MADRID
Actualizado:La capacidad de influencia del petróleo en la economía mundial está fuera de toda duda. Al igual que su facilidad para crear confusión en los mercados y certificar los errores de cálculo -y de bulto en no pocas ocasiones- de los analistas del sector a la hora de determinar, no sólo la evolución de su cotización, sino también la tendencia que marcará el precio del barril más allá del corto plazo.
No hace falta remontarse a la crisis del crudo de los setenta, el punto culminante en la historia reciente en el que la OPEP hizo valer su poder para remover los cimientos de la economía global. Basta con rememorar el diagnóstico del mercado a la conclusión de este verano.
Entonces, el consenso de los expertos del sector hablaba de la posibilidad real de que el barril tocara los 100 dólares que, en cualquier caso, se instalaría en torno a los 80, como era el deseo declarado de Arabia Saudí, primer productor mundial, y que, de alcanzar los tres dígitos, la economía global entraría en recesión. En el ecuador del otoño, sin embargo, su cotización navega por los 50 dólares.
La montaña rusa a la que se han subido productores e importadores de petróleo en los últimos dos meses amenaza con transformar la coyuntura dibujada para la economía global.
Se ha pasado de un precio del barril a 100 dólares que traería una recesión global a uno de 50 dólares que ralentizaría la subida de tipos de interés
Países con una alta dependencia de este combustible fósil para mantener y garantizar la actividad de sus industrias y estimular sus cotas de consumo, como cuatro de los cinco BRICS (China, India, Sudáfrica y, en menor medida, Brasil, con notables reservas de crudo pero que sigue acudiendo al mercado en busca de la demanda que genera su economía) o los socios europeos, ven con alivio este nuevo escenario.
Rusia, el quinto BRICS, en cambio, es, junto a Arabia Saudí, su aliado en la estrategia de incrementar soterradamente el número de barriles en circulación y listos para negociar al mejor postor, dos de los damnificados. Igual que Japón, en su sempiterna batalla por encarecer la cesta de la compra y acabar con su deflación perpetua.
Factores geopolíticos y efectos económico
Pero el comportamiento volátil del petróleo encierra otros factores. Más de índole geopolítica. El fervor alcista del oro negro en los meses de primavera y verano respondía, al margen del complejo equilibrio entre la oferta de crudo y la demanda de sus compradores (con acopio de inventarios de gran escala en las potencias industrializadas, sobre todo EEUU, y casi vacíos en el área emergente) a la incertidumbre de la guerra comercial desatada por la Administración Trump, que desestabilizó los flujos de mercancías e inversiones por todo el planeta, y a la fortaleza del dólar, la divisa sobre la que se determina la cotización del petróleo. De manera hegemónica.
Aunque sume a Arabia Saudí en un mar de dudas. Entre contentar a su aliado energético, Moscú, sobrepasando las cuotas a las que se comprometió con sus aliados del cártel petrolífero, como hace a menudo, para rellenar sus desajustadas cuentas públicas, deterioradas por el elevado coste de sus intervenciones militares en Yemen o Siria y su creciente factura en gasto bélico. O alinearse con EEUU y la exigencia expresa de Donald Trump de que contribuya decididamente a generar un precio del petróleo barato y estable.
En el hemisferio occidental, las economías de rentas altas incurrieron en notables déficits por cuenta corriente en los primeros años de la post-crisis. Paradójicamente, en época de vacas flacas en la que se luchaba contra la recesión, la cotización del crudo sobrepasó de media los 140 dólares. Carestía que no sólo no concordaba con la coyuntura del momento, sino que entorpecía el despegue de la actividad global.
En el mundo emergente, este fenómeno se apreció con especial intensidad en una serie de países. Quizás Sudáfrica haya sido el mejor botón de muestra, con una devaluación del rand y una crisis política y social que precipitó la caída de Jacob Zuma de la presidencia del gran mercado del continente.
También estuvo detrás, en cierta medida, del parón de actividad en China, que ha reducido su aportación al crecimiento global en el último lustro.
Según recientes cálculos de Capital Economics, por cada descenso de 10 dólares del barril, las rentas individuales de las potencias emergentes aumentan entre un 0,5% y un 0,7%, causa un deterioro de esos ingresos personales de entre 3 y 5 puntos en los países del Golfo Pérsico y resta entre un 1,5% y un 2% al PIB de naciones productoras como Rusia, Nigeria o los Emiratos Árabes Unidos.
Por otro lado, la contención de precios en los índices de inflación otorga un balón de oxígeno a los bancos centrales en su declarada senda de encarecimiento del dinero. Además de otro salvavidas a las autoridades monetarias de mercados emergentes con riesgos cambiarios y de endeudamiento.
