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El mundo ha cambiado desde la crisis: EEUU cede influencia a las potencias emergentes
La mayor potencia del planeta está más sumergida que nunca en su visión unilateral del orden global desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Su hegemonía económica, diplomática y militar sigue sin ser cuestionada. Pero se ha reducido. En beneficio del músculo económico de China y de la agresiva política exterior de Rusia. Mientras, Europa se ha instalado en el limbo y países emergentes como Brasil o Turquía refuerzan su estatus de potencias regionales.
Madrid-
El orden global está en estado de mutación. Al menos en la lucha por la hegemonía. EEUU ha perdido peso frente a varios de los más notables mercados emergentes. Alguno de los cuales ha dejado atrás su cartel de presentación como potencias medianas con capacidad de influencia de relativa intensidad. Aunque también ha perpetuado a otras naciones que se mantienen de forma impertérrita en el radar internacional. La crisis ha sido el principal detonante de este viraje que ha experimentado el engranaje internacional en el último decenio.
También han emergido Rusia y China como jerarcas mundiales. O, más bien, su irrupción como actores principales ha sido la consecuencia de su acomodo como potencias nucleares, en lo geopolítico, y como estandartes de la comunidad BRICS, las cada vez más poderosas economías que disputan el liderazgo global a las naciones industrializadas, de rentas altas. Moscú y Pekín se han comido parte del pastel del hegemónico estatus de Washington como capital neurálgica en el nuevo orden mundial que ya es una realidad. EEUU ha perdido la condición de indiscutible potencia económica, tecnológica y militar con la que abordó la turbulencia financiera de 2008. Es decir, que su peso global se ha reducido. Hay un repóquer de ases sobre la mesa geoestratégica que busca gobernar el mundo.
1.- América está en declive
La mayor potencia del planeta es más débil que en 2008. Y no es una sorpresa. La invasión de Irak bajo la presidencia de George W. Bush en 2003 fue la última exhibición de fuerza. El precedente más próximo de su unilateralismo. Pero, al mismo tiempo, ejemplifica el final de su visión unipolar del mundo. El retroceso continuó en la doble presidencia de Barack Obama y se ha acentuado bajo la Administración Trump. Rusia y China han presentado al mundo sus credenciales hegemónicas. Tras ganar músculo no sólo en sus patios traseros, las zonas bajo su paraguas de influencia directa, sino también en Oriente Próximo o América Latina, donde EEUU ha disfrutado históricamente de una posición de privilegio indiscutible. Estrategias que Moscú y Pekín han extendido en todas dimensiones. Con flujos de inversión, de comercio, pactos de cooperación económica y firmes alianzas políticas. Trump ha favorecido sus intereses. En la guerra comercial declarada por la Casa Blanca no sólo se detecta a China en su punto de mira. También ha dirigido su enfoque hacia sus aliados tradicionales, sus vecinos del norte y del sur, y a Europa. A los que ha transmitido en repetidas ocasiones su hostilidad hacia cualquier concepto con vitola de multilateral. El resultado ha sido una contracción sin precedentes de la influencia de EEUU en el orden global. Como nunca desde el final de la Guerra Fría. A pesar del espectacular aumento del presupuesto militar.
Desde la invasión de Irak y su visión unipolar del mundo, ha abandonado las soluciones multilaterales y ha dejado espacio para el salto geoestratégico de mercados emergentes
Pero es la gran potencia del planeta. Es débil, pero su poder de resistencia es todavía eficaz. A pesar de este retroceso hegemónico, la capacidad militar, política y económica de EEUU le sigue confiriendo un papel dominante. Con menos capacidad para dictaminar movimientos telúricos en el emergente orden internacional. Entre otras razones, por la errática e improvisada política diplomática made by Trump. Aunque con líneas preferenciales de actuación que pueden forjar estrategias aún calculadas alrededor del planeta. Si EEUU deja de dormir en los laureles y si, por ejemplo, el Departamento de Estado, uno de los damnificados del expansionista presupuesto de la Casa Blanca en el terreno militar, logra activar el poder americano a través de sus múltiples fundaciones e instituciones de influencia demostrada. Y, sobre todo, si huye de la división social -y el aislamiento internacional- al que ha conducido al país el dirigente republicano.
2.- China enseña músculo
El gigante asiático no desaprovecha cualquier ocasión para mostrar su transformación política, económica y social. Su presidente, Xi Jinping, acaba de exhibir la fuerza de la segunda economía global durante los fastos conmemorativos del 40 aniversario del proceso de cambios -Gaige Kaifang, o Reforma y Apertura-, que inició Deng Xiaoping a partir de 1978. Apuesta por un nuevo paradigma que implicaba la nada fácil misión de lapidar gran parte de la herencia del fundador de la República Popular, Mao Zedong. Desde entonces, el ambicioso programa de reformas económicas ha logrado situar a China en la cúpula mundial.
