Pocos, muy pocos guitarristas pueden decir que estuvieron ahí, hace más de medio siglo, bajo los focos del aquel legendario Woodstock. Por aquel entonces Carlos Santana apenas tenía 20 años pero ya reunía todo lo que, a la postre, le convertiría en mito viviente. Su indomable melena y esa endiablada velocidad a los trastes cautivaron a una audiencia entregada a los ácidos.

Ya entonces el guitarrista mestizo anglo-mejicano miraba hacia el cielo, un gesto característico que le acompaña allá donde va, como si a través de su guitarra buscara interpelar a un ser superior, como si la música le sirviera de salvoconducto para alcanzar una cierta mística, una que no tiene que ver con sermones ni liturgias, sino con ritmos latinos, afros y roqueros.

Este martes Santana le perdió la pista al cielo. Su icónico sombrero cayó sobre la tarima del Pine Knob Music Theatre de Clarkston (Michigan), en Estados Unidos. Algo no iba bien. Santana tuvo que sentarse en una de las alturas del escenario hasta que varios trabajadores se percataron de su indisposición y acudieron para ayudarle. 

Santana se recupera ahora en un hospital cercano. Todo indica que no fue más que un vahído. Nacido en Autlan, México, hace 75 años, de niño su familia se mudó a Tijuana, y en 1962 a San Francisco. En California, la Beat Generation se empezaba a trasformar al hippismo. 

El músico se impregnaría de todo ello. Supo hibridar como nadie los ritmos latinos con la psicodelia de la época. De él se dijo que hizo por la música latina lo que Chuck Berry por el blues. Su aparición en escena estará vinculada por siempre con el nacimiento del rock latino. Un escudo que lleva su nombre y que le ha valido el sobrenombre del Jimi Hendrix latino.

Con más de 40 años de carrera musical, Santana luce en su palmarés 10 premios Grammy, tres Latin Grammy y más de 100 millones de discos vendidos. Ahí es nada. Es aristocracia del rock. No en vano forma parte de la lista de los 100 mejores guitarristas de la historia, elaborada por la revista Rolling Stone.