'Post turismo' y exotismo: los dilemas éticos que plantea el viaje
Por Queralt Castillo Cerezuela
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El turismo voraz tiene muchas más implicaciones que la subida de los alquileres o la masificación de zonas concretas. El acto de viajar a otro país esconde toda una serie de dilemas no resueltos que hay que tener en cuenta a la hora de programar unas vacaciones. Visitar lugares en conflicto o viajar a sitios supuestamente exóticos, aunque se intente hacer de manera ética, esconde unas dinámicas neocoloniales que también se dan en otros ámbitos, como el de los cuidados. Creer que nuestras estancias en otros lugares no tienen impacto es una ilusión de la que se debería huir: nuestras acciones siempre tienen un impacto, y en este caso, es presumiblemente negativo.
¿Es ético visitar países en guerra o donde no se respetan los derechos humanos?
En agosto de 2023, un grupo de turistas catalanes tuvo que ser evacuado de urgencia de Amhara, una región al norte de Etiopía, después de que el Gobierno del país declarase el estado de emergencia a causa del recrudecimiento de los enfrentamientos entre las milicias Fano y el ejército etíope. Amhara es conocida por sus iglesias excavadas en la roca y por ser patrimonio de la humanidad de la UNESCO. Se cerraron los aeropuertos y se restringió el desplazamiento terrestre, así que los turistas quedaron atrapados en la zona. El grupo viajaba con Kananga, una empresa que se define como “agencia de viajes de aventura” y que ofrece tours a todos los continentes del planeta. El grupo de turistas estuvo retenido durante diez días.
La noticia, que ocupó decenas de titulares en los medios catalanes y del resto de España, también abrió un debate interesante: ¿Es ético viajar a zonas en conflicto? Algunos de los turistas, a su llegada a Barcelona, dieron entrevistas. “Es un país muy bonito, hay muchas cosas que ver y es culturalmente muy interesante. Nos gustan mucho los países africanos por la diversidad cultural y por la manera diferente de vivir y sus personas. Escogimos Etiopía por eso”, decían Núria Giménez y Adelina Matas, pertenecientes al grupo evacuado, en una entrevista en Catalunya Radio. Reconocían, sin embargo, haber viajado a la zona sin conocer el contexto político en el que se encontraba. A la pregunta de la periodista de si se habían informado previamente de la situación del país, ellas contestaban: “Miras un poco cómo es el país y luego vas a una agencia especializada”. Reconocieron que no sabían que había un conflicto latente: “Si se hubiera sabido que podían surgir problemas, la agencia no nos hubiera permitido viajar […]. Si vas con una agencia de viajes, estás contratando un servicio. Es como cuando vas a una tienda y compras un yogur... ¿Verdad que no te lo venden caducado? Creo que una agencia que vende un viaje tiene que saber si se puede ir o no”. En el ejercicio de depurar responsabilidades, también apuntaron hacia las embajadas: “Si lo desaconsejan, que regulen las agencias que venden este tipo de viajes […] o que prohíban la emisión de visados”, decían en referencia al aviso del Ministerio de Exteriores, con fecha de 30 de agosto de 2022, de no viajar a la zona por razones de seguridad.
El resto de la entrevista es interesante y tiene muchas aristas. Cuando la periodista pregunta sobre los locales, ellas responden: “Mientras estuvimos allí, nos cuidaron mucho, nos protegieron con su vida y se adaptaron mucho a nuestras costumbres y a nuestra alimentación dentro de las posibilidades que había. Claro, las comunicaciones estaban cortadas. Ellos comen con la mano y usan el pan, y se dieron cuenta de que nosotros no, así que compraron platos [...]. Ellos estaban tranquilos porque es su manera de vivir”. En ningún momento durante la entrevista se asume ningún tipo de responsabilidad y las turistas plantan cara a las críticas.
