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Silvio Berlusconi saltó a la arena política como un prestidigitador y se va como un trilero. Ha sorteado la acción de la Justicia, el veredicto de las urnas y el termómetro de la opinión pública en incontables ocasiones, pero ha caído en desgracia por imperativo de los mercados y por las presiones de la UE y el FMI, conscientes del efecto arrastre que provocaría en Europa que Italia se precipitase al abismo.
El descorazonador epitafio lo rubrica un puñado de aliados que le dieron la espalda en la Cámara de los Diputados y dejaron su Gobierno en minoría cuando el barco hizo aguas. Ellos también tomaron nota del pulso de la calle, que parecía despertar del letargo: la pérdida de Milán, donde nació en 1936, simbolizó el descalabro de las municipales; su llamada a la abstención en los referendos de junio no caló en los electores, que rechazaron un artefacto legal concebido para evitar su comparecencia ante los tribunales.
La llegada por primera vez de Il Cavaliere al Gobierno no sorprende, pero sí que repitiese dos veces más al frente del Ejecutivo. A comienzos de los noventa, el terreno estaba abonado para que un prominente empresario, dueño de un imperio mediático sin parangón y presidente del imbatible Milan se presentase como el salvador de una patria que acababa de asistir a la desaparición de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista tras el proceso anticorrupción Manos Limpias.
La sociedad, asqueada de la corrupta casta política, abraza a Berlusconi, cuya baza electoral pasaba por la promesa de convertir al país en una empresa de éxito. En realidad, quería blindarse judicialmente, pues estaba siendo investigado por su presunta relación con la mafia, y salvar sus inversiones, ya que Fininvest corría el riesgo de no poder saldar sus deudas. Necesitaba montar un partido en tiempo récord. "Si no, tendré que declararme en bancarrota y acabaré en la cárcel", le confesó al periodista Indro Montanelli.
Dos meses antes de las elecciones de 1994, sus ejecutivos publicitarios paren Forza Italia y una nómina de empresarios y abogados a sueldo de Berlusconi son elegidos parlamentarios. No dudarán, pese al evidente conflicto de intereses, en pergeñar leyes a la medida del jefe, aunque la estrategia no siempre iba a funcionar: en julio fue condenado a pagar 560 millones de euros por el caso Mondadori.
Un hombre hecho a sí mismo —ha presumido siempre— logra meter en el mismo saco al posfascista Gianfranco Fini y al separatista Umberto Bossi. Pero la biografía oficial del primer ministro oculta que, si bien es cierto que pasó de la nada a ser una de las mayores fortunas del Bel Paese, lo consiguió con el favor de terceras personas, empresarios y políticos de la "mafia interna" de Roma, de la que en público renegaba.
Bajo el amparo del socialista Bettino Craxi, comenzó a escalar posiciones en el mundo de los negocios e hizo realidad la siguiente ecuación: "Poder económico más poder mediático, igual a poder político".
Así engendró la política posmoderna: un partido sin ideología que sustituía la propaganda por la publicidad, usando como plataforma su red televisiva (tres canales privados, a los que habría que sumar otros tantos públicos). Nacía la Italia de las veline —producto de exportación que llegó a España en formato mamachicho—, del fútbol a raudales, de las tertulias levantiscas que loaban al líder supremo y de la mordaza impuesta a los que osaban criticarlo.
El fascismo de la primera mitad del siglo pasado y la putrefacta partitocracia de la Guerra Fría dieron paso a un sistema dominado por el consumismo, la superficialidad, el culto a la imagen, la vacuidad, el intento de perpetuar el ajado fantasma del comunismo en el imaginario colectivo y la cultura del pelotazo. Berlusconi encarnaba al antipolítico en una sociedad que renegaba de las zarpas del Estado, que tanto quita y tan poco da. Problemas con la Justicia
Lo que sigue es bien conocido: resulta imputado en varios procesos por corrupción, evasión fiscal, prostitución de menores o abuso de poder; crea leyes que abrevian la prescripción de los delitos y alargan los juicios; logra transmitir la idea de que una fechoría caducada y la absolución son lo mismo; usa a personajes interpuestos como barrera de protección o recurre a la inmunidad intrínseca a su cargo, de ahí su deseo de ser presidente.
La pacata Italia asiste a las orgías en sus lujosas residencias, al mercadeo de mujeres, a los chutes de Viagra, a las sobrinas de Mubarak, a la planta ibicenca con la que se presentó ante Tony Blair tras un injerto de pelo y a sus meteduras de pata machistas, racistas y homófobas.
Harta, Verónica Lario —madre de tres de sus cinco hijos— lo dejó cuando supo que se veía con una adolescente que le llamaba Papi. "No puedo estar con un hombre que frecuenta a menores", confesó. Sin embargo, antes de que la crisis pusiese en evidencia la fragilidad de la economía trasalpina, su popularidad no se había visto resentida.
El cineasta Nanni Moretti, conciencia crítica de una izquierda titubeante e impotente, se lo imaginó entre rejas en El Caimán. Pero lo que acontezca en el futuro con el primer ministro, encausado en tres procesos, habrá que verlo después de la publicidad.
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