciales y la pena de muerte en el ejército, Kerenski no tiene más que decir que “por supuesto, estas medidas para el fortalecimiento del gobierno no encontraron la aprobación instantánea de todo el mundo”. “Imagináos”, se preguntaba Lenin, “lo que sucedería si Guchkov diera orden de emprender la ofensiva, de licenciar los regimientos, de detener a los soldados, de prohibir los congresos, de tutear a los soldados, de llamarles 'cobardes', etc.” En cambio, continuaba, “Kerenski puede permitirse todavía este 'lujo' mientras no se disipe la confianza que el pueblo le ha otorgado, y que, a decir verdad, va disipándose con una rapidez vertiginosa...”
Según el periodista francés Claude Anet, cuya opinión recoge Trotsky, la rapidez con que Kerenski perdió su popularidad se debió “al hecho de que la falta de tacto impulsara al político socialista a actos que 'armonizaban poco' con su papel: 'Frecuenta los palcos imperiales, vive en el Palacio de Invierno o en el de Tsarskoie Selo. Se acuesta en la cama de los emperadores rusos. Un exceso de vanidad y, encima, demasiado ostensible: esto choca en un país que es el más sencillo del mundo.'”
“Tanto en las cosas grandes como en las pequeñas, el tacto presupone comprender la situación y el lugar que se ocupa en la misma. Esto es lo que le faltaba completamente a Kerenski”, sentencia Trotsky: “Elevado a las alturas por la crédula confianza de las masas, no tenía nada en común con ellas, no las comprendía y no se interesaba en lo más mínimo por saber cuál era la actitud de esas masas ante la revolución y las conclusiones que sacaban de las mismas. Las masas exigían de él actos audaces, y él exigía de las masas que no opusieran obstáculos a su generosidad y a su elocuencia.” Kerenski “continuó la guerra imperialista, defendió la propiedad de los grandes terratenientes contra todo atentado, aplazó las reformas sociales hasta mejores tiempos. Si su gobierno era débil, ello obedecía a las mismas causas por las que la burguesía no podía poner en el poder a sus hombres. Sin embargo, a pesar de toda insignificancia del 'gobierno de salvación', su carácter conservador capitalista crecía, paralelamente con el acrecentamiento de su 'independencia'.”
Octubre
Aunque los planes de tomar el poder de los bolcheviques no eran ningún secreto para octubre de 1917, su concreción tomó por sorpresa a Kerenski, quien en sus memorias admite que “los bolcheviques actuaban con gran energía y no poca habilidad”. Amargamente, Kerenski describe en La catástrofe las horas previas al asalto, la tensión en aumento, los rumores de que una parte de los soldados contemplaban entregarle a los bolcheviques, las deserciones, la falta de apoyos.
“Sin desvestirme, me tendí en el sofá de mi estudio. Dormir era imposible. Me tumbé con los ojos cerrados, dormitando, en un estado de semiconsciencia. Apenas había pasado una hora cuando fui despertado por un oficial con una información urgente: los bolcheviques habían capturado la estación central de teléfono y las comunicaciones de nuestro palacio con la ciudad habían sido cortadas. El puente del palacio, debajo de mis ventajas, había sido ocupado por piquetes de marinos bolcheviques”, recuerda Kerenski.
Kerenski logró abandonar a tiempo la capital, dejando atrás buena parte de sus documentos, y emprender una accidentada huida en un automóvil de la embajada estadounidense, casi un presagio de la guerra fría. En Pskov –donde meses atrás había abdicado Nicolás II– Kerenski intentó organizar a las fuerzas leales para capturar Petrogrado. “¿Cómo podíamos, en Pskov, saber que en aquel mismo momento el Palacio de Invierno, donde se reunía el Gobierno Provisional, estaba soportando el último bombardeo y los últimos ataques de los bolcheviques?” El final estaba cerca. “Mientras esperaba en mi automóvil, me tendí a descansar. En el silencio de la noche casi podía oír la vertiginosa velocidad de los segundos, y la impresión de que cada momento nos acercaba cada vez más al abismo era intolerable”.
Kerenski y su gabinete no creyeron la noticia de la caída del Gobierno Provisional cuando la conocieron, y la atribuyeron a la propaganda bolchevique. Desde el palacio de Gatchina intentaron emprender un último intento de reagrupar fuerzas, pero “no hay información de Petrogrado”. Los pasillos del palacio “están repletos de masas de gente excitada y enfurecida. El aire, envenenado, se llena de rumores improbables, monstruosos […] Los minutos parecen horas. Las ratas abandonan el barco. No hay una sola alma en mis habitaciones, hasta ayer llenas de gente. Sólo hay un silencio de ultratumba.” Es el fin.
Exilio
Las fuerzas leales al Gobierno Provisional lograron capturar Tsarskoye Tselo, pero fueron derrotadas al día siguiente por la Guardia Roja en Pulkovo. El Gobierno Provisional era historia. A Aleksandr Kerenski no le quedaba más que emprender el camino del exilio. De haberse quedado en Rusia, posiblemente hubiera padecido el mismo destino que Kornílov –cuyo cadáver fue exhumado e incinerado en plaza pública, sus cenizas esparcidas al aire– o el último jefe de Estado de la Rusia blanca, el almirante Aleksandr Kolchak –ejecutado de un disparo y arrojado al Irtish, que se llevó el cadáver al olvido–.
Kerenski, en cambio, logró llegar hasta Francia, donde su figura se fue apagando lentamente, pero su carácter trágico persistió. Durante la guerra civil rehusó apoyar ninguno de los bandos y tras la invasión de Francia por parte de los nazis, el antiguo premier logró escapar a Estados Unidos, y desde allí viajó más tarde a Australia, donde su segunda esposa se encontraba gravemente enferma. En 1946 regresó a EEUU, donde permanecería el resto de su vida. Kerenski se instaló en Nueva York, cerca de Central Park, y colaboró con instituciones como la Fundación Hoover y el departamento de ruso de la Universidad de Stanford, además de ofrecer numerosas conferencias y escribir artículos y libros. En 1967 apeló al gobierno soviético para poder volver a Rusia, reconociendo los méritos de la Rusia soviética y retirando sus acusaciones contra los bolcheviques durante los acontecimientos de 1917. La demanda no prosperó. Con una salud cada vez más deteriorada, en diciembre de 1968 Kerenski vendió sus archivos a la Universidad de Austin por 100.000 dólares para poder financiar su tratamiento médico.
Uno de los últimos supervivientes de la Revolución rusa, Kerensky falleció en 1970 en el hospital St. Luke's de Nueva York. La iglesia ortodoxa rusa en el exilio se negó a ofrecer sus servicios funerarios, al considerar al socialista y masón Kerenski responsable del hundimiento del antiguo régimen. Fue enterrado en el cementerio de Putney Vale de Londres, donde residía su hijo. La estela funeraria reza: “Alexander F. Kerensky. Nacido el 4 de mayo de 1881, fallecido el 11 de junio de 1970”. No hay ninguna alusión al cargo que una vez ocupó, ni a los hechos en los que se vio implicado. Definitivamente, la historia había vencido a Kerenski.
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