En las cuatro décadas de dirigismo transformador, su PIB ha pasado de tener un valor de mercado de 150.000 millones de dólares a los 12,24 billones. Es decir, de representar el 1,7% de la economía global -parámetros en los que se mueve en la actualidad el PIB español- al 15%. En paralelo, se ha convertido en el principal consumidor de energía del planeta, ha logrado sacar a 740 millones de personas del umbral de la pobreza, muchos de los cuales forman parte de la mitad de la clase media del planeta -los patrimonios de más de 50 millones de dólares- que, según predicciones de UBS, alcanzarán los 500 millones en 2030. Sus universitarios salen masivamente a centros de enseñanza superior en el exterior. Se ha labrado el rol de potencia digital por su apuesta, desde la crisis, por la Inteligencia Artificial y la Revolución Industrial 4.0 y sus jóvenes tienen el doble de opciones de ser dueños de su casa si se los compara con los millennials estadounidenses. Eso sí, a costa de emitir la cuarta parte del CO2 del planeta. Asunto que choca frontalmente con el intento de Pekín de liderar la globalización. Con parámetros de perfil multilateral. En ámbitos como el del cambio climático.
El salto hacia la modernidad de China, le ha situado como alternativa a la hegemonía americana
Bajo la presidencia de Jinping, China se ha convertido en una economía de consumo. Al estilo de las potencias industrializadas. Y el presidente del país, comandante en jefe del Ejército más poderoso de Asia y secretario general del partido comunista ha elevado la geoestrategia del país a otra dimensión. Aunque el salto a la modernidad del Siglo XXI pone sobre la mesa incógnitas de calado. Como la supresión de las barreras que impiden al capital extranjero tomar el control de las empresas chinas. En especial, en el sector tecnológico, en el que sus firmas ya rivalizan de manera palpable con las multinacionales americanas, europeas y japonesas. Tanto en cuotas de negocio, como en capitalización bursátil y en ingresos y beneficios. También suscitan dudas la gestión de la deuda soberana y corporativa y su montante real, su devastación medioambiental, las ineficiencias económicas que persisten en su modelo productivo e industrial y la encrucijada demográfica de una sociedad que envejece a gran ritmo. En el plano político interno, queda por dilucidar si Jinping, que ha acaparado un poder sin parangón desde la era de Mao, se atreverá o no a iniciar un proceso de descentralización, con puntos calientes de demandas de autogobierno que implicaría cesión de soberanía en enclaves como Hong-Kong, Macao e, incluso, Shangai, y que, en el plano socio-económico, ha facilitado el despegue de las rentas personales y el boom innovador del último decenio. Pero que implica una pérdida de control y poder del régimen de Pekín.
3.- Rusia, el detonante del nuevo orden
Vladimir Putin siempre ha querido revertir el orden global. Con el único propósito de encumbrar a Rusia a la hegemonía mundial. Primero, haciendo uso de la energía (sus fuentes de petróleo) como arma de política exterior. El cierre de grifo del gas a Ucrania y Europa cuando ya se atisbaban los primeros años de la crisis. Luego, alineándose con el régimen de Bashar Al-Asad en Siria y con los ayatolás iraníes en la lucha por el liderazgo en Oriente Próximo. Con posterioridad, anexionándose la Península de Crimea y contribuyendo a la desestabilización de Ucrania. En paralelo, desencadenando ataques cibernéticos a redes de infraestructuras de EEUU, de Europa y de Reino Unido y propagando noticias falsas para generar división social en Occidente y crear inestabilidades institucionales. A Moscú le gusta la idea de separar Europa y debilitar EEUU. “El mundo subestima la posibilidad de una guerra nuclear”, acaba de advertir Putin. Rusia ha vuelto al escenario global, tras años de un complejo tránsito desde los estamentos soviéticos y las sucesivas crisis económicas de finales de los noventa y de su difícil y tensa relación con Europa, para quedarse. Y 2018 ha sido su gran año geoestratégico. Después de un bienio con una opaca pero efectiva relación con la Administración Trump, desde tiempos de la carrera presidencial que encumbró a la Casa Blanca al dirigente republicano.
El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) del FBI señala a Moscú como responsable de “un continuado comportamiento hostil” por dañar, mediante ciberataques, redes estratégicas -en especial, energéticas- de EEUU que han propiciado un “serio riesgo sobre el sistema de control industrial del país”. El DHS cifra en más de 10.000 millones de dólares los daños económicos ocasionados por Rusia por uso de malware y ransomware como NotPetya en todo el mundo. Pero la alargada sombra rusa es, sobre todo, cibernética. Se sustenta en el uso masivo de redes sociales y en la difusión de noticias falsas (fakes news) que se propagan por doquier y al instante a través de canales de información afines. Con este modelo, Putin controló el Maidan ucranio, en febrero de 2014. Los trolls rusos desplegaron historias por Twitter, Facebook y plataformas made in Russia como V-Kontakte, para asegurar que el gobierno de su vecino estaba dominado por fascistas que cometían atrocidades desde el Ejército y la población civil. Muy especialmente, en Crimea, que luego se anexionó.