Este no ha sido el único caso reciente que plantea dilemas éticos en torno al turismo en zonas en conflicto: en mayo de 2024, tres turistas, también catalanes, perdieron la vida en Afganistán, junto con tres afganos, a causa de un atentado. La periodista Patricia Simón, en Turista en el régimen talibán, publicado en 5W, escribió: “A priori, no parece recriminable que haya quienes se interesen por conocer al pueblo afgano pese a todos los temores y estereotipos que se han levantado a su alrededor. Por supuesto, siempre y cuando lo hagan tras haberse informado sobre su contexto social y político, sobre las condiciones de seguridad y asegurándose de que con su presencia no están poniendo en riesgo a la población local. Viajar a un país oprimido por una sangrienta teocracia como es el régimen talibán entraña una responsabilidad adicional a las que debería contemplar cualquier viajero o viajera: contrarrestar cualquier intento de lavado de imagen de la dictadura a la vuelta de la expedición, ya sea a través de las publicaciones en redes sociales o de las conversaciones con el entorno. Y, por supuesto, no caer en ningún tipo de glamurización del Estado totalitario ni vender Afganistán como una aventura exótica y excitante. Si se cumplen estos requisitos, propios del sentido común y de la responsabilidad, el hecho de que pueblos tan incomunicados como el afgano reciban visitantes es una manera de mantener un hilo de conexión con el resto del mundo, de mostrarles que fuera de sus fronteras hay quienes se siguen interesando por su existencia, por su estilo de vida, por su entorno y por su acervo cultural”. En el artículo, la periodista, que tiene una larga trayectoria en coberturas en países en conflicto, apostaba por revisar algunos prejuicios, no cuestionar a las víctimas y poner el foco en las agencias que ofrecen estos viajes: “¿Cómo logran estos permisos? ¿Informan detalladamente a sus clientes de los riesgos que asumen? ¿Cómo es su relación con los regímenes criminales con los que trabajan? ¿Qué imagen trasladan de esos gobiernos en su publicidad e informaciones públicas? ¿Contratan seguros capaces de asumir los costes millonarios de los imprevistos y accidentes que pueden surgir en el terreno?”, se preguntaba.
Kirt Mausert es doctorando en Antropología en la Universidad de Berkeley, en California, y propietario de la página de Facebook Yangon Informer, desde donde denuncia los casos de turistas que optan por ir de vacaciones a Myanmar, un país en el que él vivió durante 10 años y que desde el 1 de febrero de 2021 se encuentra sumido en una sanguinaria guerra civil. Si bien el régimen militar cerró el país durante aproximadamente los dos primeros años de dictadura, a medida que se ha ido agotando el dinero, lo ha abierto para los turistas. “La atención del mundo en la guerra ha desaparecido y Myanmar ya no está en los periódicos. Ahora, hay personas que creen que pueden usar el país como su patio de recreo, que tienen derecho a ir de vacaciones y a tener una experiencia exótica y fechitista. ¿Qué es lo que realmente motiva a la gente a hacer caso omiso total de la situación sobre el terreno?”, se pregunta Mausert, que se muestra muy crítico con este tipo de turismo: “Hay quien está más preocupado por ganar capital social ante sus amigos y poder presumir del lugar en el que ha estado que por las vidas de los locales. Son viajes autocomplacientes con el ego”, explica a Público.
El investigador no va desencaminado: en el grupo de Facebook Myanmar (Burma) Backpacker/Traveller Information hay decenas de mensajes de mochileros que preguntan a qué zonas del país es seguro viajar. Hace unos días, incluso había una publicación invitando a la gente a ser buenos turistas y continuar gastando dinero en el país. “El ejército está en plena crisis financiera; los militares están desesperados por cambiar moneda extranjera y están haciendo todo lo posible para promover el turismo como medio para abordar la crisis económica […]. En Myanmar no va a haber un momento decisivo, una batalla de Stalingrado. La única manera de que pierdan los militares es que se arruinen, pero si ahora llegan hordas de turistas extranjeros, el país se sumirá en otra dictadura militar brutal que volverá a durar 25 años”, se lamenta Mausert. “Este tipo de turismo tiene sus raíces en el colonialismo y el imperialismo y en la supremacía blanca. Ir allí para explorarte a ti mismo es obsceno e irresponsable”, concluye.