Una tabla de salvación de doble casco. Porque, además de combatir la debilidad de sus monedas en relación al billete verde americano, les facilita el acceso a la financiación internacional. En especial si, como es de suponer, la Reserva Federal frena por ello sus ínfulas alcistas. Ante las embestidas de Trump, que ha llegado a asegurar que “la Fed es el mayor factor de riesgo sobre la economía, por delante de China”.
India, Turquía e, incluso Brasil, cuyos bancos centrales han estado empleando grandes sumas de sus reservas para defender sus divisas y evitar la suspensión de pagos, respiran con cierto alivio por esta tregua del petróleo. Como Argentina, aunque sus finanzas estén vigiladas por el FMI como contraprestación a su cheque multilateral.
En las naciones industrializadas, las caídas del crudo operan como una bajada de impuestos. Para la industria, los hogares y las empresas. Como un acicate para el crecimiento. Pero también suponen ahorros substanciales.
A las arcas de España, que ya se benefició del bienio de petróleo barato entre 2014 ejercicio en el que el petróleo comenzó un descenso histórico que llevó al Brent, de referencia en Europa, a cotizar a 27,67 dólares el barril, y en enero de 2016, cuando marcó el valor más bajo desde 2003, le sirvió para amortiguar el creciente déficit fiscal o para reducir desembolsos como los de la subida de las pensiones. Como apunta ya el dato de inflación de noviembre, que deja el índice en el 1,7%. Además de espolear el consumo.
Los grandes cambios en la producción global
Las causas primigenias de este declive siempre responden a asuntos estructurales y coyunturales. Entre los primeros, sobresale la parálisis productiva de Irak, propiciada por las tensiones políticas internas. A pesar de que ha ganado peso en el seno de la OPEP y de haber superado a Canadá como el cuarto productor mundial. Sin embargo, las hostilidades armadas en el país ponen en duda su habilidad para suplir el abastecimiento iraní tras las nuevas y más severas sanciones impuestas por EEUU al régimen de Teherán. El otro componente geoestratégico en juego.
La encrucijada iraquí ha interrumpido un ritmo de extracción de 4,78 millones de barriles diarios, con contratos apalabrados para abastecer a países asiáticos y mediterráneos, principalmente. Además de sus predicciones para 2019, en las que se rebasarían los 5 millones, hasta alcanzar los 7,5 en 2024, según su ministro de Petróleo, Jabbar Al Luaibi. Algo menos optimistas, pero en la misma dirección, consultoras privadas como Wood Mackenzie, le otorgan a Bagdad capacidad para superar los 6 millones en 2025, lo que le convertiría en el país con más potencias de crecimiento productivo, con excepción de EEUU, en el próximo sexenio.
Si la inestabilidad política lo permite. Porque, para ello, la industria extractiva del país necesita acometer inversiones para limpiar de impurezas el crudo y para atender las redes de distribución energética de sus ciudadanos, que no está garantizada ni siquiera en zonas como la del extrarradio de Basora, donde se localiza gran parte de sus pozos.
La lucha entre kurdos, suníes y chiíes por el control del área de influencia de esta provincia y de su negocio petrolífero está detrás de la huida de capitales, valorada en más de 32.000 millones de dólares por Naciones Unidas y del retroceso del 30% en su índice bursátil respecto a 2016, con los precios del petróleo deprimidos y la capacidad de extracción de Irak por los suelos.
La falta de seguridad está detrás de esta diáspora inversora. En la que han participado Exxon Mobil, Total, Lukoil o Gazprom. En la actualidad, su poder productivo se encuentra en manos de compañías de Emiratos y de China.
Irán es otro elemento distorsionador del mercado. Sus exportaciones petrolíferas se han reducido a casi la mitad desde que, en abril, Trump retiró a EEUU del acuerdo nuclear e impuso su lista de sanciones. Hasta situar su nivel productivo por debajo de los 2 millones de barriles desde agosto. Además de aumentar la flota de petroleros, cargados en alta mar de oro negro iraní que fluyen sin destino concreto por las rutas del petróleo.
El embargo iraní puede ser subsanado de inmediato por Arabia Saudí, capaz de poner más de 11,5 millones de barriles diarios en el mercado, y por la habilidad de Rusia de colocar otros 300.000 de la noche a la mañana.
Sin embargo, la clave vuelve a estar en una OPEP en plena crisis de identidad. La demanda global de crudo exigiría que el cártel negociara diariamente en torno a 33,5 millones de barriles cada día. En la actualidad, según el último reparto de cuotas, alcanza los 32,7 y no parece que del cártel salgan buenas noticias a medio plazo.
