Opinión
Vivir, esa utopía


Directora de Público.
El turismo ha recuperado este 2024 el ritmo previo a la pandemia. Esto debería ser una gran noticia, dado que representa casi un 13% del PIB español. Y, sin embargo, no parece haber mucho que celebrar. Al menos para quienes residen en el territorio y no solo no se benefician —ni directa ni indirectamente— de los 200.000 millones de euros que grosso modo mueve el sector, sino que además se ven gravemente perjudicados por todo lo que acarrea.
Las cifras de 2024 arrojan un dato muy preocupante, aunque no sorprenda: mientras se batía el récord de visitantes, disminuía la ocupación en establecimientos regulados (hoteles, albergues, campings, apartamentos turísticos con licencia o alojamientos rurales) respecto a 2019. Si en el año precovid sólo un tercio de las pernoctaciones tuvo lugar en este tipo de alojamientos, en 2024 la cifra se reduce aún más. ¿Y los dos tercios restantes?
Pues hay que repartirlos entre los alojamientos no regulados. Es decir, casas de familiares y amigos y segundas residencias. O viviendas de alquiler turístico ilegales, aquellas cuyos propietarios han puesto en alquiler vacacional sin declararlas como tal o las que, por cambio a un uso no residencial, incumplen la normativa urbanística de cada municipio.
Si tenemos en cuenta que el 32% de los visitantes fueron personas que residían en el extranjero, mientras que el 68% restante vivían en España, no parece muy descabellado pensar que esas viviendas de alquiler turístico ilegales son las que se llevan el gato al agua. Y lo hacen escapando a cualquier control fiscal. Mientras, fondos de inversión compran edificios enteros para convertirlos en apartamentos turísticos.
Así llegamos a aberraciones como la de Gijón, la segunda ciudad de España (solo superada por Oviedo) donde más han aumentado las viviendas de uso turístico en 2024. En concreto, en el barrio de Cimavilla, una de cada diez está enfocada al turismo, según datos del INE.
En buena parte esto explica que los precios de la vivienda se hayan disparado desde 2015, el año en el que Airbnb se consolidó como líder mundial de alojamiento turístico. El precio de compra es hoy un 58% más caro de media en España que entonces. En cuanto al alquiler, en el momento de escribir este artículo, el portal inmobiliario Idealista arrojaba cinco resultados (sí, cinco) para “viviendas por menos de 500 euros” en la provincia de Madrid (6,8 millones de habitantes, de los que 3,3 viven en la ciudad): la más grande tenía 40m2 y estaba a 70 km de la capital, pero, según el anuncio, la oferta “es exclusivamente para personas que tienen perros y caballos” y no se admiten parejas. Por menos de 400 euros, en la provincia de A Coruña (1,2 millones de habitantes; 250.000 en la ciudad) figuran 31 viviendas, todas de mayor tamaño que las de Madrid, pero ninguna está en el municipio de A Coruña.
1.215 euros brutos es el salario más frecuente en España, según los últimos datos disponibles, de 2022. No hace falta decir mucho más.
Este verano, por primera vez, los habitantes de zonas turísticas se plantaron y tomaron las calles exigiendo poder vivir en sus ciudades; es decir, en sus viviendas, en sus barrios. Al mismo tiempo crecían las movilizaciones por todo el país reclamando soluciones al problema de la vivienda.
El encarecimiento de la vivienda y la imposibilidad de acceder a ella para buena parte de la población es la consecuencia más dolorosa y visible de esa supuesta gallina de los huevos de oro que es el turismo. Y digo “supuesta” porque está por ver si esos huevos son de oro o de hojalata. Sí, la aportación del turismo a la riqueza del país en términos macroeconómicos es clara. Pero ¿dónde queda el beneficio para las ciudadanas y los ciudadanos? Desde luego, no en los residentes; y tampoco en los y las trabajadoras de la precarizada hostelería que, según el Observatorio de Ocupaciones del SEPE, es el sector donde más puestos quedan sin cubrir por desacuerdo con las condiciones laborales.
Sumemos a esto los efectos de la gentrificación y la masificación turística. De los elevados precios en alimentos básicos (más baratos en barrios no turistificados), a la imposibilidad para tomar una cerveza sin hacer cola, pasando por la implantación de terrazas de bares en los lugares más inverosímiles o por las hordas de turistas que acaban de desembarcar de su crucero para comprar unos souvenirs o por la contaminación en todas sus variantes. Y eso si hablamos de zonas urbanas. Porque si nos vamos a áreas rurales, ya sean de interior o costeras, encontraremos autocares aparcados a escasos metros de paraísos naturales hasta hace poco recónditos o calas completamente desbordadas de visitantes por el efecto de las recomendaciones en Instagram.
Que nuestra economía necesita del turismo parece evidente. Tanto como que ya es una emergencia la adopción medidas por parte de ayuntamientos, comunidades autónomas y Gobierno central para que esa gallina de los huevos de oro no termine por romperlos antes de que lleguen a la cesta.
Es muy sencillo: los vecinos y vecinas de los barrios y pueblos de este país no quieren ser los héroes de la resistencia. Solo quieren vivir, aunque empiece a parecer una utopía. Y alguien debería garantizárselo.
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