Este artículo se publicó hace 5 años.
No somos inmortales

Por Alejandro Torrús
-Actualizado a
Esta misma temporada el programa de televisión presentado por Joaquín Reyes Cero en Historia preguntaba a sus habituales concursantes sobre cuál era la mayor de la crisis que había vivido la humanidad y cuál les gustaría vivir ponía como ejemplo la llegada de la viruela o del sarampión. La pregunta llevaba implícita la asunción de un escenario: la época de las grandes sorpresas, de las pandemias y de los virus incontrolados ya había terminado. Era pasado y nosotros, futuro. Nuestra capacidad científica había vencido.
Pero estábamos equivocados y llegó la sorpresa. Para este Gobierno y para el resto de la ciudadanía. Cuando recién comenzado enero escuchamos en televisión las primeras informaciones sobre un nuevo virus en China, pocos imaginábamos que en unos meses todo el país estaría confinado. Tampoco imaginábamos lo más mínimo la reacción de las derechas, incluida la extrema. Al cierre de esta edición, el delegado del Gobierno en Madrid está siendo investigado judicialmente por no haber prohibido la manifestación del 8 de marzo mientras las mismas derechas alientan protestas en las calles en pleno estado de alarma al tiempo que denuncian en el Congreso supuestos derechos robados y la imposición de un régimen dictatorial. Un giro de guion que no vimos venir.
Pero esta publicación no pretende dedicar ni una sola palabra a analizar la reacción de la extrema derecha. Por muy grandes que sean sus barbaridades. Por mucho que griten. Es momento de dejar a un lado a los que reclaman 'casito'. Es momento de nosotros y nosotras. De escucharnos. De dedicar espacio y tiempo a conocer cómo han vivido los y las demás, el confinamiento, la emergencia sanitaria o la propia enfermedad. Es momento de escuchar a quienes han perdido a familiares y amigos y también a los que no han perdido nada, pero han vivido los últimos dos meses encerrados en unas paredes. Momento de escuchar a sanitarios y sanitarias que se jugaron el tipo por nosotros, que tuvieron que autoorganizarse para enfrentarse a lo desconocido, que han visto cómo se contagiaban y cómo muchos de ellos fallecían. Este es el momento de hablar y de repetirnos estas historias una y otra vez. Porque lo que no se cuenta parece no haber existido nunca. Y porque si no nos contamos nosotros mismos, nos contarán otros poniendo sus odios en nuestras bocas.
Una reciente investigación liderada por la Universidad del País Vasco sobre las consecuencias psicológicas de la covid-19 recoge que el 46% de las personas encuestadas han experimentado un aumento en su malestar psicológico general; un porcentaje similar también confesó haber tenido momentos de irrealidad, mientras que casi un 78% dijeron que la incertidumbre se había hecho cuerpo en sus vidas, un indicador que alerta de posibles situaciones de ansiedad y miedo. Pero nada de lo sucedido, aunque lo pareciera, fue irreal. Y el miedo o la ansiedad no se van tan fácilmente.
Dijo el filósofo Santiago Alba Rico en las páginas de Público durante los primeros días de confinamiento que este virus nos había hecho reencontrarnos con nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad. Y frente a esta situación caben un abanico ilimitado de reacciones. Entre ellas, el miedo. De hecho, no sería de extrañar que las manifestaciones que han inundado calles con banderas de España al grito de libertad estén plagadas de miedo. Alba Rico explicaba que, en general, no obstante, las reacciones a la incertidumbre y fragilidad se suelen poder agrupar en dos tipos. Por un lado, puede llevar a mucha gente a posiciones más reaccionarias y autoritarias, que con la falsa premisa de conseguir más seguridad frente al virus defenderían nuevas reformas que lleven a más recortes en derechos económicos y sociales. El filósofo lo definía como un cierre autoritario del sistema. Por otro lado, Alba Rico señaló que la crisis abre la puerta a una refundación del mundo a través de la idea de interdependencia y cooperación de todos los sujetos. Eran dos tipos ideales. Dos fuerzas que pueden guiar el comportamiento humano en próximas fechas.
La percepción de que todos somos frágiles, y por tanto debemos cuidarnos, permite una reacción en términos solidarios. Y no sólo es teoría. También es práctica. Ahí está la reacción de miles de sanitarios que han multiplicado esfuerzos, de miles de jóvenes que han organizado redes de cuidado, de las asociaciones de madres y padres que se han preocupado de que ningún niño se quede sin comer en su casa durante el cierre de los colegios, de las redes vecinales... Los ejemplos de solidaridad a lo largo de esta pandemia, de hecho, son incontables. Además, la emergencia ha dejado también una realidad difícil de refutar. Nos va la vida en la defensa de los servicios públicos. Hace años se popularizó el eslogan en las protestas por la crisis de 2008 de “vuestros recortes, nuestras vidas” y hoy, años después, se ha demostrado que era verdad. Que absolutamente todos los esfuerzos económicos que dejan de hacerse en nuestra sanidad, educación o dependencia tienen efectos directos en la vida de la ciudadanía. Sus recortes, nuestras vidas.
