Este artículo se publicó hace 2 años.
Anita Sirgo: "Estamos perdiendo todo lo que conseguimos, y lo estamos perdiendo por dejar de luchar"
Por Pablo Batalla
Periodista
-Actualizado a
Anita, usted nace en 1930. ¿Cómo recuerda su infancia?
Nací el 20 de enero de 1930 en El Campurru de Lada. La vida era muy diferente. Para bajar de El Campurru a Sama no había carretera: era todo una llamarga con ranas cantando y se bajaba por un caminín. Cuando nos llevaban el carbón, el camión lo dejaba en El Pontón, donde terminaba la carretera, y desde allí teníamos que subir el carbón a cuestas. No tenías qué comer, no tenías nada. Ni agua en casa, ni por supuesto servicio para hacer tus necesidades. La gente trabajaba de lo que fuera. Mi madre trabajó, por ejemplo, cargando camiones a paladas en la fábrica del Tirriu, en La Felguera: cestaos y cestaos de mineral y de grijo. Y nunca cotizó nada. Se murió a los ochenta años sin pensión de ningún tipo.
De niña fue enlace de la guerrilla, ¿no es así?
Como era pequeña, pasaba más desapercibida que otros como mi tío, que ya estaba más fichado, así que me utilizaban para despistar a la Guardia Civil. En la partida de mi tío eran seis o siete, y a veces se reunían en mi casa, porque solo había un camino posible para llegar y por lo tanto era más fácil de vigilar. A mí me mandaban a controlar quién pasaba por un ventanuco que había en el tejado. Si veía que venían, tenía que avisarles para que escaparan y después abrir todas las ventanas y recoger los ceniceros. Otras veces llevaba la comida al monte. Hacíamos la comida, cogíamos una banastra (cesto de mimbre) de aquellas que se usaban para llevar la grana y repartirla por el prau, metíamos las potas en ella y después las tapábamos bien con una sábana y poníamos la grana encima. Yo me ponía la banastra en la cabeza y subía monte arriba. Me cruzaba con la Guardia Civil muchas veces, porque de aquella había patrulla a todas horas y hasta dormían en el monte, pero como era una cría y lo único que se veía en la banastra era la grana, no sospechaban nada. Decía: "Buenas tardes" y seguía mi camino. Cuando llegaba a un prau nuestro que llamábamos Traslacerra, me sentaba como si fuera a descansar, bajaba la cesta de la cabeza, miraba alrededor para comprobar que no me veía nadie, ni policías ni vecinos, y cuando me parecía que era seguro dejaba la banastra allí y me escapaba. Después, otro día, subía a buscar la cesta vacía. Nunca los veía en persona. Un día hubo una emboscada y los mataron a todos, incluido mi tío. A mi madre la detuvieron también, y a mí con ella. Fue la primera vez que me detuvieron: tenía yo como 12 años. Por tanto, sería alrededor de 1942.
En 1962, veinte años después, se desata en Asturias la Güelgona que pone en jaque al franquismo. Las mujeres jugaron en ella un papel capital.
Tardamos un mes en entrar en acción. Hasta que empezó a haber rumores de gente que no aguantaba y pretendía volver a trabajar. No era de extrañar: se pasaba muy mal. Había familias con cuatro, cinco, seis hijos, y un mes sin cobrar era terrible. Pero entendíamos que no se podía volver a trabajar sin haber ganado nada, con las orejas gachas. La iniciativa la tomamos las mujeres del Partido, que ya estábamos organizadas desde los cincuenta. Hoy es muy fácil: tiras de móvil y de Internet, pero nosotras no teníamos nada de eso, así que salíamos muy pronto por la mañana, íbamos casa por casa y no volvíamos hasta de noche. Decidimos echar maíz delante de los esquiroles.
Una manera de llamarles gallinas, ¿verdad?
Sí. También llevábamos unos tochos por si alguno se nos enfrentaba. No podíamos permitir que nadie trabajara, por las buenas o por las malas. Sabíamos que a alguna iban a detener, pero teníamos la consigna de, si venía la Policía, juntarnos todas, abrazarnos, no soltarnos y gritar: "¡Todas a una, o todas o ninguna!". Nos dividimos en grupos: unas, por ejemplo, nos apostamos en el cruce que hay antes de llegar al Fondón; otro grupo se fue al Pozo María Luisa, otro se quedó en el paso a nivel de La Joécara... Después hicimos lo que habíamos acordado: en cuanto aparecieron los primeros esquiroles, empezamos a echarles maíz delante sin hablar nada. En donde yo estaba aparecieron cuatro. Les dijimos que fuera de allí todos, y que allí no pasaba nadie.
¿Funcionó?