Qatar, que soporta desde 2017 un embargo de sus vecinos del Golfo y Egipto, ha decidido abandonar la organización desde el 1 de enero para, en opinión de sus autoridades políticas, concentrarse en el negocio del gas. El emirato rebelde desea elevar de las 77 toneladas actuales a 110 su capacidad para almacenar este combustible en 2024.
Mientras socios como Libia, Nigeria e Irak, que se acercan a sus registros de rentabilidad máximos de los últimos años, están sometidos a una inseguridad que pone en tela de juicio sus contratos de futuro.
La crisis económica en Venezuela también ha mermado el poder extractivo de su petrolera estatal, PDVSA, sin inversiones tecnológicas desde hace años para extraer la ingente bolsa de crudo de la Franja del Orinoco.
El triunvirato del crudo: Arabia Saudí, Rusia y EEUU
Ante esta tesitura, el control del precio del petróleo parece estar en un triunvirato. En manos del príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman (MbS), de Vladimir Putin y de Trump. Serán ellos los que determinen su cotización en 2019. Los que dominen la oferta de crudo. Sus decisiones serán las que sufraguen, o no, el déficit productivo de la OPEP. Si Riad mantiene su alianza con el Kremlin para dotar de más barriles al mercado, a buen seguro que las compañías petrolíferas americanas de Permian Basin (los campos de crudo del oeste de Texas) interrumpirán sus oleoductos con petróleo del Golfo y serán los que abastezcan las necesidades energéticas de EEUU. Una interrupción de las compras de crudo de la mayor economía del mundo volverá a deprimir los precios. La industria del oro negro texano será capaz de producir, dentro de un año, seis meses antes de los previsto, una cantidad de crudo similar a la que puede bombear Nigeria sin riesgos de seguridad y al máximo de rendimiento: 12 millones de barriles diarios.
También la Casa Blanca tiene el as en la manga de las sanciones a Irán. De estimular la aversión al riesgo a aquellas firmas petrolíferas que estén pensando comerciar con Teherán. Y de trasladar este sentimiento al conjunto del mercado del crudo y, con ello, facilitar el incremento de los stocks de petróleo que, en los socios de la OCDE, habían descendido desde comienzos de 2017 y que, ahora, con los precios más relajados, comienzan a recuperarse. En octubre, las potencias industrializadas tenían inventarios de combustible por encima de la media registrada en los últimos cinco años, a tenor de los datos de la Agencia Internacional de la Energía.
La intención de Riad, antes del viaje de MbS a la cita bonaerense del G-20, era reducir en 500.000 barriles diarios su aportación y que el resto de miembros de la OPEP alcanzase un pacto para retirar otro millón más. Pero las cosas han cambiado. Y Riad, tras la amenaza nada velada de Trump con su dedo ejecutor de twitter, tendrá que sopesar hacia qué lado de la balanza geoestratégica de las dos potencias nucleares inclina su apoyo. A la de Putin, en el que aceleraría la consecución del equilibrio presupuestario que, según el FMI, exigiría un precio del barril de 73,3 dólares el próximo ejercicio, o a la de Trump, que retardaría, además, la capacidad financiera del reino saudí en la transformación económica que ha prometido MbS en su Visión 2030. Con enormes proyectos de infraestructuras y urbanísticos que dependen del Tesoro de Riad. Pero que le darían un margen temporal a MbS para tratar de salir airoso de su más que supuesta implicación personal en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Desde que ocurrió, en el consulado saudí de Estambul, la pérdida de influencia del príncipe heredero y, por ende, de Arabia Saudí, ha sido patente. Hasta el punto de que sus socios de la OPEP ven en este affaire un arma idónea para expulsar al poder fáctico de la organización. Un deseo que siguen ocultando, pero que se escucha cada vez más entre bambalinas, en las distintas delegaciones de los ministerios de Petróleo que acuden a las citas de la OPEP en Viena. Cansadas de tantos años de aumentos soterrados de las cuotas pactadas en el cártel por parte de Riad.
Putin, sin embargo, estaría dispuesto a consumar un eje con Riad. Para colmar “completamente” -arguye- su intención de que el barril se instale en los 70 dólares. La dependencia presupuestaria del petróleo no es tan acuciante ahora para Rusia como cuando, en 2016, decidió unirse a todos y caca uno de los esfuerzos de la OPEP por acomodar el barril a sus intereses. Algo más factible cuanto más aislamiento reciba MbS de la comunidad internacional.
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