En Público no hace falta que te digamos cuál es nuestra posición. Es la misma que hace años cuando sufrimos la crisis económica. Frente a las adversidades, este periódico siempre ha defendido que somos más fuertes en común. Frente a la reacción autoritaria, solidaridad. Frente a la extrema derecha, derechos. Y no evitamos el miedo. Está ahí y es humano. Pero creemos que la mejor receta es la sanidad pública, la investigación científica y un estado del bienestar fuerte que asegure una vida digna a toda la ciudadanía.
La publicación que tiene en sus manos aspira a convertirse en una fotografía de lo que ha sido esta emergencia sanitaria y el confinamiento. Un lugar donde leernos a nosotros mismos, saber cómo lo hemos pasado, lo bueno y malo, reflexionar sobre cómo será el futuro, en España y en el resto del mundo. Porque nadie sabe lo que pasará este verano o a partir del nuevo otoño, todo es una incógnita, pero sí tenemos la certeza de que no somos inmortales y de que solo con una sanidad pública fuerte y preparada el virus lo tendrá más complicado.
Por último, las páginas que siguen a continuación también tienen por objetivo rendir homenaje a todos aquellos y aquellas que se nos fueron en los últimos meses por culpa de la pandemia o que no pudimos despedir adecuadamente por las medidas derivadas del estado de alarma. Ellos y ellas no se merecían nada de esto y generacionalmente no podemos vivirlo de otra manera que como una derrota. El sistema no estuvo a la altura. Nos acordamos, especialmente, de Chato Galante, de Julio Anguita, de Luis Eduardo Aute y de, entre otros, Juan Genovés. No hay suficientes páginas para agradecerles su pelea por un mundo más justo ni para honrarles en su lucha, que también es la nuestra. Porque fueron, somos. Porque somos, serán.
Lee el especial completo '...Y llegó la pandemia' en este enlace
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En primera persona
Pablo Padilla. 31 años.
Abuela falleció oficialmente el 17 de marzo de 2020. Nunca es buen momento para estos sucesos pero, joder, en tiempos de coronavirus es otra cosa. Todo se vuelve más complicado, más doloroso, más frío, más distante y más solitario. Todo son obstáculos. El primero: no pude ir corriendo a casa de Madre a darle un abrazo. Uno de esos que llenan el alma, que calman y potencian el llanto al mismo tiempo. El segundo: Hermana no pudo venir a España. Ocho mil kilómetros nos separan y no pudimos acompañarnos, llorar juntas ni compartir el dolor.
Finalmente tuvimos suerte y la familia pudo juntarse. De aquella manera. Diez personas máximo, con guantes y mascarillas. Dos metros de distancia. Todo esto ya nos suena, pero en ese momento era nuevo y más para un momento tan especial. Llegamos por separado a un desértico tanatorio. Fue una incineración gélida. Aún no hemos podido ir a la residencia donde Abuela llevaba viviendo una década para agradecer a Pepa, María y el resto de trabajadoras todos estos años de cuidados y cariño. Ni rebuscar en los álbumes de fotos, ni cocinar unas patatas fritas a fuego lentísimo como las que nos hacía ella.
Esos días comían por dentro los abrazos no dados, las mejillas no besadas, las lágrimas no compartidas, las manos no entrelazadas, las canciones de misa no entonadas, las medio sonrisas no esboza das, las miradas cómplices no lanzadas, los sollozos nonatos, las carcajadas mudas, los momentos no rememorados y las caricias no sentidas.
María José Ortega Pérez. 35 años
Sin aún procesar un embarazo sorpresa, en 24 intensas horas mi vida cambia 365 grados y empieza a regirse por nuevas palabras: covid-19; confinamiento; ERTE. A través del teléfono, vivo como a mi abuelo de 90 años, mi pilar, se lo llevan completamente solo por protocolo en una ambulancia que ha tardado seis horas en llegar. Le perdemos el rastro casi dos días. Mi madre empieza a manifestar síntomas del virus. El 112 nos dice que debe quedarse en casa sola, aislada. Revisión de embarazo: cancelada.
Comienzan 22 días en los que lo que nos caracteriza como humanos nos ha sido arrebatado de un plumazo. Tus enfermos están completamente solos. Nuestros mayores, nuestra memoria, a los que debemos agradecer lo que ahora tenemos y somos... ¿Qué pensarán? ¿Que les hemos arrinconado? ¿Abandonado? El colapso solo da tregua a los médicos para llamar una vez al día y decirte: “Estable dentro de la gravedad”.
Otros se han ido sin ni siquiera un adiós. La noche del cumpleaños más desolador de mi vida y 16 días después, el teléfono sonó de madrugada: “Mochuelo, creo que pronto me van a soltar. Escápate y tráeme los dientes. ¿La pulga que vas a tener ha crecido algo? Me han dejado llamarte los marcianos con su teléfono, no les veo ni la cara porque llevan muchos artefactos”.
Ellos y ellas. Sin aviso, sin tregua, sin medios, sin miedo. Me han devuelto a mi abuelo. No se han limitado a hacer su trabajo, ese que tan poco se ha valorado. Además han dotado de humanidad esta cruel situación en el poco tiempo libre que han tenido para respirar. No se les podría haber rebautizado mejor. De otra galaxia. Marcianos.
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