Un ejemplo de esto que comenta Mausert es Dabble and Travel, una pareja de mochileros que recientemente visitó el país. En las fotos de Instagram colgadas en las que se muestra el país se puede leer: “Cuando tu Gobierno te recomienda no viajar al país, pero vas igualmente y te encuentras con esto” [en referencia a las pagodas]; en otra fotografía, se ve a los jóvenes brindando con una cerveza con el mensaje: “Nuestro primer día en un país en guerra”. Los influencers en cuestión fueron contactados para dar su testimonio en este reportaje, pero no hubo respuesta.
"Lo que distingue a un ‘post turista’ de un turista común y corriente es la conciencia de las interdependencias globales, las causas y consecuencias del comportamiento turístico y la conciencia de estar sujeto a procesos psicológicos, comerciales e ideológicos".
El 'post turismo' y los dilemas que plantea
Ya en 1985 Maxine Feifer acuñó en el libro Going places el término post turismo para referirse a aquellas personas que viajaban siendo menos dependientes de la industria turística porque buscaban algo distinto: experiencias auténticas fuera del mainstream. El concepto ha ido evolucionando y en la década de los 90 y los 2000, sociólogos como John Urry o Jean Viard ampliaron el concepto: ya no solo hace referencia a otra manera de viajar, sino que diluye las barreras entre turista y residente temporal, por ejemplo, y aborda cómo se difumina el turismo con la vida social o el impacto que este fenómeno tiene en los residentes de los lugares. El geógrafo y experto cultural Paweł Cywiński, uno de los artífices de la iniciativa polaca Post-turysta y profesor en la Facultad de Geografía y Estudios Regionales de la Universidad de Varsovia, escribe: “Lo que distingue a un post turista de un turista común y corriente es la conciencia de las interdependencias globales, las causas y consecuencias del comportamiento turístico y la conciencia de estar sujeto a procesos psicológicos, comerciales e ideológicos”. La iniciativa
Post-turysta nació con la voluntad de que “los turistas piensen críticamente, investiguen diversos mecanismos sociales en lo que hacen y busquen formas éticas de viajar”, se puede leer en su página web.
En sus ensayos, Cywiński parte de la base de que solo un turista consciente puede viajar de manera respetuosa y ética e invita a reflexionar de manera crítica sobre los mecanismos que rigen los procesos turísticos. “Para un post turista, los habitantes de los lugares visitados deberían ser socios, sujetos del encuentro, no servicios de vacaciones o paisajes”, escribe. La pregunta que surge aquí, sin embargo, es si ese modelo de turista o viajero realmente existe. ¿Existe el impacto cero? ¿Existe el despojo completo de la mirada neocolonial? ¿Existe una manera ética de viajar? ¿Se puede viajar sin masificar, sin turistificar, sin gentrificar?¿Sin ser un perjuicio para los habitantes locales?
A menudo, quien se ha querido desmarcar de los efectos nocivos del turismo, se ha autoidentificado como viajero. La oposición entre los conceptos turista y viajero, en cuanto a los efectos que tiene su actividad en los lugares visitados, es prácticamente inexistente. También miembro de la plataforma Post-turysta, Anna Horolets, socióloga y antropóloga social, se pregunta en otro ensayo: “¿Cuál es el objetivo de la ya bastante antigua oposición turista y viajero? ¿Descripción del mundo real o declaración de superioridad sobre este mundo o incluso de una posición privilegiada en él? Esta oposición se repite constantemente en muchos contextos, cuya comparación nos hace conscientes de la fluidez de la frontera que separa unos de otros. Entonces, ¿por qué odiamos tanto que nos llamen turistas?”. Para la investigadora, la división entre estas dos categorías sirve para “marcar y fortalecer la propia posición social […]. El turismo, sin adjetivos, es una práctica masiva, amenazadora y poco elegante. Sin embargo, agregar adjetivos como sostenible, responsable, comercio justo, ecológico, lento, étnico, alternativo o nicho señala una distinción”. Teniendo en cuenta que los impactos del turista y el viajero son los mismos, ¿existe realmente un ‘post turista’? Todo parece indicar que no.
