MADRID
“La mayoría de las personas ni siquiera saben cómo se ve un agujero de bala en un cuerpo humano. Quiero que vean cómo se ve”. Sam Peckinpah trabajó con vehemencia para aniquilar la idea de inocencia con la que el pueblo americano fantaseaba en sus películas. Los jóvenes de EE.UU. morían en Vietnam, la sensación de derrota se extendía por todos los rincones del país y las promesas del Gobierno de Richard Nixon apestaban a patrañas. Y en medio de esa confusión nacional, el cineasta desvelaba la verdad de un país sin héroes, una tierra de perdedores sin causa y de supervivientes al precio que fuera.
“¿Sabes de qué se trata este país? Es publicidad. Es lavado de cerebro. Es una mierda”, le dijo en 1972 al periodista William Murray en una entrevista donde explicó, evidentemente irritado, lo mal que todos habían interpretado su cine hasta el momento y, especialmente, la violencia que en él retrataba. “Hemos sido anestesiados por los medios de comunicación. Lo que hago es mostrar a la gente cómo es realmente la violencia, realzándola, estilizándola. Cuando se quejan de la forma en que manejo la violencia, lo que realmente están diciendo es: Por favor, no me lo muestre, no quiero saber y tráeme otra cerveza de la nevera".
"¿Qué es más violento que Shakespeare?"
Cuando se cumplen 35 años de la desaparición del cineasta –uno de los grandes autores del cine norteamericano– y ha pasado medio siglo del estreno de su película más polémica, Grupo salvaje, resulta oportuno preguntarse por el sambenito de abanderado de la violencia en el cine que le persiguió y le persigue aún después de su muerte.
Pasando por alto los ejércitos de cineastas mediocres que han querido imitar al irrepetible Sam Peckinpah y, por supuesto, han fracasado estrepitosamente; soslayando los litros de sangre y kilos de vísceras que ha derramado el cine desde los años 70, y enterrando las estúpidas películas de esperpentos como Steven Seagal, Van Damme y compañía, es decir, limpio el terreno para un debate sin distracciones, la discusión no presenta demasiado recorrido. La violencia, la sangre, la muerte en el cine de Peckinpah se presenta tan rotunda, incluso desmesurada, que se erige en uno de los más potentes testimonios contra ella. “Soy un gran creyente de la catarsis. ¿Qué es más violento que las obras de William Shakespeare?”
'Bloody Sam'
Es la reacción al horror de la violencia humana de un creador enloquecido por su propio rechazo al sistema. Un cineasta rabioso que descargaba su furia con los equipos de rodaje y la reflejaba en sus películas, pero que jamás se rendía. Al final siempre estaba la muerte, en sus películas y en la vida, pero antes quedaban la dignidad incluso de la derrota y la poesía. Sam Peckinpah, el enemigo número uno de productores y distribuidores de Hollywood, alcoholizado y cocainómano, se mantuvo en pie hasta asfixiar y pisotear la épica americana y mostrar en pantalla grande el espanto de la violencia.
Grupo salvaje, calificada en su estreno por algunos críticos como “la película más violenta que se haya filmado jamás”, le valió el apodo de ‘Bloody Sam’ y la enemistad definitiva de muchos grandes nombres de la industria. Sin embargo, en ella el cineasta no está mostrando la violencia, la está interpretando. Y lo hace desde el primer fotograma, cuando unos niños echan un escorpión a unas hormigas hambrientas, a las que después prenden fuego. Es el fin de la inocencia.
"No soporto la estupidez"
Lo que sí hizo Peckinpah con aquella película, y con todas las demás, fue rematar un modelo de western, de aventuras épicas y audaces exploradores. Reinventó el género, cambió radicalmente la narrativa visual del cine y siempre presentó la muerte desnuda, sin reglas morales. El cineasta de California, que encontró un mundo más a su medida, por su verdad y honestidad, en México que en su propio país, era, además o por encima de todo esto, un poeta.
Poeta del cine alcohólico, para algunos, es difícil encontrar un final tan lírico, tan hermoso, a un western como el de Duelo en la alta sierra (1962), con Joel McCrean y Randolph Scott, con el primero contemplando por última vez el bello y lejano paisaje. Sensibilidad que repitió muchas otras veces, por ejemplo, en La balada de Cable Hogue (1970), con un extraordinario Jason Robards y con ciertos golpes de humor.
El rey del rodeo (1971) con Steve McQueen, con quien al año siguiente rodó La huida; Perros de paja (1971) que suscitó una durísima y fea polémica; Pat Garrett y Billy The Kid (1973), con Bob Dylan y Kris Kristofferson y una maravilla de banda sonora del primero; la borrosa, pero potentísima Quiero la cabeza de Alfredo García (1974), única vez que controló totalmente el montaje de una de sus películas; un thriller menor, Elite (1975); La cruz de hierro (1977) que hizo que Orson Welles buscara a Peckinpah por todas partes para poder decirle que ésta era la mejor película antibélica que había visto nunca; Convoy (1978) y su despedida con Clave Omega (1983) conforman su filmografía.
Obra de un hombre intratable, con ataques de furia, que, en sus propias palabras, no soportaba “la estupidez”, pero que se erigió, no en bandera de la violencia, sino en representante de los marginados y los desesperados del mundo. “No soy nada más que un romántico y tengo esta debilidad por los perdedores a gran escala, así como una especie de afecto furtivo por todos los inadaptados y vagabundos del mundo”.
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