La política exterior de Putin ha devuelto a Rusia el esplendor de ser potencia nuclear
En la era digital, Rusia utiliza elementos a la vieja usanza del KGB. Aunque adaptados al espacio cibernético. Introducen células activas, captan activistas a causas que consideran de su interés estratégico, y proceden a dividir sociedades con su agenda mediática. Mediante su factoría de trolls, en redes sociales, y en medios de comunicación como Russia Today (RT) o Sputnik. Este modus operandi ha sacado a la palestra la conexión del Kremlin con el neofascismo italiano y la Liga Norte, con quien Rusia Unida, el partido de Putin, tiene un acuerdo de cooperación; con el FPÖ austriaco, la ultraderecha que controla ministerios como Exteriores, Interior o Defensa. Con Die Linke, la izquierda alemana, pero también con Alternativa por Alemania (AfD), con un núcleo de afiliados de descendientes rusos de länders de la extinta RDA. O con Nick Friffin, ex líder del UKIP, ultraderecha flamenca en el Parlamento belga, Jobbik, el partido ultranacionalista húngaro y del resto de sus formaciones hermanas del Grupo de Visogrado (Polonia, República Checa, Eslovaquia) o líderes neofascistas escandinavos. También ha intercedido en el procés catalán. Con proclamas a favor del referéndum, primero, y de la independencia unilateral, después. Y ha dejado cauces abiertos con el IRA para mantener viva la llama de la separación del Reino Unido ahora que el acuerdo de divorcio del brexit deja en el aire el futuro de la frontera con Irlanda.
Aunque por encima de cualquier otro escenario, sus mayores logros de esta táctica cibernética se presenciaron en la Convención Demócrata de 2016 -uno de los puntos más escabrosos que relacionan al núcleo duro de Putin y Trump-, de la que Hillary Clinton salió ya muy debilitada y que fraguó con posterioridad la victoria del líder republicano, y en la campaña del brexit. Con una posición claramente favorable al que fue el resultado final. Más de 10 millones de mensajes con el sello soterrado del Kremlin se emitieron durante las dos semanas previas al referéndum en Twitter, según la consultora 89Up.
4.- Otras naciones al alza
El resto de mercados emergentes han seguido la estela geoestratégica de China y Rusia. No sin titubeos. Brasil y Turquía experimentan turbulencias políticas, deslices democráticos -en el caso de la potencia latinoamericana, el descontento social por años de casos de corrupción, que ha llevado a la presidencia a la extrema derecha de Jair Bolsonaro-, y riesgos evidentes de caer en una nueva crisis financiera, con sus divisas amenazadas en los mercados por el encarecimiento del dólar y una creciente deuda soberana. Pero se siguen beneficiando de la alta demanda de productos que les compra China y de su lugar en el G-20, el foro central de las operaciones en el orden internacional. Son los poderes regionales. Como Sudáfrica. Y serán claves en la resolución de futuros conflictos, económico-financieros o geopolíticos.
5.- El retroceso de otras regiones
El reequilibrio de poderes que dictó la crisis de 2008 no le ha sentado nada bien a Europa, el entramado supranacional en el mundo. Asolada por la irrupción del nacionalismo de derechas, que ha sabido sacar provecho de la austeridad que impuso Berlín al bloque, y de la ausencia de una política de cooperación común y bien articulada en materia de inmigración. Un fenómeno que ha aireado los efectos perversos de que la UE no haya sabido avanzar en integración. Malos tiempos para las uniones aduaneras y los mercados integrados. El nuevo orden navega hacia el unilateralismo. Si no se le pone remedio y se contienen las ínfulas nacionalistas de las tres grandes potencias nucleares. Y Europa parece que no está por la labor.
Brasil o Turquía ganan posiciones como potencias regionales en la resolución de crisis políticas o económicas futuras, mientras Europa se instala en un limbo por sus fracasos
Después de fallidos liderazgos procedentes del eje franco-alemán y en los principales centros de poder comunitario. Al término de 2018, además, su economía se ha debilitado, el final del dinero barato decretada por Mario Draghi desde el BCE toca a su fin, el caos puede reinar en el mercado interior si hay un brexit duro o una separación sin acuerdo, o si la guerra comercial de Trump se agudiza en sectores como el de la automoción. Escenarios con nubarrones. Y sin nadie con una carta de navegación para comandar un ejercicio, el próximo, que podría ver el ocaso de Europa en el tablero de ajedrez internacional. Sobre todo, tras el enésimo fracaso en sellar una reforma ambiciosa del euro, capaz de mutualizar los riesgos, pero también las responsabilidades de fases de inestabilidad financiera entre sus socios, que le reportaría al área monetaria una coraza de protección más nutrida frente a futuras crisis y un salvavidas de supervivencia al propio euro. En un 2019 en el que, presumiblemente, las tensiones rusas en el conflicto de Ucrania y su interés en establecer un cordón de seguridad en el Báltico frente a la OTAN, se intensificarán. Al igual que volverá a la palestra el deseo de Alemania y Francia de confeccionar un Ejército europeo, lo que supondrá un incremento de los gastos militares de los Estados de la Unión.
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