Exoticidad, una puerta abierta al colonialismo
No resulta difícil encontrar paquetes turísticos a lugares remotos que incluyan una visita a comunidades locales. ¿Cuánto hay de ético (o no) en viajar para ver a los masáis en Tanzania, a las mujeres jirafa en Tailandia o a las reservas de indios hopi que quedan en Estados Unidos? ¿Turismo etnológico o zoológico humano? “Exótico no es una palabra universal para describir a todos los demás, es una palabra de origen occidental y es muy asimétrica. Casi nunca soy exótico para un indonesio; él casi siempre es exótico para mí”, escribe Paweł Cywiński, para quien el uso del termino implica, necesariamente, enfatizar la alteridad, el contraste entre ‘yo’ y ‘el otro’. Exótico es un concepto fruto de la narrativa turística. “Es el turismo el que devolvió la vida a esta palabra y es el turismo el que más la explota”, escribe Cywiński.
Para ahondar en el concepto y todo lo que implica, habría que retomar, entre otras, las ideas de Edward Saïd en Orientalismo, una de las obras imprescindibles de la crítica poscolonial en la que el autor explica de manera extensa cómo se piensa, se percibe y se describe lo que llamamos Oriente por parte de Occidente; qué imágenes nos hemos construido de este concepto y de todos esos países y cómo eso ha marcado de manera definitiva nuestras relaciones con esa zona del mundo. Si uno se para a reflexionar sobre todos estos conceptos y se es honesto con la mirada con la que, habitualmente, se viaja a los países del sur global, parece evidente que este tipo de turismo forma parte del legado colonial.
En los 70, cuando los vuelos trasatlánticos se empezaron a popularizar entre las clases medias mundiales del norte global, Louis Turner y John Ash acuñaron el concepto ‘periferias del placer’. En el ensayo Implicaciones socioambientales de la construcción del espacio turístico, publicado en 2017 en la revista Ecología Política, cuadernos de debate internacional, Ernest Cañada, investigador del turismo desde una perspectiva crítica y miembro de Alba Sud, un centro de investigación y comunicación sobre la turistización global, escribía: “Después de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de la aviación y las infraestructuras aeroportuarias permitieron ampliar los destinos vacacionales alrededor del mundo, de tal modo que esas nuevas áreas pudieron entremezclarse mucho más con diferentes zonas del planeta y entrar en mayor competencia entre sí. Sobre eso se construyó un nuevo modelo vacacional masivo, acompañado de la expansión de la hotelería, las agencias de viaje, las líneas de cruceros, así como nuevos mecanismos financieros [...]. La incorporación de nuevas ‘periferias turísticas’ se multiplicó a partir de los años 1980, con la caída de los precios del petróleo en esa década, que posibilitó un fuerte incremento de la movilidad”. Este incremento de la movilidad, que ha dado lugar al modelo turístico actual, está teniendo unas consecuencias devastadoras en algunos enclaves que se incorporaron a la lógica turística pero desde una posición de subordinación. Desde entonces, estas relaciones han provocado una desigualdad radical. Algunos ejemplos de ellos son Costa Rica, Jamaica o República Dominicana, donde las grandes cadenas hoteleras de lujo conviven con sociedades socioeconómicamente deprimidas de la que se aprovechan de manera sistemática. Uno de los indicadores clave que demuestra esta situación es que en las zonas turísticamente más desarrolladas, las rentas medias de sus habitantes son más bajas que en zonas turísticamente menos desarrolladas.
Hay quien usa el argumento, no de manera desinteresada, de que el desarrollo turístico es sinónimo de desarrollo social y progreso económico. Ernest Cañada, sin embargo, asegura en el mencionado ensayo que “en estos países, lejos de la propaganda que asocia el turismo con la modernización o el desarrollo, lo que podemos encontrar son tres grandes fenómenos sociales: procesos de desposesión de recursos naturales y desarticulación territorial preexistentes; nuevas dinámicas migratorias tanto de expulsión como de atracción; e integración subordinada de la población procedente de comunidades rurales en las nuevas actividades turísticas”.
No es necesario salir del país para observar este fenómeno; solo hace falta andar por la calle y visitar las principales atracciones turísticas de nuestras ciudades y ver quién trabaja en los restaurantes, en los hoteles, las nóminas que tienen y sus condiciones laborales. Y aquí surge la madre de todas las preguntas, que contiene en sí misma la respuesta: ¿A quién enriquece, verdaderamente, el turismo?
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