Todos dieron la vuelta, y ellos mismos daban la vuelta a los que encontraban más abajo: "¡Nun dir, porque hai ellí un grupu de muyeres colos tochos!" ("¡No vayáis, porque hay allí un grupo de mujeres con los garrotes!"). La huelga duró tanto porque nos mantuvimos firmes. La Caravana, una señora de 80 años que tenía a dos hijos en huelga, arrancó una pata de una banqueta y se vino con nosotras. Estaba dispuesta a todo. También íbamos a los bares y las tiendas a pedir comida. Solo comida, no dinero, ni bebida. Nos organizábamos en parejas e íbamos chigre a chigre explicándole a la gente lo que estábamos haciendo y que nuestras reivindicaciones les beneficiaban a ellos también, porque si los trabajadores no tenían buenos sueldos o directamente eran detenidos no gastaban en el chigre, y el chigre no ganaba. La verdad es que no había nadie que no te diera. Después, juntábamos la comida en mi casa y en la de otra mujer llamada Eufrasia y la dividíamos de tal manera que una parte se repartiera por las casas para las mujeres de los detenidos y otra se metiera en paquetes para mandar a los presos a Oviedo, a Madrid, a Burgos... Las que iban a ver a los maridos se llevaban cada una un paquete y las que no podían ir porque no tenían con quién dejar a los hijos los enviaban por mensajería o dándole el recado a otra mujer. También repartíamos propaganda que hacíamos nosotras mismas e informábamos a la gente. Aunque parezca mentira, había gente que no tenía ni idea de lo que estaba pasando, porque todo estaba censurado. Éramos constantes, constantes, constantes. Todos los meses, asamblea; todas las semanas movilización. Pum, pum, y así durante años. No se podía parar.
Un día la detienen y pasa por la cárcel, donde es torturada.
Un día por la mañana, ya pasadas las huelgas, vinieron y picaron a la puerta. Fue después de llegar el capitán de la Legión Antonio Caro Leiva, a quien mandaron de Melilla a instalarse aquí. Quería saber quiénes éramos los que ellos llamaban revoltosos. La Policía nos dijo que nos teníamos que presentar en la comisaría de Sama. "Es solo para haceros unas preguntas", nos dijeron. Íbamos tranquilos, porque no nos habían cogido con nada, pensando que aquel hijo de puta solo quería conocernos. El caso es que en cuanto llego allí, veo salir a una compañera que se llamaba Morita, y luego me meten en un calabozo y me encuentro con mi amiga Tina. Espero, espero, espero, y nada. Por allí no aparece nadie. De repente, tengo el presentimiento de que mi marido está en la celda de al lado, y para comprobarlo doy unos golpes con el zapato en la pared. Él me responde dando golpes desde el otro lado, no sé si con el puño o qué, y yo me quedo más o menos tranquila, pero siguen pasando las horas y nadie va a vernos. Nosotras solo vemos que cada poco viene alguien a mirar por el ventanuco con rejas que tiene la puerta de la celda. A eso de las dos de la mañana, empezamos a oír ruido de abrir y cerrar cerrojos y gritos y golpes. Eso ya nos olió mal, y entonces yo volví a picar en la pared para ver si mi marido contestaba. Ya no contestó, y al no contestar nosotras dedujimos que aquellos golpes que oíamos eran golpes que les estaban dando a ellos. Yo, con toda la sangre fría de aquel momento, me puse en postura del juego de pica la mula, Tina se puso encima de mí, abrió el ventanuco que daba a la calle y entonces empezamos las dos a dar gritos: "¡Criminales! ¡Asesinos!" y tal, y a dar golpes con el zapato en la puerta de chapa, para que lo oyera toda Sama.
¿Qué pasó entonces?
Entraron como lobos a por nosotras, y ya en la propia celda nos dieron los primeros puñetazos y las primeras patadas. Pero luego se llevaron solo a Tina. Yo me quedé allí. Me vinieron a buscar luego, pero yo no me encontré con Tina porque la tenían guardada: la habían dejado hecha un cristo, con el pelo rapado y ensangrentada, y para que yo no la viera la guardaron. Cuando llegué a la sala de interrogatorios me encontré con una serie de fotos puestas en una mesa: Horacio Fernández Inguanzo, Víctor Bayón... Me sentaron delante de ellas y me empezaron a preguntar si sabía quiénes eran las personas de las fotos. Me iban señalando cada foto, me preguntaban, yo decía que no sabía quién era el retratado y entonces me decían: "¿Cómo no le vas a conocer, hija de puta?", y me daban una hostia.
¿Conocía aquellas caras?
Los conocía a todos claro, pero decía que no. Pasaban a la siguiente, me preguntaban, yo volvía a decir que no sabía, y pum, otra hostia y patadas y a decirme que me iban a cortar el pelo. Yo ya estaba caliente por los puñetazos y en una de esta, cuando me volvieron a decir que me iban a rapar, les dije: "Haced lo que os dé la gana, ya no me da más que hagáis uno o que hagáis otro". Y entonces me empezaron a cortar el pelo. Está mal que yo lo diga, pero yo, aunque tenía cara de fame, era alta y coqueta. Tenía una melena castaña muy larga y guapa. Y el cabo Pérez me la empezó a arrancar a tirones de navaja. Me cogían un mechón, tiraban de él y cada vez que hacían eso me levantaba de la silla, porque era como si me arrancaran la carne. En un momento dado, me dio por decir que estaba embarazada, por si los ablandaba. Me dijeron: "Un comunista menos".
Anita, ¿por qué hay que luchar hoy?
Por todo. Tenemos que empezar otra vez de cero. Es triste decirlo, y a mí la verdad es que me da pena, porque el esfuerzo que hicimos los hombres y las mujeres para conseguir todo lo que conseguimos fue enorme, pero es así. Estamos perdiendo todo lo que conseguimos, y lo estamos perdiendo por dejar de luchar. Como no nos pongamos de uñas volvemos otra vez a lo de antes.